⸻EL DESANGELADO HOMBRE QUE NADA POSEÍA⸻

⸻EL DESANGELADO HOMBRE QUE NADA POSEÍA⸻

 Cada mañana se le veía sentado sobre una manta vieja en la puerta de la
iglesia de La Asunción. Su rostro triste y descuidado implora una moneda
a todo feligrés que entra y sale del templo. Solo disponía de aseo personal los
miércoles en el comedor de las Clarisas.
Cuando oscurecía, intentaba dormir en un kiosco de prensa abandonado en una de
las calles limítrofes de la ciudad. Sus manos, eran temblorosas por el desgaste
de una amistad injusta con el alcohol; a pesar de todo era su mejor compañero
de noches al frío.  

Sobrevivía en una gran ciudad como buenamente podía, siendo cual un leproso
de este si-glo para mucha gente con la que se le cruzaba por las avenidas y que,
debido a su aspecto desaliñado, muchos esquivaban el paso junto a él. Su apariencia
escondía un ser bondadoso y pacífico bajo la aterradora cáscara. Bebía en soledad
y quedaba triste en algún hall de entidad bancaria con sus penas sin molestar a
nadie.

Su nombre es Onofre y lleva un pasado bajo alfombras muy distinto al
que la vida le deparó. Es natural de Ribadavia un encantador municipio
perteneciente a la Provincia de Orense. Allí junto a sus padres cuando
tan solo era un rapaz, vivía de manera acomodada; su progenitor era el
anticuario de la localidad, teniendo el comercio en una de las mejores calles
comerciales de la ciudad. El muchacho ayudaba en el negocio familiar, tanto en
la venta como en el taller de restauración. Su madre era una reputada costurera
que vestía a las señoras más acaudaladas de Orense. Onofre vivió
siempre allá con ellos en una gran casa señorial de la plaza mayor; un idílico
escenario de fachadas de piedra con soportales de arcos apoyados en columnas de
granito.

A sus 17 años de edad, ya vestía como un elegante caballero de la clase
acomodada y salía a tomar pinchos por los bares de la zona con los amigos. Fue
un disputado soltero para las chicas de Ribadavia, que solían coquetear
con él y deseaban de ir al cine o a una fiesta con un chico de porte tan
apuesto.

Pero la vida es bien distinta en Madrid, cuando se vino del norte
tras haber dilapidado la herencia de sus padres. La soledad agravó el consumo
descontrolado de alcohol y tuvo un corrillo de pseudoamigos con los que
recorrían todos los bares bebiendo a cuenta del patri-monio de Onofre.
Pero todo aquello ya pasó y forma parte de un triste recuerdo gris. 

Ahora nuestro desafortunado amigo tiene que subsistir como puede. Muchas
noches Onofre no concilia el sueño por el frío y el bullicio de los
jóvenes que salen de diversión. Él estuvo en ocasiones en peligro por la
actividad de algunos adolescentes despiadados que maltratan a la gente que
duerme en las calles y graban con el móvil sus actos vandálicos. En cierta
ocasión comenzaron a golpear las chapas del quiosco donde Onofre se
refugiaba y le tiraban botellas de cristal y otros desperdicios, amedrantando
al pobre vagabundo.

A veces, durante los meses estivales en un Madrid que alcanza tan
elevadas temperaturas, intenta guarecerse del sofocante calor en el frescor de
algún portal que encuentra abierto, si tiene suerte de que ninguna vecina
molesta por su presencia, lo expulse de allá con malas formas. A horas bien
tempranas, cuando todavía no hay visitantes, suele ir al estanque del Parque
del Retiro
y se zambulle en el agua para lavarse un poco y refrescarse. La
presencia de estas personas molesta a muchos. Siempre se intentan apartar de las
ciudades porque parece como si su pobreza, denunciara nuestras conciencias que
desean continuar con unas vidas repletas de todo. Molestan sin quererlo en
cualquier sitio, se acercan a pedir a las mesas de la terraza un cigarrillo y
están acostumbrados a la llamada de atención de la policía que les recrimina no
verlos más por esos lugares.

