Quise dejarte de amar.

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Quise dejarte de amar.

Era un viernes de invierno normal, como todos los anteriores que había vivido. El frío se apoderaba, poco a poco, de cada poro de mi piel y, por si fuera poco, corría una brisa que, a través de mis terminaciones nerviosas, me congeló, literalmente, el corazón.
Sí, suena un poco dramático. Pero a la brisa que corría, tengo que añadirle el frío que dejó el amor de mi vida cuando me rompió en dos el órgano que bombea continuamente mi sangre.
Conforme fue avanzando la jornada, tenía la sensación de que algo iba a salirme mal. Pero no sabía qué era, exactamente. Tenía la ilusa esperanza de que fuera una uña la que se me rompiera, y mi mal presentimiento fuera solo una broma del destino. Pero, como siempre, me equivoqué. Lucas, el que llevaba siendo mi novio casi cinco años, me llamó por teléfono a medianoche.
-Sandra, ¿podemos hablar? -me preguntó.
-Sí -le respondí con miedo-, claro.
-Bien, en cinco minutos estoy en tu casa.
-Está bien.
Me pareció realmente poco el tiempo que me quedaba para arreglarme, así que cogí lo primero que vi en el armario, y me vestí. Escogí un pantalón elástico negro,  a juego con unas zapatillas del mismo color con algún toque blanco; porque aunque dicen que son dos colores opuestos, yo creo que, tanto en la vida como en la moda, son dos colores complementarios. También me puse una camiseta negra, para que resaltara con la camisa a cuadros que iba a vestir. Era roja, con algún matiz gris, y algún que otro de talle en negro. Fuera lo que fuese de lo que quisiera hablar, empecé a temblar al mismo ritmo que pasaban las agujas del reloj.
El timbre sonó, por fin.
Yo me asusté, como no.
Tuve un pequeño ataque de pánico, y no quise abrirle. Creí que no estaría nada mal eso de fingir que me había pasado algo y, así, dejar la conversación para otro día. Pero entendí que era una actitud de cobardes, y a mí, siempre me han enseñado que tenía que enfrentarme a los obstáculos que se interponían en mi camino.
-Ya bajo -dije por el telefonillo-. Dame tres segundos.
Me miré una vez más en el espejo, y volví a hacerlo cuando me monté en el ascensor. 
Llegué abajo y ahí estaba él. Tan guapo como siempre. Llevaba una ropa parecida a la mía, lo último que cambiaba era que sus zapatos, no tenían ningún toque blanco. Pero parecía que nos habíamos puesto de acuerdo. La verdad es que siempre hemos tenido una conexión fuera de lo normal. Siempre nos hemos sabido complementar a la perfección. Por eso le quería tanto. Pero aquella noche, mi mal presentimiento continuaba, y tenía la sensación de que todo estaba apunto de cambiar.
-Sandra -me abrazó-. estás preciosa con esa ropa.
-Tú también -le devolví el abrazo-, ¿qué pasa? ¿por qué me has llamado?
-Porque tengo que darte una mala noticia.
-No -fue mi primer impulso-. Si es malo no me lo digas
Sonrió y me comprendió. 
-Mejor hagamos algo primero.
-Eso me parece una buena idea.
Una parte de mí, quería saber de qué se trataba aquella incógnita que me había hecho salir de casa a las doce de la madrugada. Pero la otra, la parte débil, me pedía silencio. Me suplicaba silencio…
Fuimos a un parque que se encontraba a escasos metros de mi casa y, como de costumbre, me columpié cual niña pequeña. Cuando estaba con Lucas me sentía libre. Me sentía como cuando tenía cinco años y podía jugar sin miedo a ser juzgada. Me sentía liberada de este mundo en el que nos ha tocado vivir… 
-Te quiero, ¿lo sabes? -me sorprendió.
-Yo a ti también, cariño.
No dijo nada más. Comenzó a columpiarse y durante unos minutos, lo único que se oía era el sonido chirriante de las cadenas oxidadas que nos sujetaban desde lo alto de un poste de metal.
Aquella velada no pude dejar de pensar en cómo hubiera sido todo si nunca hubiese conocido a Lucas. Hay más de siete mil millones de personas en el mundo, y yo tuve la suerte de encontrar a alguien como él. Es irónico que, de entre tanta multitud, a veces, solo necesitemos a una persona.
-Vamos a hablar ya -me animé a decirle.
-Está bien.
Volvió a abrazarme y, esta vez, el abrazo vino acompañado de un beso con sabor a despedida.
-Amor -le llamé la atención-. Me estás asustando.
-Tengo que irme a Alemania.
Mi mundo se paró en ese mismo momento. De hecho, siete meses después, mi corazón todavía no ha vuelto a bombear de la misma manera. Supongo que estaba acostumbrado a complementar mis latidos con los suyos. Supongo que, aunque quise dejarle de amar, no se puede olvidar aquel sentimiento real. Y como siempre he creído: todas las historias son eternas si permanecen en el corazón.
-¿Cómo? -estaba perpleja.
-Es por cuestión de trabajo… me han concedido una beca y no puedo negarme a ir… la situación aquí está muy mal para los jóvenes y… -intentó justificarse.
-Te entiendo -le dije-. Espero que estés bien.
-¿Me esperarás?
-¿Cuánto tiempo vas a irte?
-Dos años -hizo una pausa-. De momento.
-Te esperaría eternamente si pudiese, Lucas. Pero no sé cómo voy a poder vivir sin ti, después de todo lo que hemos vivido juntos.
No pude aguantar las lágrimas y rompí a llorar. Mis lágrimas aquellas noches tenían la esperanza de perderse en la acequia que corría a unos metros de nosotros. Pero tuvieron que conformarse con perderse entre mis mejillas; rojas, húmedas, llenas de frío, y de dolor…
Me fui a casa, y empecé a escribirle un montón de cartas para que así tuviera un pedacito de mí en la otra punta de Europa…
Al fin y al cabo, siempre han dicho que todo lo que escribimos, de alguna manera, eternaliza los sentimientos.
No sabía si volvería a verle, ni si él vendría a buscarme, arrepentido por haber aceptado esa beca. Lo único que tenía claro era que, aunque quisiera dejar de amarle, no iba a poder conseguirlo… Porque no se pueden eliminar las marcas que tenemos en el corazón. Y él, desde que tenía diez años, era la marca más importante que tenía. 
Lucas era yo, cuando yo no sabía quién era. Lucas era amor, cuando yo, lo único que veía, era odio. Lucas era todo lo que cualquier mujer habría deseado tener en su vida. Y yo lo tuve, al menos, durante cinco años.
Así que no me daba miedo lo que nos deparara el futuro. No me daba miedo tener que vivir sin él setecientos treinta días, o diecisite mil quitientas veinte horas. Lo único que me aterraba, y me sigue aterrando, es la posibilidad de que encuentre a alguien mejor, y me deje. Porque eso significaría perderle. Y si le pierdo, durante algún tiempo, me perderé a mí también. Porque Lucas lleva mucho tiempo siendo más que mi mitad. Y vivir sin esa parte, sé que será un trabajo muy duro. Pero, supongo, que ahora tengo que confiar en el amor y en que, de verdad, puede con todo. Incluso con el dolor que queda después de una despedida. 




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