Mi hijo Roney
«Hoy,
hace dos años, falleció mi hijo Roney. Fue asesinado.
Murió
a muy corta edad, tenía tan solo siete años…
A
veces, cuando estoy sola, los recuerdos vienen a mi mente y me toman
desprevenida. Me obligan a reproducir los momentos que compartí junto él, como
una nostálgica película antigua que se reproduce en tu subconsciente. Un pasado
que te persigue, que te ahorca lentamente.
Me
hacen recordar su hermosa sonrisa, su inocente voz. La manera en la que sus
ojos se iluminaban como estrellas cada vez que me contaba alguna de sus
aventuras, y la forma infantil en la que hacía gestos entusiastas con los
brazos para enfatizar la historia. Su ingenua amabilidad, que le hacía mostrar
compasión genuina por cualquier persona y animal. Todas las veces que me pedía
un cuento para dormir y lo orgulloso que estaba cada vez que me demostraba que
podía leerlos él solo…
Lo
di todo por él: mi libertad, mi educación, el apoyo de mis padres. Dar a luz a
un niño a corta edad puede destruirte la vida, es cierto, pero también puede
devolvértela. Porque Roney fue mi razón para levantarme cada mañana. Cada vez
que lo veía, algo nacía en mi pecho; algo que me impelía protegerlo. Él no era
un error, era mi hijo. Mi única razón para dar todo de mí.
Y
entonces, el corazón me traiciona y mis ojos se inundan. Y llueve en mí; sin
que yo pueda detener la tormenta.
Pero
lloro más al recordar sus gritos de dolor, su cuerpo ensangrentado bajo el mío,
su respiración entrecortada rogando piedad bajo su aliento, mi cuchillo
atravesando su pecho, una y otra y otra vez. Su piel pálida como un papel; sus
ojos vidriosos, que lentamente se cerraban para nunca volver a abrirse… su
cadáver frío, sumamente frío.
Roney
murió.
Y yo
lo maté.
Todo
aquél que asesine a un hombre, merece la muerte. Por esa misma razón, con este
dolor en mi pecho, y mediante esta carta, me despido. Aunque no haya de quién
despedirse.
Atentamente:
Dra. Ingrid Malavé.»
—Pobre mujer —musitó el oficial más joven.
—Es así —respondió otro de aspecto más maduro, cubriendo
con una manta el cuerpo de una mujer que yacía en el suelo, con heridas en las
muñecas y vestida de sangre—. Pero es una lástima. No vivió para curarse de su
enfermedad.
—Debe ser duro.
—¿Qué cosa?
—Vivir en una agonía, una mentira. Creer que eres
culpable de algo que no hiciste, y que el remordimiento te carcoma hasta
arrinconarte al suicidio.
—La vida misma es dura, hijo mío. No es lo peor que verás
hoy —el policía se levantó del suelo y se puso su distintivo gorro—. Dale esto
al psiquiatra —le entregó unos papeles al menor, que parecían indicar toda la
información de la muerte de la dama, y partió rumbo a salir de la habitación.
Éste lo leyó, por simple curiosidad, a pesar de que allí
no había escrito nada que él ya no supiera de antemano. Fecha de muerte, hora,
lugar, antecedentes, estado mental…
—¿Esquizofrenia, ah? —dijo a nadie en particular—. Qué
enfermedad más cruel. ¿Será que algún día olvidaré quién soy realmente?
¿Llegaré yo a alterar mis recuerdos y crearme hijos imaginarios?
—¡Apúrate, hijo! ¡Los cadáveres no van a examinarse
solos! —llamó el oficial desde el marco de la puerta.
—Allá voy, oficial Johnson. —dobló los papeles y se
digirió hacia el otro hombre cual perro fiel, dejando el cadáver reposando en
el suelo, descansando en paz.