La niña pez
Álvarez era su apellido. Se sentaba sola en el medio de la fila y le decían la loquita. Sus enormes ojos eran dos protuberancias negras que sobresalían justo por encima de su insignificante nariz. Los niños le decían la niña pez y lo repetían hasta el cansancio. La loquita. Caminaba murmurando no sé qué cosa y se movía levemente hacia los costados. Recuerdo haberla evitado en más de una oportunidad. A veces el azar me guiaba hasta su nombre pero prefería evadir su mirada oceánica. Prefería no indagar en su espíritu, no sabía con qué podía encontrarme, le tenía cierto temor, así que cuando algún compañero ocasional se sentaba cerca y por señas me daba a entender que Álvarez hablaba sola yo les decía por lo bajo que la dejen, que estaba bien, que no pasaba nada mientras trataba de abolir cualquier intento de gracia, cualquier comentario hiriente “Trabajamos…” decía cortando todo avance “¡Vamos! ¡Vamos!”
En ella había algo más que locura juvenil, había un vestigio de súplica, un clamor de auxilio que la llevaba a desistir de una vida convencional llena de encuentros con compañeros, de besos a la salida del secundario como las demás chicas. Bastaba verla en su grupo, obligada a compartir salón con niñas de su edad que maquillaban su rostro y pintaban sus uñas deseando agradar a los chicos más grandes. Ella, estaba seguro, tenía pesares dolorosos y pese a que nadie sabía nada de su vida, me hacía a la idea que Álvarez era una niña maltratada, duramente castigada, que era encerrada en su cuarto y abofeteada por insignificancias. Creí en todo eso, claro, hasta que sucedió lo de la escalera, hasta que vi su rostro reflejado en el vidrio del salón cerrado hurgando entre las sombras.
Álvarez hablaba sola, tiraba codazos al aire como sacándose de encima a un interlocutor molesto. Ninguna de las chicas de su curso se juntaba con ella. Se sentaba sola como ausente la mayor parte del tiempo. Hasta que apareció Ezequiel y le dijo lo que le dijo. Ezequiel era de los más callados dentro del salón. Siempre estaba en la periferia del grupo de poder que los más osados del curso habían armado. Pero Ezequiel quería pertenecer. No quería ser parte de los chicos maltratados. No quería recibir golpes ni ser centro de bromas de mal gusto siempre a la orden del día. Por eso. Con Álvarez en el momento más crítico ocurrió todo lo que acontece en estas líneas.
Se decía que en el segundo piso había un salón que se mantenía cerrado y que dentro podía verse el fantasma de una niña desfigurada, que la niña recorría los pasillos por las noches y que estaba prisionera en ese colegio. Alguien aventuró a decir en alguna oportunidad que sus restos habían sido desenterrados cuando se asentaron las bases de ese colegio y fuera de un campo santo había quedado el almita errabunda. Nadie nunca quiso creer en esa historia. Ni en esa ni en ninguna de las historias que se tejieron en su entorno. Uriel lo llamó a Ezequiel y le dijo que le preguntara y ella contestó con otra pregunta “¿Ustedes también la ven?” Ezequiel tuvo miedo. No era lo que pensó que ella le iba a contestar. Pero si en Ezequiel hubo miedo hubo mucho más deseo de pertenecer a ese grupo que como a un subalterno le había impartido la orden de avanzar, de no retroceder nunca. Así que Ezequiel dijo que sí. Pero Álvarez no tardó mucho en comprobar la falsedad de tal afirmación porque según ella “su amiga” le dijo que eran todos unos mentirosos refiriéndose a Ezequiel, a Uriel y toda esa malandrada de pibes facinerosos. Parece que Álvarez le siguió el juego y que por un tiempo fue el centro de todo tipo de burlas. Parece que Ezequiel durante ese lapso fue dichoso o creyó serlo en compañía de aquellos que había ganado como nuevos amigos con su intrépida aventura de reírse de una piba loca, de una niña pez de mirada oceánica.
Álvarez esperó. Esperó. Y cuando tuvo la oportunidad actuó. Esa mañana la profesora de inglés pidió hablar con cuatro alumnos. Ezequiel nunca fue bueno con el idioma. Álvarez mucho menos. La profesora habló de oportunidades, de cierres de trimestres, de esfuerzos y de actitudes. Ni Álvarez ni Ezequiel prestaron mucha atención. La profesora dijo que todo lo que tenía que decir lo había dicho y les pidió que bajen. Los chicos salieron y fue allí cuando Álvarez lo tomó del brazo y le dijo si quería verla “¿Qué cosa?” preguntó Ezequiel “¡A la nena!” dijo Álvarez y a Ezequiel se le crisparon los pelitos de la nuca, los mismos que se le crispaban cuando don Antonio le cortaba el pelo y le pasaba la navaja para terminar el corte. Ezequiel no quiso ser menos. Quiso tener una gran historia que contar a sus secuaces. Así que la miró y le dijo que sí “¡Vamos!” dijo Álvarez y en vez de descender subieron las escaleras que los llevaba al segundo piso. Era tarde para arrepentirse. Ezequiel iba detrás. Podía verle las dos protuberancias que le nacían a ambos lados de la nariz a la niña pez cada vez que esta miraba hacia los costados y hacia atrás para comprobar que no había nadie más que ellos. Tenía miedo, por eso para sus adentros, se repetía que era un imbécil. Miedo de qué. Si no había nada en ese lugar. Solo era una pibita loca que creía ver cosas. Llegaron a la puerta del salón y Álvarez esperó a que Ezequiel se le pusiera al lado. Y cuando lo tuvo bien cerca sacó la llave “¿Y eso?” dijo Ezequiel que ya había entendido todo. Ella dijo que se lo había sacado a Alcides, el de mantenimiento. Le preguntó si tenía miedo y Ezequiel dijo que no y pudo ver en el reflejo del vidrio de la puerta del salón su propia sonrisa nerviosa. Álvarez abrió la puerta y le dijo que pase que la nena estaba adentro, que no era mala. Y Ezequiel pasó.
Esa mañana salí de la sala de profesores antes que tocara el timbre. Había olvidado mi lapicera e iba por ella cuando me cruce a Alcides. Traía dos sillas y algunas herramientas de trabajo. Me pidió si no le daba una mano para llevar todo arriba. Estaba encolando unas sillas desvencijadas. Le dije que sí. Mi lapicera podía esperar. Subimos. Y fue cuando me disponía a volver cuando la vi y cuando escuché el grito. Álvarez estaba enfrente de la puerta del salón que siempre permanecía cerrado. Sus pies clavados al piso, se movía como una autómata de izquierda a derecha. De golpe su mano tomo el picaporte y cerró con todas sus fuerzas. Luego cerró con llave, quebrándola luego y dejando parte de la misma dentro de la cerradura. Los gritos de Ezequiel atronaron en todo el segundo piso. Dicen que pudieron escucharse hasta en planta baja. Fui lo más rápido que pude hasta la puerta donde se encontraba Álvarez. Lo primero que vi fue el reflejo de su rostro en el vidrio y la cara de espanto de Ezequiel del otro lado de la puerta pidiendo por favor que lo dejaran salir.