TAN DISTINTOS, TAN IGUALES
ERAN tan distintos que no podían vivir el uno sin el otro. A mi padre, un hombre pasivo y algo sumiso, no le preocupaba casi nada; para mi madre todo resultaba difícil y arriesgado. Mi padre no creía en Dios, sin embargo, mi madre era una fervorosa beata fiel a la homilía todos los domingos y fiestas de guardar. A mi padre le encantaba la carne, preferiblemente muy hecha; mi madre era una incondicional del pescado que acostumbraba a degustar casi crudo. Mi padre nació en un pueblo de la provincia de Almería y mi madre era natural de La Coruña. El horóscopo, las amistades, la música, incluso la salud, también les diferenciaba. Pero todas las noches, después de cenar, abrigados por el calor desprendido por una chimenea siempre encendida, viajaban juntos a exóticos lugares, aquellos que solo visitan los amantes de las palabras: esos seres afortunados a los que la lectura les hace sentir siempre libres. Y eso les unía más que a cualquier otra pareja del mundo.