Del solsticio de Invierno al equinocio de Primavera
Hoy cogí tu bolígrafo para ponerme a escribir. El que me diste aquella tarde en que por fin quedamos en un café después de casi tres meses sin verte. Era el solsticio de invierno y pensé que ojalá esa fecha tan especial hiciera que los astros se aliaran en el firmamento a mi favor para volver a verte pronto, mejor aún, para que el día alargara esas pocas horas de luz y no te fueras tan deprisa como Cenicienta. Después de todo, ochenta minutos no dan para lo que el corazón necesita y se pasan en un par de suspiros. Pensé en la magia del solsticio, los dos en nuestro hemisferio tan inclinado hacia el Sol. Invoqué a los druidas para pedirles volver a septiembre. Las palabras que entonces me dijiste no se las había llevado ningún viento y estaban dentro de mí repasando cada día los sentidos, rellenando tus vacíos de otoño, corrigiendo en color rojo un dictado que mi cabeza era incapaz de emborronar. Mi corazón, desde entonces, había despertado para amarte y no tenerte. Pero te fuiste con prisa, como siempre. Al llegar a casa mi perro me dio muchos lametones, Él ya sabe que no hay remedio para mi corazón, que la posición aparente del Sol desde la Tierra alcanzó su extremo cuando te fuiste corriendo aquella tarde de solsticio, mientras mi pecho se hubiera conformado con la mitad de la mitad de la luz de ese día. Desde entonces, cada mañana corría temprano para abrir de par en par por si volvías la ventana. La habitación toda se me llenaba de luz del alba y los cristales con frío esparcían diminutas gotas de plata redonda mientras las primeras golondrinas volaban alborotadas trazando líneas en el horizonte, siempre mirando al Norte. El invierno se me iba haciendo primavera cuando las enredaderas empezaron a crecer de repente y alcanzaron el alféizar rellenando de verdor la fachada. Madreselva y hierbabuena crecían desatadas entre cañas de cinamomo que, florecido ya en la mañana, competía con las ramas de hinojo y con hibisco para dejar su olor en la ventana. Las margaritas confundían a las amapolas que ya se veían princesas de los trigales espigados por amor y desde el suelo entre el romero, brotaban minerales manantiales de agua clara que regaban los claveles en el aire, crecidos por la primavera que venía llegando con fuerza hasta mi casa. Mariposas venían desde afuera y cambiaban el vuelo esparciendo los colores con las alas. La claridad traspasaba las cortinas, borraba el marco en la ventana y confundía las paredes de la habitación mientras que de mis pies se soltaban con gracia cintas blancas para salir a buscarte y atar tu corazón al mío. La Luna todavía sonriendo sin sueño ni ganas de acostarse, mostraba su cara redonda y clara a los jardineros más madrugadores que se acercaron curiosos a ver qué estaba pasando en mi casa. ¡Me he enamorado y sin saber disimularlo, se me escapa el corazón por la ventana! Pues pondremos rosas rojas para celebrarlo, tendrá que tener cuidado con las espinas y los impuestos municipales, que tanto amor habrá de pasar factura, siempre hay letra pequeña en las cosas que se hacen grandes… pero deje bien abiertas las ventanas, que merece la pena que el amor entre a raudales. Desde arriba Venus me miraba más brillante esa mañana y dándome jazmines para adornar mi pecho y mi cintura, me decía: ¡Ve corriendo a buscarle, a tu amado, desde aquí veo sus manos que te esperan impacientes, aprovecha el viento que empuja fuera los miedos, que yo dejo hasta que vuelvas las luces encendidas! Y así fue como con tu bolígrafo quise escribir una historia de amor sin fin.