El pato impar
Atravesando el lago a la velocidad que le permitían sus cortas patas, el pato solitario se acercaba a la orilla. La arena se doraba al sol y los juncos se mecían al viento. La pequeña playa soleada estaba cuajada de plumones blanquecinos. Sin duda, los gansos habían estado allí recientemente.
Los habitantes del lago le vieron arribar a la playa y trepar la suave cuesta con sus pasitos inseguros y torpes. Desde lo alto de la pared rocosa, la bandada de grajos le saludó con sus graznidos y el pato solitario puso el contrapunto con su voz grave, como si llamase a alguien. Pero nadie se acercó. Apoyó firmemente sus patas en la arena y miró a lo lejos. Nadie. Apenas el viento rizaba suavemente el agua, quebrando el espejo en que se miraba la altiva roca.
De detrás del cercano cañaveral surgió otra voz destemplada. Otro pato blanco surcaba el lago en dirección a la playa, lanzando su gangueo al aire en una secuencia de sonidos graves, repetitivos, inarmónicos. El pato solitario se puso alerta y contempló al recién llegado fijamente, pero éste, sin prestarle atención, continuó con su elocuente llamada. Nadó aprisa, trazando amplios círculos aproximándose y alejándose de la playa. A los pocos minutos apareció ella. La pata blanca se acercaba tranquilamente, respondiendo a la llamada de su macho. Este se acercó a ella, gritándole suavemente una cantinela monocorde, reprendiéndola por su tardanza. Y, ya juntos, nadaron hasta la playa. El pato solitario no se movió todavía. Oteó el lago y vio cómo el espejo del agua reflejaba mil veces el vuelo de los grajos que gritaban incesantemente. ¿A quién llamaban esos?
Se levantó perezosamente y se introdujo en el agua, nadando hacia la pareja con disimulo, trazando pequeños semicírculos cuyo radio disminuía, hasta acercarse a ellos. La hembra le miró de reojo y el macho le enfrentó abiertamente. Su actitud indicaba que le esperaba, que se preparaba a rechazarle sin contemplaciones. Y, claro, no se acercó. Lanzó su triste gangueo al viento en una llamada sin respuesta. Aún dejó flotar su blanco cuerpo un rato más, cerca de la pareja. Finalmente, se alejó hacia el extremo sur del lago, donde aves silvestres reposaban camino de sus destinos migratorios.
La pareja blanca paseó sus cuerpos muy juntos sobre la superficie del lago, impulsándose apenas con una parte de la membrana natatoria. Esperaron cerca de la orilla. Al poco rato, nuevos movimientos ondulantes del agua anunciaron la proximidad de otros habitantes del lago. Una nueva pareja de patos, él negro y ella blanca, avanzaban hacia la playa dejando tras de sí una estela en el espejo de las aguas.
Desde el sur del lago, la blanca figura del pato solitario avanzó con movimientos inseguros. Se acercó tímidamente a la nueva pareja, como solícito de compañía, pero el líder, que era el macho negro, desvió el rumbo hacia la izquierda y la hembra le siguió deslizándose tras la nueva estela que su pareja dejaba tras de sí. Ambos alcanzaron la orilla y ascendieron torpemente hasta la arena seca y soleada, donde los patos blancos cuchicheaban muy juntos, mirándose de frente con los cuellos curvados y los picos casi unidos. Los cuatro patos se secaban las plumas al sol. Los blancos, siempre muy juntos; la pareja blanca y negra, siguiéndose a corta distancia. El pato solitario quedó en el agua, cerca de la orilla, mirando a los otros. Él no se secó las plumas al sol. Era impar.
De pronto, un agudo grito rompió definitivamente el silencio de la mañana, pues otros gritos y cacareos de elevada tesitura le siguieron. Se acercaban los gansos, alborotando estrepitosamente. El mayor de todos, blanco y orgulloso, guiaba la comitiva con movimientos rápidos y firmes y sus gritos resonaban sobre el griterío de los demás. Algo explicaba a la manada y ésta respondía y coreaba su mensaje. El escándalo que formaban acalló los graznidos de los grajos y los graves gangueos de los patos. Avanzaban los gansos de forma inexorable, conducidos firmemente hacia la playa por el macho blanco. A medida que se aproximaban a ella, las dos parejas de patos se apartaron un poco, como para dejarles sitio. El pato impar se dio la vuelta y volvió a alejarse hacia el sur, seguramente rumbo a los altos juncos del extremo sur del lago, entre los cuales reposaban las enigmáticas aves migratorias.
Los gansos se adentraban ya en la playa gritando desaforadamente. Los patos añadían su grave contrapunto y los grajos graznaban de nuevo, lanzándose en picado desde la roca más alta hasta la copa del más alto de los chopos que poblaban la orilla. Había comenzado el concierto lacustre. Una bandada de patos silvestres, negros con bandas azules, cruzó por el aire aleteando sonoramente y emitiendo gangueos de crujientes y guturales. No llegaron a tropezar con los grajos porque volaban a diferente altura, pero estuvieron a punto de mezclarse con un grupo de palomas torcaces que atravesaban el cielo a escasos metros de distancia y que protestaron airadas:
– ¡No se puede volar a esa velocidad!
Aumentó el estrepitoso concierto el lejano ladrido de un perro y hasta los peces añadieron el sonido de sus zambullidas que, precedidas por ligeros saltos, recordaban el goteo de un líquido en una copa de cristal. El viento sumó un nuevo instrumento a la orquesta, sacudiendo las ramas de los sauces que llegaron a besar el agua agitada. Uno de ellos, el más bondadoso, se inclinó protectoramente sobre el cañaveral de tallos apretados, como si guardase algo valioso en su interior húmedo y encenagado. Las copas de los álamos se movieron murmurando algo y los chopos balancearon las suyas al compás del murmullo.
