La Criatura que Vagaba por la Sabana

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La Criatura que Vagaba por la Sabana

Oki se sentía solo esa tarde y salió a pasear por la sabana.

El realmente era de la selva exuberante, pero se había mudado porque el dosel arbóreo, aunque más ruidoso, le resultaba abrumadoramente desolador por las noches. Para su desdicha, en la sabana las cosas no habían cambiado mucho.

Esa tarde necesitaba conversar con algún mamífero, que más daba un reptil, sobre las cosas de animales, ver qué opinaba otra criatura sobre la “idílica” puesta de sol que coloreaba a diario la “inconmensurable planicie”. Alguien que le animara con una metáfora poética del ocaso; luego de los 4015 atardeceres que recordaba (Teniendo 15 años), aquel evento astrológico ahora solo le parecía un apagón increíblemente perezoso, cual consumía sus sesos hasta que el monte anaranjado comenzaba a opacarse de verde oscuro y por lo menos el sonido de los insectos presumiendo la inagotable capacidad de silbar y el frio que se colaba bajo los dos dedos de sus patas que apoyaba, o el aspecto espectral de la luna proyectada sobre los cuerpos acuáticos, le daban en que pensar.

Pensar, no charlar, porque estaba solo.

Y entonces aprovechando esa compañía, preguntaría si había un lago del otro lado de la sabana donde el agua no supiera a elefante, o los cocodrilos no aprovecharan para pescarle del cuello o los leopardos no asecharan agachaditos, esperando a que estuviese saciado, fresco, tranquilo y con la panza llena de agua para ¡Zas!… porque ¡Vaya! esos tipos no le bastaba con perseguir a las gacelas todo el día, también querían merendar lo que encontraran por ahí mal parado.

Tal vez, mil leguas más al sur o al norte, caminado con los ojos estrechos por el sol que confrontaba su rostro, encontraría un lago con esencia de Loto azul, donde se permitiría catar brebajes exóticos con hembras que traían odres desde las pirámides, o por lo menos, encontraría algún compañero, que le contara mágicas historias como el mito Mukulu de la creación, la explicación de la extraña forma de los baobabs, o la leyenda de Seetetelané; brindado así un nuevo aire al ecosistema bipolar de lluvias y sequias, o pues le convencería de volver a su selva.

Esa tarde se peinó lo mejor que pudo los osiconos que sobresalían de su cráneo y estaban más encrespados que de costumbre, se dio un chapuzón en el riachuelo cercano, aprovechando que no se había zambullido ningún pariente de cetáceo y salió de “cacería” como decían las hienas profiriendo risas.

Primero encontró a las Jirafas; aquellas señoritas esbeltas y refinadas le hacían saltar los ojos a cualquier mamífero ungulado capaz de mirar fijamente el sol, o saltar como canguro, porque su cuello llegaba casi hasta las nubes, y vaya que allá arriba sus rostros se veían más angelicales, y agraciados, por los haces luminosos, el bronceado natural y la piel tonificada a punto por el aire puro, y ¿a quién no le encantaba aquellos cuellos largos? les permitía alcanzar cualquier fruta, inaccesibles hojas de acacias, u observar los pececitos en el fondo del agua y hasta en humanos inspiraba cultura o arte… Pero había un problema… a pesar de que Oki tenía osiconos simpáticos, bien peinados como el de las Jirafas, y un rostro casi tan despreocupadamente alargado, no era un macho dominante con 2 metros de cuello, cráneo de roca calcárea, ni sentía ánimos de reñirse en las tretas “necking” que armaban los viejos jirafas cuando no andaban vagando solitarios. Él no rebasaba el metro ochenta de estatura y su cuello parecía el de un antílope. No obstante, decidió valerse de la imaginación, porque allí se encontraba:

O trepaba de una rama con los dientes porque no tenía pulgares, o esperaba que una jirafa se agachara a saciar su sed con agua, para conversar. El asunto era que seguramente le chipotearían la cara porque eso pasaba cuando hablas con alguien que bebe de un lago.

