Reflejos
Reflejos
—Hola —dijo la profesora, apoyando la cartera en el escritorio. De frente a la clase, se arregló el pelo sin abandonar en ningún momento su mirada profunda, segura de sí misma—. Disculpen la demora, tuve un inconveniente personal y salí con lo puesto. Por suerte, todavía nos quedan algunos minutos. Hoy vamos a hablar de ideas. Sí, de ideas que a lo largo de la historia de la humanidad han cambiado el curso de los hechos. Les doy un ejemplo: la teoría de la relatividad, ¿me siguen?
Sólo algunos asintieron.
—¿Oyeron hablar de Bandura?
—Sí —dijo Tancredi con la mano en alto—: el que hizo El zorro o La máscara del zorro, no sé. Me parece que en esa también está Anthony Hopkins, que hace de zorro viejo. ¡Qué actor, por Dios!
—No, Tancredi —dijo la profesora apretando la mandíbula—, ese es Banderas, no Bandura. Y no te hagas el gracioso. Esto es serio: Albert Bandura es un psicólogo canadiense creador de la “Teoría del Aprendizaje Social”. Tiene una frase que viene a cuenta con la consigna de hoy. Dijo: “Confiar en uno mismo no garantiza el éxito, pero no hacerlo garantiza el fracaso”. A quienes lo deseen, se los recomiendo, lo pueden googlear.
La profesora se acercó hasta la primera fila de bancos. Miró el reloj.
—Nos queda tiempo. Pregunta: ¿Qué es una idea? ¿Es algo intangible que no puede ser de otro modo? ¿Tienen dueños las ideas? ¿A ustedes qué les parece? Ah, y agrego: ¿Se pueden tener ideas en un mundo ya pensado? En este punto, quiero dejarles bien plasmada mi posición. Para mí, las ideas son creaciones fantasmagóricas no exentas de paradojas. Dijo Fernando Fernán Gómez, actor y escritor español: “Hay que intentar que las grandes ideas parezcan pequeñas, superficiales, cotidianas”.
Oyó un bostezo que venía del fondo, pero no pudo identificar a su dueño.
—De acuerdo —siguió—. Les doy diez —Volvió a chequear el reloj—. No: les doy cinco minutos para que me digan una idea (inédita, por supuesto) que ustedes consideren que, una vez aplicada, modifique lo establecido.
—¿Alguna pista, maestra? —largó Tancredi.
Ella ni lo miró.
—Piensen en algo cotidiano e inyéctenle una idea. Pero…, ojo, eh. Una vez que la tengan, por ínfima que parezca, exijo que la defiendan de la única forma posible: compartiéndola. ¿Estamos?
Los alumnos se juntaron en pequeños grupos. Hubo debate, gritos y hasta carcajadas.
La única que no participó, fiel a su costumbre, fue Raquel, que aprovechó para pintarse los ojos.
—Bien —dijo la profesora, pasados unos minutos—. ¿Quién empieza? Les aclaro que vamos a trabajar con seis o siete ideas solamente. Y si no llegamos con el tiempo, la seguimos en la próxima clase. A ver… Sí, Tancredi, te escucho.
—Mi idea es extraerle a Messi muestras de adn, y guardarlas en una fortaleza custodiada por cuatro tortugas galápagos. Dentro de doscientos años, cuando algunos pocos de acá estemos vivos —un par de alumnos ahogaron las carcajadas—, le inyecto el adn a mi equipo de fútbol formado por robots que…
—A ver, Tancredi —lo cortó lo profesora—. No discuto ideas, pero decime. ¿Eso qué podría agregarle a la humanidad?
—A la humanidad, no sé. A mí, vivir como un jeque árabe.
Muchos aplaudieron la ocurrencia. La profesora intentó reírse, pero le salió una mueca resignada.
—A ver quién otro más —dijo mirando el reloj—. Sí, Pucheta, te escuchamos. Pero primero, por favor, tirate esos rulos para atrás, así puedo verte.