Una tarde que estaba en la puerta de La Asunción, como de costumbre
en la misa de siete, a una señora mayor que salía del templo se le cayó el
bolso sin percatarse de ello. Sin pen-sarlo dos veces, Onofre cogió el
bolso del suelo y corrió calle abajo para entregarle a la sorprendida señora
que vio un verdadero gesto de honradez en una persona que, literalmen-te no tenía
nada y hubiese sido casi razonable que aprovechara la ocasión para apoderarse
de la pensión recién sacada del cajero. La señora abrió su bolso y sin
comprobar que estaba todo el dinero, confiando en aquel señor que veía a diario
en la puerta de la iglesia, le obse-quia con un billete de cincuenta euros.

En otra ocasión que Onofre cruzaba la calle sin prestar apenas atención
al color del semá-foro. Estaba atento a un contenedor de basura de una cadena
de supermercados que a cier-tas horas, tiraba toda clase de alimentos fuera de
fecha. No tuvo reacción alguna al apreciar como un vehículo a gran velocidad se
le venía encima, lanzando al indigente por los aires. Estuvo en la tercera
planta del hospital ingresado durante casi un mes por lesiones graves. Allí, se
encontraba limpio y bien alimentado y no se sentía tan mal durmiendo en una
digna cama mullida.
 

Una señora acaudalada del barrio por donde transita Onofre, sale un
Domingo de la misa de doce y mientras hablaba con el párroco sobre obras de
beneficencia, ve que el hombre-cillo está en el rincón de la entrada al templo
de rodillas, cabizbajo y con sus manos sucias extendidas pidiendo una moneda.
La mujer apenada por advertir la desdichada suerte del indigente, se acerca y
le dice:
      

Puedo darte unas monedas si quieres hijo o bien puedo hacer algo más
por ti, si estás dispuesto a salir de esta mísera situación
. ―Le dijo la
señora con decisión ante el asombro de aquel hombre de mal aspecto al que casi
nadie nunca le había dirigido la palabra y que le ofrecía la oportunidad de
cambiar de vida―. Le dice él desconcertado al no entender lo que le decía:     

No entiendo señora, ¿qué es lo que desea?  

La señora le dice a continuación:

Soy la Señora Gutiérrez, mi marido es el famoso joyero de la Firma
Gutiérrez & Hijos; mira allí mismo tenemos una de nuestras tiendas.
―Dice al pobre señalando un negocio al otro
lado de la avenida, frente a la iglesia―. Prosigue la señora:    

― ¿Cómo te llamas hijo? ―le dice al vagabundo colocando su mano en
su hombro con gesto de compasión―. Responde él emocionado: 

Me llamo Onofre, señora…; así me llamo. ―Dijo mientras intentaba
peinarse con las manos el enredado pelo largo que tenía―. La respetable anciana
le explica a continuación el motivo de su propuesta:  

Escucha atento. Hace muy poco que mi jardinero se me jubiló, ya que era
muy mayor. Me tenía muy cuidado los jardines de la casa grande que está al fondo
de esta calle, no sé si la habrás visto con una torre alta. Pues bien, te
ofrezco la posibilidad de que seas su sustituto; tendrás un buen sueldo y
vivirás en la cabaña al final de las rosaledas, que, aunque no es muy lujosa,
no le falta un detalle. Toma mi tarjeta y pasa por la residencia mañana mismo. La
chica del servicio te atenderá y podrás disponer de la casita y conocer los
espacios. Solo te pediría dos cosas: una, que fueras un empleado honrado y
cumplieras con el trabajo debidamente y otra, que cuides tu aspecto una vez que
trabajes para mí. ¿Te interesa esto que te digo? 

