CARTA AL VIENTO

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CARTA AL VIENTO

11 de noviembre de 1918.

Hace ya tiempo que quiero escribirte, pensando siempre en aquellos momentos en los que me enviabas un ángel a buscarme para que los dos viéramos el cielo azul, sin más prisas que el de adivinar qué forma tendría la próxima nube que pasara.
Tiempo hace ya que quería enseñarte como mis manos husmean un momento para poder expresarte, que fueron los momentos más bonitos que he vivido jamás, a tu lado, con toda seguridad, los mas preciosos en mis recuerdos, en mi alma grabados están.
Hoy, como ayer o antes de ayer, o más pasado el tiempo hacia atrás, desde hace dos años, que ni tan siquiera el capricho de volver a recordarte me ha sido otorgado, ya desde aquí, con tu melena morena en el aire ondeando, cual bandera que mi tenaz ejército victorioso poseyera.
Recuerdos de simpleza y claridad, donde los valles se espaciaban a lo largo de nuestra vista solemne y perdida, los verdes prados, el río ondulante, la espiga verde aún y tu figura tan solo unos segundos por delante de mí, calmada y coqueta, juguetona con el viento a veces embravecido, tal vez por tu esperada visita, por tu esperanzadora sonrisa.
Regreso a mi presente cuando una punzada de dolor me sobresalta con pánico atroz, cierro mi herida con un trozo de tela arrancado del uniforme de un soldado francés, si pudiera coger su hebilla, intentaría a modo de aguja…
Un día te volví a ver, llegabas corriendo de casa de tu tía, la que a veces nos daba trozos de pan, recién hechos en su horno de leña y que tanto nos gustaba compartir, imaginando que eran los deseos de dos jóvenes, ignorantes y ávidos de vivir, llegabas con la respiración entrecortada y fatigosa, pero muy alegre y sobresaltada, algo de buen augurio traías a contarme, lo cual, lejos de imaginarme, me prometía miles de imposibles en mi imaginación, entonces un poco inocente, llegaste a mi altura y, encontrando, de algún modo, tiempo para respirar, me señalaste al final del camino, casi donde mi vista no alcanzaba, donde sólo se veía una silueta extraña y alta, aún por cristalizar de la sombra, que poco a poco dibujaría el sendero, una bandera azulada se iba haciendo presente, entre el griterío de botas pisando en el polvo del estrecho camino, excitada y sonriente, contagiándomelo a mí, nos poníamos de pie y, saltando,  intentábamos adivinar qué longitud tenia la marcha de a dos que traía el ejercito aún poco pertrechado, pero eso sí, muy abotonado y limpio.
Te viraste hacia a mí y con júbilo, me miraste y todavía recuerdo tus ojos apasionados al decirme lo que desearías verme con ese uniforme, que estaría muy guapo y me haría parecer más hombre,  sugerencia  que me  dejó imaginando esa foto de mi propia imagen.
Por dios, escucho como algo se acerca, el chapotear del agua lo descubre, sin nada de cuidado por otra parte, aunque sí despacio y con fuerte pisotear entre el barrizal formado por la interminable lluvia, suntuosa e intemporal, que nos tenía la piel deshidratada y marcada, se acerca cada vez más y no logro distinguir por qué lado me viene, cierro los ojos con la esperanza de que con la multitud de cuerpos mutilados y amontonados no se fije en mí, cierro los ojos.
Me dejo abandonar pensando en ti, en las flores que recogíamos por doquier en las terraplenadas tierras de tu padre. Con su esfuerzo y el de sus animales de labor, habían conseguido adquirir una importante parcela para sembrar y cultivar, en la cual había puesto todas sus esperanzas para acometer un mejor porvenir a su familia, como por otro lado, casi todos los habitantes de la aldea.  Esas flores rojas, campando como alfombra por todo el lateral de las vertientes limítrofes de las tierras parceladas con lomos de tierra, decorando el horizonte de los caminos, coloreando tu reflejo en el atardecer, tu sonrisa en el perfil de una flor.
He llegado a creer que eres tú quien se acerca a mí, sigilosa y sonriente por darme una sorpresa y  mi semblante, cambiado por el agradable pensamiento, ha hecho mirar al soldado que a mi par, ha colocado su negra y desgarbada bota, salpicando con su afán de pisar bien, mi cara ya sucia y errada.
Mira Hans, este al menos ha muerto sonriendo. Casi que lo envidio.- 
Masculló mirando al compañero que estaba apenas dos metros por detrás de él.
Calla y atento,  puede haber algún desertor por aquí, ten el fusil preparado.
 
