Guerreros
Es el amanecer.
Un ídolo de piel de bronce, un niño. El torso desnudo y lleno de milenarios y rudos collares. Va sentado en un altar de piedra sostenido por brutales manos. Entre las brumas, resuenan sus ancestrales cantos. Los ojos cerrados. Cuando los abre, en trance, es la noche la que habla.
De entre la bruma, como demonios, aparecen las figuras de bárbaros guerreros mercenarios. Sus espadas sesgan, golpean y matan, se llenan de sangre y sudor por quien mejor pague la muerte. La edad de bronce contra el acero.
Pinturas de guerra en una selva llena de amenazantes sonidos. El niño ídolo, el dios de la guerra, avanza custodiado por los bárbaros del bronce. Torvas las miradas, bruñidos los músculos por la fuerza de la espada y el fragor de la lucha. Un grito ahogado habla de fieras salvajes, de veloces bárbaros que se mueven entre la espesura y se confunden con las sombras de antiguos fantasmas muertos en combate.
Escoltando el templo que los hombres del bronce reclaman para su joven dios, los guerreros del acero. Las primeras luces del alba envían el reflejo de sus armaduras al corazón de la selva. Esperan el feroz ataque enfundados en un nuevo metal enviado por su dios. En círculo, rodean el templo protegiéndolo con sus vidas, sólo encarnadas para tal propósito. En su interior, la piedra sagrada enviada por el dios de sus ancestros. Intocable, ni los sumos sacerdotes osan posar su mirada en ella. Guarda el secreto de la vida y de la muerte, del día y la noche, del sufrimiento y el placer.
El acero se esgrime al sonido de las voces del bronce. De la espesura de la selva, con las primeras luces del alba, salen los demonios sedientos de sangre. Los más fieros caen de los árboles y corren con el grito del jaguar hacia sus presas, que cierran aún más el círculo en torno al templo. La hora ha llegado. Antes de atacar, posan en el suelo, con una delicadeza impropia de las bestias, a su joven dios, aun los ojos cerrados y el sonido de sus cánticos resonando en la hora del combate.
A un grito al unísono, el círculo del acero se abre y, entre las armaduras, sale una legión de hombres negros. Las verdaderas criaturas de la selva, los señores de las bestias, reclamado su oscuro reino. Panteras humanas cubiertas de indescifrables tatuajes, armadas con espadas de reluciente acero, su nuevo dios. Silenciosos, miran a sus víctimas con la certeza de que van a vencer. Sin piedad, veloces y tan silenciosos como los presagios de la oscura noche, hunden sus espadas en los guerreros del bronce, que uno a uno caen a los pies de las panteras, enemigas desde los albores del mundo.
La batalla termina. Los guerreros negros sesgan la cabeza del joven dios. Los collares de bronce caen rotos en pedazos que nunca volverán a unirse. Sin mirar atrás, vuelven a su reino armados con irrompibles espadas de acero, su nuevo dios.
El círculo de armaduras, fuego al reflejo del sol, se cierra de nuevo en torno al templo. La piedra sagrada continúa inviolada. El acero ha triunfado. Una era ha muerto.