Así que se acordó de un cuento que le había escuchado narrar a un grupo de humanos que acampaban en la sabana, sobre un hombrecito que le crecía el hocico cuando decía mentiras y se le ocurrió que si decía “semi-verdades” aderezadas con realidades selváticas, tal vez le crecería el cuello.

-Sí, es que estuve del lado norte de la sabana y mirar los nutritivos rayos solares desde tan elegante proximidad hizo que se me pusieran los ojos verdes como luz de luciérnagas.

Las Jirafas al escuchar tan fabuloso relato comenzaron a prestarle atención aunque no le observaban.

-Y probé una fruta llamada Roibos que hizo que mi cabello pálido adquiriera un tono dorado tan brillante que ante los rayos del sol, yo desaparecía.

-¡Uauaoo! –roncaron las Jirafas. Oki sintió que su cuello ascendía, sí, alcanzaba las nubes.

-El agua de arrollo, era tan dulce que después ni las hienas me miraban; luego de darme una ducha allí, con mis ojos deslumbrantes, mi tono de piel cegador y mi dulzura empalagosa, parecía un melocotón cubierto de miel de abejas y aderezado con hojitas de menta.

-Uy debió ser súper difícil ser tan bello- le seseó una Jirafa con manchas en forma de flores y Oki se sintió allá donde Bumba, el dios de los Boshongo, escondió el rayo, entre un velo de nubes que disimulaban su rostro, y  trataba de mantenerse a esa altitud que otorgaba la “magia de sus palabras” ya que él rostro de melocotón cubierto de miel y aderezado con menta era lo único que le interesaba a esas jirafas.

Se atribuyó la epopeya de evitar un conflicto entre dos bandadas de aves que se acusaban de plagio por emigrar en una alineación de V idénticas; él les indicó que compartieran el sistema www, les aportaría mayor fluidez y conexión social. Luego contó que sus manchas expuestas al exquisito clima tropical –U ecuatorial, desestimando el error humano- podían adoptar cualquier forma y volverse tatuajes personalizados.

-Te imaginas, yo me haría un tatuaje de Jirafa- elucubró una con machas romboides…

Y al final dijo que había probado la nieve, un fenómeno con aspecto de algodón, llamado glaciar, que no le había gustado a razón del gusto salado, eso le obligó meter la cara en un panal de abejas, que no le habían picado debido a su aurífera tonalidad, pero si le habían llevado volando sobre los morichales y…

Comenzó a cansarse de toda aquella parafernalia, se le agotaban los relatos increíblemente creíbles, la nube de semi-verdades se difuminó y las jirafas observaron su rostro… verdadero.

-¡UY! Amigo, tienes que viajar de nuevo a esa zona, porque ya ni a camello alcanzas…

-Fushi, solo veo piel de jabalí, ojos de cocodrilo, y manchas de hiena…

Las jirafas rieron como chimpancés, el cuello de Oki cayó como un espagueti sobrecosido, y fue a tener de lleno contra un charco que olía a bestia. Permaneció allí por un buen rato, sumergido en su desdicha, sus pensamientos; copiosas ondas en el agua generadas por gotas saladas, hasta que recordó que habitaba otras criaturas en la sabana.

Atravesó el vecindario de los Buitres que se aprovechaban de las desdichas, y no muy distante, el de los leones, que dormían de panza arriba, mientras sus mujeres cazaban y traían el botín a los pequeños, y finalmente llegó al aren de las cebras.
De primera instancia se sintió confundido ante el efecto cinético que producía la multitud de rayas, era difícil distinguir donde comenzaba una y terminaba la otra, se movían bajo una secuencia en la que solo ellas encajaban; sus relinchos, orejas alzadas y ojos atentos parecían seguir un código, que se reducía a cosas sencillas y pragmáticas.

-¿Qué te parece esa cabra?

-Loca

-Y qué opinas de aquel antílope…

-Extraño

-Y aquel Buey

-Fofo

Oki lo comprendió rápidamente, tenía que calificar a los animales y elementos, desdeñosamente, así encajaría.

-¿Que simple está el pasto no?