Poco a poco, volvió el silencio al lago. Las palomas, los patos silvestres y las aves de paso continuaron su vuelo, perdiéndose hacia el sur. Los grajos retornaron a sus nidos en la alta pared rocosa y el viento se calmó, devolviendo a las aguas su apariencia de espejo. Las mariposas, aturdidas, reemprendieron su revoloteo silencioso bajo las ramas, ahora aquietadas, de los sauces llorones. Los gansos se adormecieron sobre la playa y las dos parejas de patos se lanzaron de nuevo al agua, alejándose de la orilla.
Y, ya en silencio, el pato impar se aproximó de nuevo. Los habitantes silenciosos del lago le vieron llegar a la playa. Las mariposas se atrevieron a cruzar sobre su cabeza, los peces le acompañaron parte de su recorrido y los juncos se estremecieron levemente a su paso. Ahora, los gansos se desperezaban junto al agua, esperando a que el jefe se decidiera a adentrarse en ella para seguirle. Algunos, más ávidos de humedad y transparencia, remojaron impacientes sus patas. Ya se acercaba a ellos el pato solitario y tímido pero atrevido, se aproximó a una de las hembras que le miró con coquetería.
– Pero, bueno – se empezaba a encrespar el jefe ganso – este estúpido no consigue una hembra de su especie y viene a tontear con las nuestras, ¡si le doblan en tamaño!
Le dejó acercarse un poco más, para comprobar el alcance de su atrevimiento. Luego, cuando ya el pato casi rozaba a la gansa, se acercó a él lentamente, con la cabeza orgullosamente erguida y la mirada fija y penetrante.
No tuvo necesidad de gritar. El pato solitario comprendió y giró 180 grados, alejándose unos metros. Los habitantes del lago le vieron nadar lentamente hasta perderse entre los juncos del fondo. Las palomas arrullaron compasivas, lamentando la soledad del pato impar y contemplando cómo el blanco plumaje aparecía y desaparecía entre el verdor del bosquecillo. Los grajos, emparejados en sus altos nidos, giraron silenciosos las negras cabezas para verle desde su perspectiva, blanco sobre verde. Solamente el gran sauce llorón de la playa le dijo adiós con sus ramas más adelantadas sobre el agua.
Las románticas mariposas imaginaron una historia sentimental sobre aquel pato enamorado de una gansa y se la contaron a las palomas que, sentimentales, corrieron la voz entre arrullo y arrullo. Los grajos que las oyeron irrumpieron en airados graznidos ante tamaña inmoralidad
– ¡No puede ser! ¡Sois unas fantasiosas!
Las comadrejas y los topos que correteaban por la orilla detuvieron su incesante quehacer para contemplar al pato impar cuya blancura resplandecía de vez en cuando entre los juncos de la otra orilla. Los gorriones, más prácticos, se dedicaron a recoger plumas de pato y ganso para robustecer y mullir sus nidos.
El siguiente día amaneció con esplendores estivales, aunque había empezado el otoño. Los grajos perseguían enconadamente a los insectos y los gansos se desperezaban al sol en la orilla de arena dorada. El gran sauce secaba al sol sus ramas, templando el recinto de su sombra, donde revoloteaban las últimas avispas. De pronto, el sauce inclinado sobre el cañaveral, sin impulso del viento, entreabrió sus ramas protectoras, separando las cortinas de sus hojas. Las cañas y los juncos se agitaron suavemente, aunque no soplaba ni la más leve brisa. El agua transparente que rodeaba el cañaveral se cuajó de ondas circulares y un sonido grave y profundo rasgó el silencio de la mañana. Una forma blanca se abría paso por entre los juncos, las cañas y las ramas colgantes del sauce protector y unos segundos más tarde irrumpía en escena una hermosa pata blanca, resplandeciente y satinada que nadaba lenta y cuidadosamente hacia el centro del agua. Los habitantes del lago contaron detrás de ella hasta nueve pequeños patitos casi recién nacidos, apenas cubiertos de pelusa amarilla y aún un décimo, más pequeño y completamente negro. Majestuosamente, con el aire orgulloso y cansado de largos días de incubación, se dirigió ahora la pata hacia la playa, seguida de su estela viviente amarilla y negra que nadaba rápidamente, apiñada y despierta.
Las palomas arrullaron enternecidas, los grajos organizaron un vocerío ensordecedor de bienvenida y las mariposas revolotearon sobre las cabezas de los pollitos. El gran sauce preparó su ramaje para dar cobijo a la pata y a su prole y ésta se dirigió a él, volviendo de vez en cuando la blanca cabeza para verificar que los diez patitos la seguían. Solamente el negro se despistaba unos centímetros y había que llamarle al orden para que no se separase del grupo amarillo. Salieron a la playa y picotearon todo lo picoteable.
Al poco rato, los habitantes del lago vieron surgir, procedente del extremo norte, la blanca figura del pato impar. Nadó directamente hacia el cañaveral y, sin entrar en él, desde el exterior de la cortina de juncos, cañas y ramas, emitió su llamada monocorde, grave y reiterativa. Pronto vieron entreabrirse los juncos y aparecer a la pata que, seguida de cerca por los diez patitos, se emparejó con el macho y ya, juntos, reemprendieron el camino hacia la playa, en la que el pato impar presentó ostentosamente a su hembra y sus polluelos a las palomas, a las mariposas, a los gorriones y a los grajos.