Dijo Onofre sin dar crédito a la puerta que se le abría en la
vida:  

Por supuesto señora; claro que estoy interesado. Mil gracias y créame
que pondré todos los medios necesarios para no defraudarla
.    

Esa noche, aun durmiendo en el viejo quiosco por última vez, le pareció al
pobre galleguiño estar entre algodones. No podía creer que esa fuera la última
vez que estaría en la calle. Al fin una razón para vivir y un digno empleo en
el que estar atareado e ilusionado.  

A la mañana siguiente, se fue bien temprano a la fuente del Retiro a
acicalarse un poco y se puso su mejor camisa, la que no tenía manchas. Se
perfumó con una muestra de perfume que encontró en los contenedores de la
basura. Fue decidido lleno de alegría por la Avenida de las Acacias, que
la señora Gutiérrez le había indicado. Arrancó unos lirios del parque como acto de
agradecimiento a tan buena anciana.

Al llegar al número doce de la calle, como ponía en la tarjeta, veía por
encima de un enorme muro de ladrillos, una torre desafiante de amplios
ventanales. Una arquitectura casi de o-tra época. Llamó al timbre de la casa y
le contestó por el telefonillo una chica: 

Sí…, dígame.

Contesta él: 

Hola buenos días, mi nombre es Onofre, la señora Gutiérrez me espera a
las nueve en punto
. ―Dijo con cierta soltura, notándose sus modales.

Instantes después, la asistenta le abre la cancela de la calle y le hace
pasar a una sala de visitas elegantemente dispuesta con muebles antiguos, como
los que él tantas veces había restaurado. Le dice la asistenta:     

La señora bajara de inmediato, espere un poco por favor; ¿desea tomar
un refrigerio mientras espera?

A lo que Onofre acepta gustosamente.  

Al poco, baja la dueña de la casa con su marido y tras presentarle al nuevo
jardinero, toman sus datos para contratarlo debidamente. A Onofre le
acompañó al día siguiente el adminis-trador de la familia, ayudándolo en los trámites
administrativos necesarios; pues el
mucha-cho
estuvo desentendido de este mundo muchos años. Se emocionó
mucho al contemplar la pequeña vivienda que tenía reservada el jardinero, donde
para él aquello era el mejor de los palacios. Esa tarde después de podar las
rosas del jardín, por fin pudo saber lo que es relajarse en una bañera, pues solo
tenía acceso a las duchas que las hermanas disponen para los sin techo. Delante
del espejo cortó sus largos cabellos como signo de ruptura con un pasado amargo
que gracias a la señora Gutiérrez, ahora quedaba atrás. Se sorprendió el
mismo de verse en el espejo sin la barba sucia y rizada y su greñuda cabellera.
Seguía con-servando el atractivo varonil de aquel jovenzuelo gallego, aunque su
piel estaba más maltratada por la indigencia. 

Onofre se
desvivió tanto por agradar a los miembros de la buena familia de relojeros, que
mantuvo siempre los jardines de la casa con más mimo y cuidado que los de Versalles,
siendo el orgullo de la señora Gutiérrez, su particular colección de
rosas variadas, que sin duda fue la envidia de sus adineradas amistades.
[…]  

Pasaron los años. En total veinticinco de fiel asistencia a la familia. Ahora
el clan solo lo componían los hijos del matrimonio Gutiérrez. Cuando
creyó oportuno y a la edad de sesenta y cinco años, Onofre decidió
marchar de nuevo a su tierra…, a su municipio de Orense que tanto ansiaba. Llevaba consigo
los ahorros de décadas de servicio y pudo comprar una modesta casa a las
afueras de una pintoresca aldea gallega con espectaculares vistas.

Cada tarde salía el anciano a la puerta de casa. Sentado en un banco de
madera para abs-traerse del mundo, contemplaba un paisaje inigualable del que
decía en más de una ocasión:

No tenía que haber
salido nunca de aquí
, de mi verdadero
hogar donde fui tan feliz.




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