-Insípido- Puntualizó Oki feliz porque le preguntaran algo.

– ¿Y qué tedioso el atardecer no?

-Uff – Dijo Oki, eso realmente lo había pensado.

-Y que cursi aquella cebra les está dejando comer el mejor pasto a su amiga

-Que buey… -Contestó Oki ya sin muchas ganas porque realmente le hubiese gustado una amiga así…

-Y que dices de aquel canto de aves, ¿súper aburrido no?

Entonces, ya no pudo aguantar más eso de ser blanco y negro, a él, sí le gustaba lirismo de las criaturas cantando con inmensa variedad y matices, la armonía de las cosas que eran bellas sin buscarlo y no la monotonía del silencio o de cualquier cosa que se le ocurriera decir a los equinos rayados.

Las cebras se dieron cuenta de que el solo tenía franjas en sus piernas y calificándoles de bicho raro le ignoraron.

-Tu más bien pareces un caballo… -le dijo una de ellas- vete al establo de los humanos.

Oki se largó de aquel lugar sintiéndose sumamente desdichado. No era cebra, no era jirafa, y por supuesto tampoco se sentía caballo; la verdad las cuadrúpedas de trote refinado eran atléticas, pero no se les veía comúnmente por la sabana, e ir al establo de un humano tal vez era peor idea que seguir solo en su rincón con los insectos y arbustos opacos.

Oki vagó solo por la sabana, se sentía tan solo y desabrido, no temió que algún depredador fuera a devorarlo. Sentó a orillas de una laguna cercada por gramíneas cobrizas, y se quedó medio dormido bajo la sombra de un baobab no más torcido que su ánimo.

Progresivamente su conciencia comenzó a quejarse con autonomía…

-No soy cebra, no soy jirafa, no soy caballo… ¿soy de la selva o de la sabana?… ¿Dónde está el lago con gusto de loto azulado? la Aristida que no da comezón al tacto, el amigo que me deje el mejor pasto, la criatura que no denigre si tengo manchas o secuencia afinada, si mi cuello es para Acacias o Albizias. ¿Dónde está quien disfrute el recitar de las aves a mi lado? y quién ya haya aprendido distinguir los silbidos de los grillos, los sapitos y las chicharras, dónde está quien me devuelva la primicia del ocaso y me diga que es lento porque en la vida las cosas más bellas se consiguen con paciencia, se disfrutan como un postre, bocado a bocado, y con cada puesta de sol se va un día que nos arrepentiremos de no haber degustado.

Oki abrió los ojos y se dio cuenta de que no era su conciencia… él se consideraba un ser profundo y hasta filosófico pero aquello le había superado. Esa conciencia tenía otro timbre, inflexiones que no alcanzaban su voz tosca y plana. Allá, del otro lado del lago observó a una criatura con osiconos peculiares, con rostro de jirafa, sin manchas y sin cuello prominente, con piernas de franjas como cebra pero cuerpo de caballo y una mirada que le mostraba otra forma de ver la cadencia del sol.

Al principio denigró, irónicamente, que cosa “tan rara”… luego, miró su propio reflejo allí frente al lago y se dio cuenta que él no era muy diferente a la dama que observaba. Ella era otra Oki, esa que estaba buscando.

No habría tenido que salir siquiera de la selva, ni cruzar las hectáreas ondulantes de la sabana, ni subir hasta las nubes, ni volverse un claro oscuro o aislarse domésticamente en un establo. Solo debía ser un Oki para que otro Oki pudiera encontrarle.

Recogió agua con una hoja de nenúfar, para Okapia, suponiendo que estaba tan sedienta como él por todo el viaje. Ella bebió y le dejo un poco, para que él disfrutara el sabor a melocotón de un loto flotante, y ambos miraron, por primera vez, después de tanto, como Djambé dejaba caer su capa dorada como alfombra para que su enamorada Damako subiera a iluminar la noche a los guerreros de antaño.

Postdata: Esta es una historia figurativa… De seguro todos los animales aquí mencionados son agradables, valiosos, pero las he aprovechado de tal forma dentro de este contexto literario.




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