La montaña en compañía
Comenzaron a andar temprano. Al bajar del coche cerró los ojos y aspiró el olor limpio y claro de la montaña y el frescor dulce y sereno que subía desde el río. Se calzaron las mochilas y caminaron hacia las colinas que se alzaban al sur.
Llegaron a la garganta glaciar, tapizada en toda su extensión por grandes bolos graníticos blancos y pulidos por los hielos del pasado. El estrecho puente que salvaba el agua estaba ocupado por una treintena de grandes vacas pardas, zainas y blancas que se dedicaban a mugir sin moverse del lugar. La mayoría les miraba con esa expresión callada que a él siempre le había parecido una mirada curiosa, como de inteligencia resignada. Caminaron por la pasarela chascando la lengua, como quien reclama una perdiz, y agitando el bordón. Las vacas cruzaron presurosas al otro lado.
—Es que tengo un curso de manejo de ganado —dijo.
—Y será verdad –preguntó su compañero.
—No hombre.
Desde allí treparon por el espinazo de la colina, despacio y sin prisa. Las retamas alcanzaban los tres metros de altura y el camino, mantenido por los animales, se abría paso entre ellas y las telarañas extendidas entre las ramas. En campo abierto la ascensión se volvía agotadora: cuando superaban un alcor encontraban un collado y al otro lado otra elevación aún mayor. Se refrescaron y bebieron agua fría en una fuente allá, en medio de la nada, y buscaron infructuosamente tritones en el dornajo. Adelante, lejos todavía, se veía la gran montaña a la que iban a trepar aquel día, una mole rotunda y globosa, recia como un panzudo gigante de piedra que estuviera allí sentado.
A media mañana descansaron a la sombra de un cresterío y almorzaron fruta, galletas, almendras, queso y café endulzado con miel. Contemplaron la inmensidad y el caprichoso caleidoscopio de color de las laderas que les rodeaban. En aquellos días a finales de mayo los piornos reventaban de color amarillo con sus pequeñas flores turgentes y los prados verdes estaban cubiertos de hierbas verdes, frescas, elásticas, que se mezclaban en armonía con las flores. Lo que más les sorprendía era el abrumador amarillo, el amarillo del piornal, aquella infinita alfombra de brillantes prímulas doradas manteada sobre las montañas y que casi dolía mirar con su refulgir al sol. Un macho de cabra montés de mediana edad oteaba en lo alto de un promontorio, subido sobre una roca redonda, observándoles. La larga cuerna retorcida se recortaba contra cielo azul. Parecía estar solo.
—Vaya estampa —dijo su compañero.
—Parece el emblema de la sierra.
Un par de horas después alcanzaron, ya a dos mil metros de altitud, una elevadísima altiplanicie de un kilómetro de extensión. Él estuvo allí por vez primera tres años atrás, en octubre, cuando aquel llano había pasado el verano y estaba pajizo, seco, africano. Pero entonces en primavera era verde y fragante. Todo estaba como recordaba, silencioso, pulcro, tranquilo y solitario. Lo atravesaron despacio, a la vera del arroyo que cruzaba el paraje, fijándose con cuidado en los brillos del agua y el perfil de las grava del fondo de la corriente.
Al final del altiplano, justo donde se elevaba el gran cuerpo de la montaña, había una pequeña cabaña. Descansaron a su sombra y dejaron en el interior las mochilas. Cargaron cada uno solamente el bastón y la cantimplora y la chaqueta y comenzaron a trepar el espinazo del gigante, cabizbajos y caminando despacio con pasos cortos ante el reto exigente que tenían delante. La cima se veía muy lejana y a alturas imposibles como la cúspide de una pirámide. No tardaron en sumergirse en un mar de arbustos. Su compañero iba algo adelante y preguntó ¿Qué animal es ése? ¿Oyes? Él, unos metros por debajo, no había escuchado nada. Es como un rugido fuerte, como bruuuuuum. Esperaron quietos. Debe ser un jabalí, no te muevas, dijo. Al juntarse partieron una rama y de entre la espesura de flores amarillas despegaron tres jabalíes, uno grande y negro y dos algo menores y rojizos, que atravesaron los duros matorrales haciendo saltar ramas y piedras, haciendo volar flores y desprendiendo polen como si se rompieran sacos de harina. Huyeron bajando y sobresaltaron a algunos machos monteses que andaban por allí tumbados descansando como bestias de la sabana; las cabras salvajes se levantaron mirando a los fieros jabalíes con el gesto alterado de quien contempla los arrebatos de un loco.
Alcanzaron la cima después de tres horas de ascenso. La cúspide era un ancho descampado irregular de piedras de todos los tamaños que, si bien de lejos se veían grises, en realidad eran granito rojo. Desde allí, magnífica atalaya y sobresaliente mirador natural, contemplaron en silencio la amplia panorámica de la sierra, la silueta negra de los afilados picos y cuchillares parchados de nieve que se recortaban contra el azul. Hacía frío y mucho viento. Era un lugar desolado e inhóspito, una nada rotunda y absoluta cargada de áspera belleza. En una roca encontraron una placa desgastada por la intemperie; era la tumba de un perro llamado Tifón. A ambos les impresionó pues los dos amaban a los perros, pero no dijeron nada. Descansaron un buen rato en aquel rincón único en el mundo. Hasta allí no llegaban las cabras. Veían grandes machos abajo, lejos donde llegaban los últimos pastos. Algunos de ellos, orgullosos, altaneros, iban por el mundo tan a la galana que se ponían en dos patas y golpeaban con las cuernas a cualquier otro macho que se les acercara. Entonces la montaña redoblaba el eco del impacto, como un escopetazo, que quedaba allí resonando entre la lobreguez que la bajada del sol comenzaba a pintar. Se marcharon en silencio y dejaron que ese silencio siguiera ocupando como siempre aquellos parajes que siempre viven en el privilegio de la soledad.