El alumno accedió al pedido, se paró y dijo:
—Yo fabrico una máquina que multe lo siguiente: cuando se escuche a algún periodista carroñar con la vida de las personas o creerse dueño de la verdad, la máquina hace sonar una chicharra indicando que se ha cometido una infracción. Pero la única función de la máquina será recibir billetes de cien pesos. Después… —Pucheta elevó el brazo como si fuera a lanzar una proclama—. Profe, compañeros: una vez que con esta idea me haga millonario (previo arreglo con Tancredi en los ganancias), diseño otra máquina que fabrique periodistas pero incorporándoles el adn de Messi. Y así, de esta forma, serán juiciosos, humildes, serenos, creativos y generosos. ¿Qué boludo soy, no?
Los chicos lo aplaudieron de pie. Pucheta infló el pecho mientras para recibir el abrazo de Tancredi, su socio.
Ahí sí la profesora esbozó una sonrisa, se rascó la cabeza.
—Ay, chicos, chicos, qué imaginación —dijo con los brazos en jarra—. A decir verdad, entendieron la consigna en parte, pero igual está bien. No pierdo las esperanzas. No sólo piensen en fabricar algo, armen una idea. Gracias, Pucheta, sentate. Silencio, chicos, silencio. A ver vos, Ornella…
—Profe, yo escribo un proyecto de ley y lo llevo a la Cámara de Diputados. En él propongo que el Estado fabrique un arma para matar el tiempo. Muerto el tiempo, se acabó la rabia: puedo venir al colegio cuando tenga ganas. Total… —Ornella se encogió de hombros y recibió la ovación.
Fue el turno de Marcos, que había sido el primero en levantar la mano.
—Yo me compro una flota de camiones…
—¿Con qué guita, chabón? —acotó Pucheta.
—Eh, viejo, esperen: dijeron una idea, no un milagro. Déjenme seguir.
—Continuá, Marcos —dijo la profesora.
—Les decía… Contrato miles de choferes a los que les pago muy bien y reparto toneladas de comida y abrigo a los más necesitados en todo el mundo. Ojo, no se los regalo, habrá una devolución. Cada persona beneficiada deberá darme un abrazo, el abrazo más fuerte que tengan. En ese caso, mi idea perseguirá una misión: cuantos más abrazos reciba, más cerca estaré de la Verdad, supongo —Marcos se subió al pupitre y agradeció los vítores.
—Bien, Marcos, ahí van mejorando el tiro. Sentate. ¿Quién más?
—Yo —dijo Raquel desde el fondo, y todos los varones se dieron vuelta—. Crearía un espejo que, al que lo mira, se le aparezca Dios. Le haría a esa imagen, la del espejo, preguntas y preguntas hasta acorralarlo. Pero cuando la imagen (o ese Dios proyectado) quiera darme una respuesta, entonces, agarraría un martillo y partiría el espejo en mil pedazos. Así, me convertiría en el primer ser humano que no se miente.
Luego de un prologando silencio, la profesora le dio la palabra a Farías.
—Yo le propongo a los gobiernos que incorporen un color más al semáforo: el negro. Se preguntarán para qué —dijo Farías con aire de compadrito—. Bueno, cuando en cualquier cruce de calles, de cualquier ciudad, de cualquier país, aparezca el negro en el semáforo, entonces, deberán detener la marcha y apagar los motores. Y los conductores se darán cinco minutos para pensar, sólo pensar. Importante: hay que poner un enorme reloj en cada semáforo que mida el tiempo exacto. Imaginen, si no, el caos que puede generar.
En medio de los aplausos, sonó el timbre del recreo.
Todos salieron, menos Raquel y la profesora. Raquel guardó sus cosas y enfiló hacia la salida.
—Disculpame —dijo la profesora tomándola de un brazo—. ¿Tu idea era un invento para ser el primer ser humano que no se miente?
—Ah…, sí.
—Tengo otra clase en cinco minutos, y mírame como estoy: soy un desastre. Tengo una idea, ¿me prestás tu espejito?