Pasados unos minutos adivino por sus pisadas enfangadas que se alejan en silencio y con el imposible sigilo.
¡Maldita sea!, sigo sangrando y no puedo ver cuánto, estoy  tapado por otro cuerpo que, muy amablemente, me pusieron encima con “ delicadeza “ los soldados alemanes, en su afán de registrar a un oficial de mi compañía,  no consigo encontrar ahora la hendidura de mi herida.
Secuestro todo el aire posible, sin reclamar nada, lleno mis pulmones aún a riesgo de llenarlos del éter putrefacto que me envuelve por todos lados,  me abandono al sueño de estar a tu lado, en un mundo con tus manos acariciando mi rostro intentando limar mi áspera cara llena de media barba sin afeitar aún, con tus ojos mirándome sin cesar,  con inocencia de niña  y mujer a la vez, dejándome perplejo ante tanta bondad y parsimonia.
Me he debido quedar durmiendo, la noche se ha abalanzado sobre mi horizonte, como negra es la mano de la gran dama, que tan corriendo tengo a mi lado, por doquier, en un sitio y en otro, después de los alaridos en la sombra de almas que van quebrando su resistencia y caen al vacío eterno del olvido.
He de salir de aquí, pronto, quizás la noche me proteja con su manto espeso, la niebla está empezando a envolverlo todo y pronto no se verá más que la blancura del espejo del destino.
Estoy débil, lo he notado, la herida sigue sangrando, pero algo menos, he empezado a arrastrarme por entre los cuerpos amontonados de mis compañeros caídos.  A lo lejos sigo escuchando como los tambores de acero golpean la tierra e iluminan centelleantes horribles figuras caprichosas con formas terroríficas que se quedan implantadas en mi mente de piedra, pero he de seguir avanzando por entre barro y lodo, esta maldita lluvia…
Vencía el viento tu falda graciosa, mientras te miraba sin perder detalle de la posición adoptada, esta se contoneaba contra tu pierna, como si pegada a tu piel quisiera estar, sentía como la necesidad de tocarte y acariciarte se hacía instintiva en mí, pegarte a mi pecho y tenerte así por el resto de mi vida, ya sabía que pronto estaría lejos, haciendo dios sabe qué, matando a alemanes  que, sin conocer, seguramente tendrían también familias y novias o amigas indecisas e inocentes, no quería dejar allí mi tiempo, pues ese era mi tesoro y quería regalártelo a ti mi, amor, para cuando tú lo supieras, para cuando tú lo apreciaras.
Sigo avanzando despacio, no me encuentro nada bien, me he girado sobre mí, y me he mirado, la herida no tiene muy buen aspecto y por momentos el dolor me embarga, la abstinencia de gritar y el temor de ser descubierto es tan caprichoso que cada vez me dejo llevar más por la idea de no importarme nada el que me descubran.
Miles de rosas blancas he soñado regalarte en todo este tiempo, donde la imaginación de tenerte cerca ha aplastado las bombas caídas sobre mí en los refugios de tierra, los obuses y los gritos eran acallados por la visión de mantos blancos que se hallaban debajo de tus pies y yo contigo agarrándote la mano, jugueteaba con mis dedos tu palma, y mis labios incautaban tus mejillas,  aun tú, temerosa de ser vista, me ofrecías tu aliento azaroso, para no decir que no a mis besos de dulce chocolate.
Ya no sé si volveré, mi escribir puede llegar a su fin, con prontitud, mi debilidad se está haciendo presente, mis piernas están casi inmóviles, no tengo muchas fuerzas para avanzar, me anima verte en la última zanja, en la última alambrada, en el último susurrar de mi esforzar.
