ANSIEDAD
Los días son las piezas amorfas que encajan a la perfección en el puzzle del tiempo. Como a diario, dentro de este rompecabezas sin sentido, bosteza sin tregua el alba. Casi al unísono, el maldito despertador hiere la paz que otorga generoso el silencio. Por no hablar del sigilo descarado de la luz, que lo maquilla todo al gusto, dándole al conjunto de las cosas el golpe definitivo, como si de un pintor embriagado por las musas de la histeria se tratara. Hablo de esa luz que cae sobre el asfalto, también sobre los árboles y las aceras, sobre el gentío y las heces de los perros. Esa luz que golpea las fachadas de los edificios y se cuela en las alcobas como un intruso con descaro…
Son las siete y amanece, hace por lo menos una hora que sus párpados vienen masticando la espesura opaca, que extendida como un velo, reviste las cuatro paredes y el techo de su morada. Es sobre un viejo colchón de muelles ahogado en derrotas donde simula, como en un teatro de lo absurdo, que duerme. Así, como envuelto con desdén en la ironía del sopor, entre un puñado de sábanas que huelen a tragedia y olvido, a la muerte de sueños mas llevaderos; sueños a los que no recuerda haber renunciado.
Tras vestirse y calzarse los zapatos que, como cada día, soportarán estoicos el peso de su aspereza, se yergue ante sus ojos desde hace ya tiempo un pavor omnipresente que le juró fidelidad, que le acompaña bajo un inmenso objetivo de cámara prefabricado por él mismo y que, a hurtadillas, hace que se sienta como mero objeto frente a un público hambriento y babeante; como un tubo de leche condensada con un agujero a ambos extremos sin tapón de cierre.
Una figura borrosa tras el umbral del dormitorio no hace más que impedirle cualquier tipo de movimiento, por leve que sea; leve, como la asequible y automática ceremonia que consiste en henchir los pulmones con cierta regularidad, algo aparentemente sencillo. Un símbolo cóncavo de dimensiones imprecisas navegando a la deriva sobre un océano de incertidumbre carente de islas placenteras. Se trata de ella. Ella lleva un termómetro tatuado en los párpados con sed de mercurio y tragedia, un alambre de fuego diluido en el espacio junto al rumor de unos pasos vacilantes.
Ella es él, son sus manos temblorosas, su vientre palpitante, su piel envejecida por la nostalgia; así lo pactaron hace ya mucho. Ella lo es todo para él y a la inversa; son un cuerpo dividido en dos partes que en perfecta simbiosis se evalúan hasta establecerse como un todo.
Ha llegado la hora de partir hacia ninguna parte, y como ese todo que desea vivir proporcionalmente al tiempo en que sus ojos puedan tutear al fracaso y sentirse de algún modo vivos, abandonan como a diario el edificio donde cohabitan con la nada, ocultos bajo la seguridad de la carne y en completo silencio…