Memorias de David Pelsat

sa_1460403102david pelsat.

Memorias de David Pelsat

A quien lea esto, me gustaría explicarle la historia
de mi larga y retorcida vida. Me llamo David Pelsat, tengo 53 años, y, en este
preciso momento, me hallo al borde del techo de un edificio de dieciséis
plantas, mirando al norte, con el viento soplándome en la cara. Estoy a punto
de cometer el acto prohibido por Dios, al cual llaman: Suicidio. Pero, por qué
impulsarse uno mismo a perder su vida, pudiendo morir de viejo? Por qué cortar
el hilo de la existencia, pudiendo dejar que ocurra años más tarde? Pues, mi
querido amigo, el motivo para este acto no empezó hace poco. Dejadme
transportaros a una específica época del pasado, una época de carros,
carromatos e inventos. La época de mi infancia.

Yo no era un niño especial.
No era guapo, pero tampoco destacaba por mi fealdad. Tenía una nariz aguileña,
unos ojillos azules del tamaño de una aceituna, y una boca de labios finos y
secos. Mi pelo era negro, corto, y siempre lo llevaba para el lado izquierdo.
Lo único bueno que tenía era mi atlético físico. No era el más rápido, pero, de
las carreras que solíamos hacer con mis amigos y mi hermano, mi posición
siempre se mantenía en cuarto al cruzar la línea de meta. Tampoco era demasiado
listo, y siempre me despistaba en todas las clases, jugando con mi hermano a
batallas de tenis imaginario, o haciendo dibujos fantásticos de personajes que
me inventaba. ¿Cual era mi asignatura favorita? claramente, por las pistas de
este párrafo, mi asignatura favorita era educación física. Me encantaba correr,
saltar, esquivar y lanzar cosas. Creo que era lo único que se me daba bien.

            Mi familia tampoco era gran cosa: mi madre era ama de
casa, y mi padre era operario en una fábrica de cartones. Lo malo del trabajo
de mi padre era que trabajaba desde las 09:30 A.m. hasta las 01:30 A.m., y
ganaba una miseria de dinero que apenas daban para los gastos del gas, la
calefacción, la luz y el alquiler (la casa era alquilada). Sí, éramos pobres.

            Tampoco nos complicabamos mucho con la comida, y, en cuanto a la ropa, mi
madre cosía y reparaba la que se encontraba en los basureros. Mientras
estábamos en casa, mi hermano y yo nos hablábamos y jugábamos juntos mucho.
Éramos mejores amigos. Todo iba bastante bien, hasta aquel día… lo recuerdo
perfectamente…

            Era un día muy especial para los obreros y trabajadores,
ya que llevarían a sus hijos a su trabajo, para enseñarles cual era su labor y
como hacían cada cosa. Esa mañana, yo me vestí con la ropa más elegante que
tenía: una camisa a cuadros bajo un inmenso abrigo de lana, y unos vaqueros
negros, que hacían un buen conjunto con mis zapatos marrones. Mi padre se había
puesto una camiseta en la que se leía: los sentimientos salvan vidas; bajo un
jersey color escarlata, y unos jeans un poco estropeados por la cintura, en la
que pasaba un cinturón marrón. Llevaba los mismos zapatos que yo, pero de una
talla mayor. Mi hermano, en cambio, iba con un jersey azul claro, un abrigo
color azul oscuro, unos pantalones marrones, y unas botas color marrón oscuro.
Me parecía que ese conjunto le quedaba bastante mal, pero, al parecer, a mis
padres no les importaba mucho. Así pues, antes de salir, mi padre cogió su
bolso, en el que metió las llaves, descolgó su chaqueta negra, y, con un beso
de despedida a cada uno de parte de mi madre, nos dirigimos a la fábrica.

                                                                                (Esto es lo que llevo) 




  • 0 Comentarios

    Dejar una respuesta

    Contacto

    info@scriboeditorial.com
    666 47 92 74

    Envío
    o de las

    Inicia Sesión

    o    

    ¿Ha olvidado sus datos?