En línea

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En línea

¿Has hablado con la abuela?

Todos los días la misma pregunta, y todos y cada uno de ellos recibían la misma respuesta: “No, ahora voy.”

Antes de ser mayor de edad uno piensa que lo sabe todo, una vez pasados los veinte te das cuenta de que no tienes ni idea de nada. Mi abuela, sin embargo, siempre sabía qué hacer, qué decir y qué pensar. Y sí, lo digo en ese orden porque parece que aún hoy en día me llegan antes a la conciencia sus acciones que sus palabras o sus pensamientos.

Ella está sana, no la tengo que llamar por nada preocupantes, pero mi madre sigue ejerciendo de pepito grillo sin remuneración alguna; y no la culpo, al contrario, la admiro.

Seguramente te estés preguntando, ¿y por qué insiste en que llames a tu abuela? La respuesta es sencilla, por la misma razón por la que de pequeños nuestros padres nos recordaban que dijéramos gracias cada vez que alguien nos daba algo o que levantáramos la mano en señal de agradecimiento cada vez que un coche nos dejaba pasar por el paso de cebra. Por el simple hecho de hacer saber a los demás que estás agradecido por las acciones que realizan.

En este caso, mi abuela no hacía nada en especial, simplemente seguía su rutina esperando una llamada, y no es de extrañar, pues su amor incondicional por la familia le hacía mirar el teléfono cada vez que terminaba una tarea, como si este fuera a encenderse casualmente y empezar a sonar. Para ella, no había mayor placer, y por eso, antes de que mi madre me lo dijera, cogí mi teléfono y la llamé.

 

“¿Sí?”

“Hola abuela, ¿qué tal estás?”

“Hola cariño, bien, muy bien, ¿te ha dicho tu madre que me llames?”

“No abuela, esta vez no.”

“Vaya, que alegría. Pues cuéntame, ¿qué tal llevas el día?”

“Muy bien la verdad, como es sábado me he tomado la mañana libre y he decidido ir al campo a pasear. ¿Tú qué has hecho?”

“Yo me he puesto a colocar unos papeles y, ¿a que no sabes qué he encontrado?”

“No, claro, ¿el qué?”

“Un dibujo tuyo, de cuando ibas al colegio.”

“¿Mío? ¿Y que se ve en él?”

“Se ve una niña rica y feliz repartiendo oro a la gente. Lleva unos pantalones largos que le cubren los zapatos y una camiseta de varios colores. El pelo lo tiene pintado a trozos, por lo que intuyo que no serías capaz de decidir su color…”

Mi abuela no me estaba describiendo un dibujo mío, lo que hacía era describirme una foto. Ésta en concreto se hizo en un cumpleaños que caía en Pascua, y en el que pintamos huevos de diversos colores para al final jugar a una guerra de huevos. El pantalón no era largo, pero sí me tapaba los zapatos porque estaba absolutamente empapado. Yo no tenía la camiseta de colores, sólo estaba manchada de todos los huevos que ya me habían lanzado. Y por lo tanto, como ya habréis intuido, el pelo no estaba coloreado a medias, simplemente tenía tal destrozo entre las cáscaras, los colores y  la explosión de los huevos que no había quien distinguiese de qué color era para entonces mi pelo natural.

Ella era feliz narrándome una historia creada de la nada sólo para mantenerme en línea. No la importaba la razón de la llamada, ni la duración, sólo quería contarme un cuento más, como cuando era pequeña, como cuando era ingenua, como cuando no sabía hacer nada más que pedir un cuento más.




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