Memorias de La Habana
Entre el olor del sudor y la brisa caliente, Josué y yo comenzábamos a restar las horas de llegada a La Habana. Lugar que en esos momentos representaba el mismísimo paraíso. Hicimos un par de paradas para comer alguna cosa y mear, lo más importante era mover un poco las piernas y ver si aún respondían a nuestras órdenes. Acabamos con todo el café del local y fumamos todo lo que no pudimos durante el viaje, mientras yo disfrutaba de esos atardeceres naranja que ofrecían las tardes últimamente, y de las conversaciones de los pasajeros funcionándose con la percusión imponente del reggaetón. Nos montamos en la guagua después de que nos llamaran y nos apresuraran cual ganado, y hubiera continuado todo con la misma tranquilidad si no hubiera sentido aquél vacío aterrador en mi bolsillo: no encontraba mi teléfono.
-Olvídate, no estaba en la mesa – espetó Josué, indiferente.
-Eso seguro te lo robaron pipo, que de noche estos ni se sienten y la cosa está malísima – interrumpió la señora que estaba detrás de nuestro asiento.
La verdad es que no podía permitirme perderlo, había almacenado en él mi vida entera, y de ninguna forma podría volver a comprar otro. Así que decidí llamar como acto de fé absoluta. Este timbró 2 veces, y cuando estaba por rendirme, una voz masculina grave y tajante lo cogió.
-¿Oigo?
-Eh, ¡soy el dueño del teléfono! – dije instantáneamente.
-Asere, mira, yo me lo encontré en la cafetería de Artemisa. Y de verdad que me gustaría ayudarte pero estoy a punto de irme pa’l Yuma.
-No puede ser, no puede ser. ¿A qué hora te vas?
-Mira, yo estoy en el aeropuerto ahora mismo, mi vuelo sale en 3 horas. Si tu quieres, ven a buscarlo, me llamas y yo salgo a entregártelo sin problema.
-Te lo agradezco hermano, pero dime que no me vas a joder. Que tu sabes que a esta hora me va a salir carísimo ir para allá.
-No, de verdad hermano. Ven, tu avísame. – colgó.
Rápidamente calculé en mi cabeza el tiempo que nos tardábamos en llegar a La Habana y de allí al aeropuerto. Era absurdamente apretado. Casi tan apretado como mi presupuesto, pues contaba con 50 dólares, recién cobrados, para todo el mes. No importaba, salía más económico que mi teléfono.
-Cojone… en lo que tú me metes. ¿Y las maletas, las dejamos antes? -dijo Josué, cuando le planteé mi plan.
-No, estás loco. No da tiempo. Llegamos corriendo, cogemos la primera máquina que nos lleve por menos de 30 fulas, y nos vamos rezando porque el tipo nos esté esperando con mi teléfono y una sonrisa.
No era tan sencillo como lo hice sonar. Una vez allí nadie nos quería llevar por el precio que pedíamos. Eran casi las 2 de la mañana y nadie parecía compadecerse de nosotros y nuestra historia. Hasta que allí, en medio de un infierno de barro y taxistas: nuestra salvación. Se ofreció a llevarnos por 20 dólares, ida y vuelta. Satisfechos, y acomodados en los asientos traseros, llamé nuevamente al temporal guarda de mi teléfono, quien parecía seguir dispuesto a devolverme mi objeto más preciado.
-Miren, la verdad es que yo estaba pa’ comerme una puta esta noche. -Nos dijo de pronto el chofer. A lo que respondimos con una risa nerviosa. – No, no, de verdad. Mira, todo lo que tu ves por acá a esta hora son putas, uno reconoce a las más baratas por la pinta que tienen, ¿si me entiendes?. Por ejemplo, esa que está allá, seguro vale unos 5 fulas. – volvimos a reírnos.
-Siempre pensé que rentaba más ese negocio – contestó Josué.
-Es que renta, mira, si son polvos rápidos. Tu comes y te vas, cronometrado. Si quieres repetir pues paga ahí tus cañas. También dependiendo de la calidad, claro. Normal asere, como cualquier negocio. Bueno, la cosa entonces es así: yo voy a coger a una de estas putas en lo que los llevo al aeropuerto, y allá ustedes me dan un momentico mientras yo mato…la jugada. ¿Ok?
Por supuesto que aceptamos, por supuesto que no había absolutamente nada que pudiéramos hacer. Además de intentar que no nos botaran en medio de la nada, o que nos pidiera que nos uniéramos a la fiesta. No mucho tiempo después, tenía a su lado a la primera mulata que vimos en la avenida. No pudimos nunca detallarle el rostro en la oscuridad. Ellos por su parte iban conversando, de cualquier cosa. Tan mundanamente que llegué a pensar incluso que ella se había montado buscando transportarse como nosotros. Pero rápidamente se hizo obvio que no. Así que dentro de aquella extraña conversación y una forzada tensión sexual, estábamos Josué y yo en completo silencio. No quisimos siquiera mirarnos en todo el camino, temiendo que nuestras miradas revelaran algo que pudiera alterar a nuestro particular chofer.
Comenzaron a dolerme aquellos 20 dólares que todavía no habían sido entregados, y estaba por plantearme incluso la posibilidad de decirle a Josué que nos quedáramos a dormir en el aeropuerto, escondiéndonos del taxista, estafándolo. ¿Qué tal si no me daban mi teléfono? ¿Qué tal si estaba por perder el teléfono y el dinero por gusto?.
-Esto es lo que vamos a hacer -interrumpe el taxista – yo me voy a estacionar detrás del aeropuerto, y cuando termine los paso buscando en toda la entrada. Allí me esperan. Y me dejan sus maletas.
-¿Cómo es eso, por qué las maletas? – contesté.
-Pues me dejas las maletas, o los 20 dólares.
Bien, le dejamos las malditas maletas. Al fin estábamos allí, alterados, ansiosos, hambrientos. Él siguió sin dirigirme la palabra durante la caminata, parecía más alterado aún. Yo en cambio acababa de darme cuenta que nuestras maletas valían más que los 20 dólares que preferimos no darle. Debí sacar la laptop, coño. Me dije una y otra vez. No importaba, ya todo estaba hecho, así que me dispuse a llamar con la poca batería que tenía el teléfono de Josué.
-¡¡No, si estoy es en el terminal 3!! ¡¡te lo dije!! – contestó el hombre, impaciente.
No importaba realmente, sólo teníamos que caminar un poco más; definitivamente me había tranquilizado, por primera vez estaba seguro de que recuperaría mi teléfono. Y así fué. Y hasta le dí un abrazo, y mis mejores deseos para su viaje. Quería decirle que lo quería incluso, que me había salvado la vida. Invitarle un café, alguna cosa, no lo sé. Estaba eufórico. Pero fué un intercambio brevísimo. Josué y yo no parábamos de sonreír, estábamos cansados y nos sentíamos drogados con todas las endorfinas y el estréss que habíamos acumulado. Nos devolvimos felices, y en la entrada de aquél terminal donde suponíamos ver a nuestro chofer y a nuestras maletas. Lo vimos, solo que esta vez sin la puta. Invadiendo todo el espacio con su maravilloso reggeatón y su expresión malhumorada.
-¿Dónde se supone que estaban? ¡¿Saben cuánto tengo esperando?! – exclamó.
-Asere, perdónanos, no pensamos que fueras tan rápido. – le dijo Josué.
-¡¡Eh, cómo que ”rápido”, come pinga!! – Nos gritó. Josué comenzó a reírse, y con él todos lo hicimos, por el resto de esa noche, que jamás olvidaremos.