Soñar un sueño
SUEÑO
Sé que era una bochornosa tarde de principios de otoño por dos motivos. El primero, porque la humedad del entorno podía casi palparse y, el segundo, porque es mi estación del año preferida. Cuando las noches se alargan y los días se refrescan. El ambiente estaba salpicado con la luz anaranjada de un atardecer tempranero que no había logrado sofocar el sopor pegajoso que se pegaba a la piel. La vivienda, en principio, era totalmente desconocida para mi, pero claro, me movía por ella como quien está acostumbrada a visitarla. Es más, diría que vivía en ella. Era una planta alta, de un edificio antiguo, al que se accedía a los diferentes rellanos tras una amplia escalera que se enroscaba sobre si misma. No sé si lo había visto, pero tenía la absoluta certeza de que así era. Me encontraba en un espacioso salón, al que se accedía por dos puertas y, frente a éstas, una pared en la que se abrían al exterior una sucesión de alargadas ventanas, las cuales, vestidas con recargadas cortinas, estaban abiertas para intentar refrescar el ambiente. Era una escena distendida.La conversación fluía, salpicada de alguna risa. Un grupo de conocidos reunidos en un salón que cada vez me era más familiar. Alguien dormitaba en un sillón junto a una de las ventanas, otro llevaba la voz cantante relatando anécdotas que nos eran comunes.
De pronto reaccioné, como si yo fuese la única consciente de que ese no era el tiempo actual. Sabía porque estaba allí, era el momento en el cual podía decirles lo que echaba de menos esos ratos, cuánto les echaba de menos a ellos. Decir lo que no se tuvo oportunidad o repetir mensajes que siempre eran bien recibidos. Como si fuese una película, notaba que la cámara me enfocaba a mi, que era en ese instante cuando tomaba yo la voz. Pero hay un movimiento en la puerta que tengo más cerca, y la cámara se desplaza hacia ella a la vez que me voy girando. Y le veo entrar. Y no, no puede estar allí; él había fallecido años antes y en cambio, ahí estaba, avanzando lentamente hacia mi. Me llegaba su aroma de recién afeitado, y estaba a punto de volver a oír su voz. Es curioso como todos estos años, al recordarle, era el nombre de mi abuela cuando él la llamaba, lo primero que recordaba. Que oportunidad, volver a conversar con mi abuelo después de todos estos años. Le hablaré de mi vida, de mis hijos…qué boba, en esa época que revivo ellos no han nacido aún. Qué extraño es esto. La conversación ha cesado, desvió la mirada y al volver a mirar, mi abuelo ya no está. No hay nadie, no estoy en el salón de aquel piso en el que viví hace tantos años. En el que, ahora lo sé, soñé tantas vidas.
Despierta, me encojo un poco más bajo el nórdico. Estaba siendo todo tan agradable. Inspiro profundamente y decido que mejor levantarme ya, a riesgo de quedarme dormida de nuevo. Abro los ojos. Durante la noche, ha debido de haber un apagón pues el despertador muestra su oscuridad en vez de esos tenaces e implacables números. Es extraño, porque los interruptores de luz si muestran su discreto led rojo. Hay poca luz en la habitación, apenas se filtra por la persiana del balcón. En cambio, una intensa claridad se adivina en el pasillo, buscando escabullirse y adentrarse bajo la puerta del dormitorio. Al incorporarme, descubro a los pies de la cama el ya ajado batín que tomé prestado unas navidades de mi padre y que nunca le devolví. Suelo tenerlo colgado en una inaccesible percha del vestidor, ante el poco uso que ya le doy. Aún así me lo pongo y me envuelve una fragancia familiar, que hacía tiempo que dejó de estar en el tejido.
Las zapatillas, alineadas junto a la mesilla, incoherente con la búsqueda bajo la cama que hago todas las mañanas de ellas.
Me dirijo hacia la puerta que, al menos, sigue estando en el mismo lugar. Con el pulso acelerado salgo del dormitorio, expectante. Oigo murmullos en el salón y al asomarme, descubro que vuelve a ser el de las cargantes cortinas y las risas antiguas. Entro por una puerta y sin reparar en quienes están allí, voy hacia la otra en busca de mi abuelo, porque ya sé qué conversación quiero tener con él. Pero este salón no tiene la doble puerta y me enfrento a una pared repleta de fotografías enmarcadas. Es como si de mi álbum familiar se hubieran escapado todos esos momentos que intenté perpetuar en papel y que ahora contemplo con la distraída y sincera sonrisa que se dibuja en nuestro rostro mientras rememoramos. Se me humedecen los ojos con tanto recuerdo reunido y, abusando de cursilería, se me dilata el corazón de tanto amor compartido.
Con esa mueca sonriente despierto, ahora si y me desperezo en la cama, intentando atrapar las huellas del sueño que he tenido, porque sé que a lo largo del día se irán borrando. Y me fascina pensar como algo tan tangible, tan sentido mientras dura, con el paso de día se convierte en apenas un sutil esbozo que cuesta recordar. Soñamos porque vivimos y viceversa. Y recito para mi “¿Qué es la vida? Frenesí…bla, bla…que la vida es sueño… bla, bla” mientras distraída busco las zapatillas debajo de la cama. Me sobresalto al descubrirlas, a sus pies, perfectamente colocadas.