Condenado.

Condenado.

En uno de esos pequeños pueblos mineros. Las casas, extremadamente juntas, tenían un color grisáceo y apagado. La niebla invadía las calles vacías.

Entre la densa maraña blanca se abrió paso la figura de un hombre, enteramente vestido de negro. Llevaba la capucha calada sobre los ojos, de manera que no se le distinguían.

Mientras caminaba notaba el golpeteo del arma, guardada en el amplio bolsillo de la cazadora, contra su costado.

La niebla limitaba la vista, impidiéndole ver a más de unos pocos metros, pero él conocía bien el camino. Además, nadie podía ver lo que se disponía a hacer.

 

Continuó caminando hasta que la carretera se convirtió en un camino polvoriento y pedregoso. A su izquierda se abría la mina, pero esta vez no le interesaba entrar.

Sin embargo, ascendió por la ladera de la colina que quedaba a la izquierda del camino.

Si uno sabía buscar entre los arbustos, podía encontrar la entrada a las cuevas donde realizaban los rituales, pero siempre se encargaban de que nadie llegara hasta allí.

 

Tras apartar varios matojos y piedras, pasó a una de las cavernas. Le estaban esperando.

-Llegas tarde.

Conocía bien aquella voz grave, y también a su dueño. Por eso percibió el deje de irritación en su tono, a pesar de que había sonado pausada.

-Acabemos con esto.

El segundo hombre se dirigió a un bulto del fondo de la cueva. Una mujer.

-¿Tienes el arma?

El segundo sacó el cuchillo de puño enjoyado y lo extrajo de su funda. El filo podría cortar el aire.

Cuando se acercaron a la mujer, ésta abrió los ojos verde esmeralda y rodeados de arrugas.

-Prepárate para morir. Bruja -.dijo el segundo mientras levantaba el cuchillo.

-Ambos seréis castigados por esto -.dijo. Su voz era ronca y con un fuerte acento extranjero.

El hombre la contempló un momento antes de clavar el arma directamente en su corazón. El cuerpo de la mujer sufrió un par de espasmos antes de quedarse quieto. Estaba muerta.

-Ya está hecho. Vamos a deshacernos del cuerpo.

 

El primer hombre se estremeció. Ninguna de las personas acusadas de brujería a las que habían matado les había amenazado así.

Les habían implorado, exigido, gritado, pero nunca nadie les había habado con la misma frialdad.

El sentimiento de incomodidad le acompañó mientras incineraban el cuerpo y enterraban la caja con las cenizas, pero se disolvió igual que el humo negro de la hoguera mientras regresaba al pueblo.

Lo que él no sabía es que las amenazas de una verdadera bruja siempre se cumplen.




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