Miles de otros
—Madre, madre… ¿Qué ha
ocurrido?
Ella lo mira a los ojos y le
acaricia la ensangrentada frente. Lo mece como si fuera un niño en su regazo.
La sangre coagulada ha cerrado las heridas en sus pies y en sus muñecas, las
llagas de los latigazos ya se confunden con las cicatrices del pasado. A la
distancia, la colina luce sombría de tanta sangre y tanta muerte.
—Hemos triunfado, hijo, Eso es lo
que ha ocurrido.
Él mira de reojo el paisaje que
lo rodea.
—¿Por qué estoy vivo? ¿Quién me
ha bajado? —pregunta contrariado.
—Eso ahora no importa.
—¿Cómo que no importa? Hemos
fracasado —se exalta y amenaza levantarse.
Ella lo toma con fuerza y él
desiste.
—No hemos fracaso, hijo. Hemos
triunfado.
—¿Cómo es posible si aún estoy
vivo?
—Porque todos creen firmemente
que has muerto. Y esto así debe permanecer. A la larga, sabrás ver a que nivel
hemos triunfado.
Él dudó.
—Pero… ¿Cómo ha sido posible?
—He sobornado a varios
legionarios. Uno te ayudó aligerándote la carga, en el camino cuando caíste y
amenazaban matarte a latigazos. Otro pretendió hacer un artilugio con una lanza
falsa que debía sangrar por ti, pero ha fracasado y casi desbarata todo el plan
al demostrar su truco de agua. El otro te ha arrimado una esponja para que
bebieras. En ella, junto al agua había una sustancia secreta que te hizo
dormir, para que pareciera que desfallecías. Cuando creyeron que había muerto,
te bajamos.
—Pero, madre. Yo debía morir.
—No, hijo. Eso no es así. Con que
crean que así ha sido será suficiente. Nunca pude hacerme la idea de perderte
para siempre. Y he conseguido hacer un trato.
—¿Un trato? ¿Cómo has conseguido
el dinero para los sobornos?
—Un hombre me ha ayudado, un
romano pudiente. Confía en mí. Sabía todo acerca de ti, sabía de tu verdadera
misión y de tu naturaleza; tanto que temo sea en realidad un ángel. Ningún
hombre podría saber tanto. Nadie ha demostrado un interés similar en salvarte,
ni siquiera los que se hacen llamar nuestros amigos. Al final, se ha apiadado
del sentir de una madre.
Él cerró los ojos confundido.
—¿Y ahora…?
—Ahora nos espera en lo profundo
del huerto.
Luego de esto abandonan la colina
de la muerte. Miles de otros esperan su turno para ser crucificados. Los
soldados acarrean hombres sangrantes con la naturalidad de un escenario prefigurado,
como pastores guiando rebaños, en sus hombros cargan sus propios travesaños. En
la calle de la ciudad otros caen, y otros son levantados.
Madre e hijo llegan furtivamente
a lo más oscuro del huerto. Allí espera el hombre de rostro aguileño. Se sonríen
apenas se ven. Ya se conocen del desierto…