Se acerca una patrulla enemiga, lo he distinguido por el casco puntiagudo, no puedo seguir,  he tocado fondo, ya sin moverme desde el otro lado me recubro de fango, aterrorizado de la barbarie a la que soy sometido, inmóvil, enclaustrado y momificado por el horror vivido, recubro mis heridas con barro rojo, con temor a ser poco creíble para la vista de los ojos usurpadores de vida de los enemigos, forzados al igual que yo a matar para no morir.
De repente, mi corazón ha dado un vuelco, un martillazo en mí , me han descubierto, uno de ellos ha visto mi cuerpo moverse, no sé cómo, entre niebla y humo, sólo se distingue a pocos metros, ya no albergo esperanzas, todo perdido lo doy, mi horror es el de que no volveré a verte, amor, me apresto a quedar quieto como la roca que tengo entre mí  y la tierra insana, pero mi respiración es tumultuosa y  traicionera, una mirada hacia mí, ya a muy pocos pasos, sé que ese hombre me ha visto, pero no dice nada, sigue avanzando y sus pisadas chapotean en el charco que hay cerca de mí.
Creo que me ha ignorado a propósito, nada tenía que perder, nada que ganar, quizás harto de tanta maldad, decidió dar una oportunidad a la vida, a mi vida, agradecido y esperanzado en mi ánimo, intentaré llegar hasta ese montículo, creo recordar que desde allí divisábamos la línea del enemigo antes de lanzarnos al ataque, hacía tres largos días ya, intentaré llegar.
Música de violín sonaba ese ultimo día, contentos todos en formación de a cuatro, marchábamos esplendorosos y orgullosos hacia lo desconocido de la guerra, las despedidas de los familiares, con júbilo, con lágrimas, con todas las esperanzas indemnes, me regalaste ese último beso, esa última caricia, que siempre llevo conmigo, ese pañuelo de tu cuello perfumado, que anudaste en mi garganta descubierta, te prometí con mi mirada, con mi voz entrecortada que volvería, que te traería tierra de los germanos, que te acompañaría toda mi vida.
Cerca de mí escucho gritos de alborozo, alegría que se escucha en alemán y en mi idioma, la guerra ha terminado, escucho, ¡dios mío!, ¿ha terminado la guerra?  ¡dios mío!.
Ahora con fuerza de flaqueza quiero llegar a ese montículo con presteza, quiero ver lo que hay detrás, quiero ver que allí estás esperándome, sonriendo y con los cabellos ondeando al viento, casi he conseguido subir, arrastrándome y peleando contra mi propia debilidad continúo presionando mi herida, ojalá aguante un poco más, sólo un poco más.
La visión desde el montículo es un regalo de los dioses, pero no es más que otra trinchera, llena de soldados, tumbados, embarrados y sonrientes, con sus fusiles inertes, ingleses, alguno me ha visto y con fuerza he dado el santo y seña, el que conozco.
Ya queda poco amor, pronto estaré a tu lado, pronto tendré tu sabor en mí, en mi corazón sólo habrá sitio para lo bueno de ti, para lo malo de nadie, de nada, sólo nos amaremos eternamente.
No me puedo mover, un tosco trueno escucho, que a lo lejos ha impregnado la melodía de mi vivir, me quedo quieto, mas por encima llego a verme alejándome de mi cuerpo, embarrado y ensangrentado, sin dolor, sin odio, me alejo sin cesar, sólo un sentimiento me embriaga.
En tu tiempo viviré, escondido entre almas te sentiré, al final sé que te esperaré, en ese manto de rosas blancas, con tus cabellos ondeando como la única bandera que siempre amé. 
FIN.
Andrés Ts.
 



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