Otro cuento de Navidad
Los días finales del año nos muestran cuánto odiamos lo viejo y deseamos lo nuevo, embebidos en la espera de que de una vez se termine el problema de seguir en un año, el cual no hemos realizado gran propósito, sencillamente diríamos que nosotros somos el problema de todos los años. Antes de un conteo regresivo, sea este del inicio del fin o del fin del inicio, hay una festividad inclusive más pasiva: Navidad.
Las luces adornan los lares desde las chabolas hasta los condominios, son coloridas e intermitentes; sin embargo, no son de utilidad si no hay quien las admire, es decir, si la familia no pasa Nochebuena en el hogar. Pues esa es la angustia de las mujeres ancianas, sobre todo de la señora Natividad, que ha engendrado únicamente a Salvador, obviamente con ayuda del emérito contador, Francisco Talavera. Este reposa en el canapé, al mismo tiempo que disfruta de su retiro y del tiempo infinito haciéndolas de otro mueble de la casa.
─Pancho, ¿sabías que nuestro Salvador ha prometido comprarme una cocina? ─dijo entusiasmada.
─A ver si se aparece por aquí. En lo que a mí respecta, no necesitamos una cocina tan cara.
─ ¡Claro que la necesitamos! ─Sucedió un silencio─. Así podré hacer platos internacionales, tanto será el tiempo que me sobrará, hasta me alcanzará para hacer postres.
El anciano paró oído al escuchar la palabra «postre».
─Sí es así, cómprate dos. Si algo no debe faltar en el almuerzo es el postre.
─Ves cómo tengo razón. Esa cocina cambiará nuestras vidas, te lo aseguro.
─Como quieras, con tal de que no dejes de cocinar está bien.
Llamaron a la puerta, prestamente fue Natividad a abrir; ella no quería malgastar un mínimo segundo. Llegaron, el hijo con la altivez que su presencia era una bendición para la casa, que su nombre no fue una casualidad, sino una confirmación al verbo «salvar» ─estaba en lo cierto, claro, desde el punto de vista de su madre ─, los niños con la alegría de visitar a los abuelos y la curiosidad de recorrer la casa en busca de una aventura; y la nuera con el desagrado en la boca por haberle tocado justo ese año para compartir las fiestas en casa de la suegra.
─Denme unos minutos, acabaré de arreglarme ─dijo Natividad azorada.
─No te preocupes, mamá. Mientras, voy a saludar al viejo.
Ingresaron con la calma que existe en una casa vacía.
─Papá…
─ ¡Ah!, ¿estás aquí? Ya ni recuerdo tu cara, creo que fue desde que te dieron ese «fabuloso» empleo ─dijo mascullando.
─Debe ser el Alzheimer ─replicó riendo.
─El corazón no olvida, peor el de tu madre.
─ ¡No seas exagerado! Es cierto que los he descuidado, pero hoy he de comprarle una cocina a mamá.
─Tú no entiendes… en fin, no vayas a decepcionarla.
─ ¿Cuándo lo he hecho? ─dijo subiendo de tono.
─Dime ahora, ¿a quién le afecta el Alzheimer? No negarás la Navidad pasada cuando tu madre…
Se oyó la voz de la susodicha.
─ ¡Hijo, ya estoy lista! ─Ella bajaba las escaleras vestida igual que el anterior año, él no lo notó porque no acudió a la festividad del año pasado ─. ¿Vámonos?
─Claro, ¡vamos familia! Nos vemos luego, papá.
─Regresen cuando quieran, y si no, al menos hagan el intento ─dijo sentencioso.
Las tiendas bullían de compradores, en algunos casos, la capacidad de los establecimientos estaba copadísima, tanto así que cada cliente debía pedir una ficha. Sin importar cuánta gente hubiese, Salvador compraría la famosa súper cocina, a manera de expiar culpas con su madre. La familia llegó al sitio indicado; directamente a la súper cocina, la cual nadie compraba por el altísimo precio adherido a las fiestas.
Natividad rezumaba a través de sus gestos gozo puro, la quintaesencia del espíritu navideño. Aunque no entendiese los términos ampulosos que usaba el vendedor, igualmente asentía con la cabeza, satisfecha de estar con la familia y la cocina multiuso. Sus manos arrugadas, resultados del azote del tiempo, palpaban la superficie de metal. El aparato era ingente, constaba de: doce hornallas, un horno casi industrial, una extractora silenciosa y muchos botones que se parangonaban con las lucecillas de su árbol navideño solariego.
La cocina sería entregada un día antes de Navidad, fue lo que más interesó a la anciana. Hecho el trato, la familia retornó al lujoso vehículo; Natividad dio un vistazo a la cocina que pronto cumpliría su propósito: «la mejor de las cenas navideñas jamás realizadas en la historia de la humanidad». Se despidió de ella con un ademán.
En vísperas de Nochebuena le entregaron la cocina, ella temía que nunca llegase, pero a eso de las tres de la tarde ya estaba instalada, ocupando un lugar especial en la casa donde su soberbia figura exigía respeto. La enjuta señora arrostró la magnanimidad de una cocina modernísima, sin embargo, no hubo lucha, dominó el gigante metálico en un santiamén. Puso a hervir los vegetales, preparó la masa de las tartas, dio sazón a la salsa, frio las papas, horneó las galletas, coció el pollo, sirvió el budín, e hizo demás proezas culinarias para el festín navideño.
A las diez en punto la cena estaba lista, a las diez y cuarto acabó de vestirse, a las diez treinta su marido se quejó de lo que veía en la televisión. A las once hizo la primera llamada, a las once cuarenta y cinco había llamado quince veces. A las doce fue Navidad y no pudo evitar que sus ojos se anegaran de ese líquido sentimental que todos conocemos; el marido se enfureció por el retraso, a las doce y media recogieron los platos sin siquiera haberlos servido. A la una menos cuarto recibió una llamada. «Mamá, no llegaré a la cena. Nos excedimos en la casa de mi jefe, y me queda muy lejos para conducir. Pero no importa, la cocina ya está comprada». «Ahora dime, ¿qué demonios voy a hacer con una cocina tan grande?», dijo Natividad limpiándose las lágrimas con las mangas del suéter, el mismo que usó hace un año y humedeció aguardando tras la puerta a que su hijo llegase para Navidad.