El jardín de mi madre
En el jardín de mi madre crecían girasoles salvajes.
Bueno, suena pretencioso llamar jardín a ese pequeño trozo de tierra, invadido por hierbabuena y mala hierba. Pero a mis ojos de niña ilusa e inocente, era un inmenso parque donde se daba cabida a matas de ajo, girasoles de semillas perdidas de años anteriores y aloes rescatados de la basura, que como por arte de magia, o simple suerte, terminaron arraigando y pariendo hijos, que mi madre, no sé si por desidia o compasión, no arrancaba ni trasplantaba.
Así estaban aquellas verdes plantas carnosas, como gallinas cluecas cobijando bajo el ala a polluelos verde pálido, dejando caer sobre ellos flores amarillas y pulgones.
Para combatir la molesta plaga (de pulgón, no de aloe) mi madre me instaba a abandonar las mariquitas que rescataba de la piscina en aquel pedazo de tierra. -Las mariquitas son muy voraces- decía con voz experta.
A mi me costaba ver a estos entrañables insectos como la implacable máquina de destrucción que pintaba mi madre, pero lo mismo me daba dejarlas allí, que en otra parte. Los pulgones no desparecían de las flores amarillas y medio podridas de los aloes, y aquello hacia difícil que cambiara mi percepción acerca de los animalillos rojos y negros.
Siempre rojas con puntitos negros, las mariquitas. Mi madre me aseguró que un día, en un parque- un vulgar parque, decía, un parque normal, en una ciudad normal, sentada en un banco de madera- vio una mariquita amarilla con puntos negros. Me dijo que intentó hacerle una foto, pero que mientras sacaba el móvil con una mano e intentaba sujetar a la perra con la otra, la mariquita voló y despareció.
Y llegado este punto, tengo que hacer una aclaración. La credibilidad de mi madre, para mi, era nula. Por tanto, hasta que no constaté, ya de mayor y por casualidad, en una página de fauna y flora de la región la existencia de las mariquitas amarillas, no creí en ellas. Ya había caído en la trampa de los marsupilamis, los gamusinos, y demás animales mágicos. Ya había guardado piedras calizas como si de fósiles se trataran, y tuve que defender a empujones la idea de que las Reinas magas pasaban por mi casa la noche del cinco de Enero.
Una madre peculiar, digamos. Un personaje no sé si creado para enmascarar miedos e inseguridades, o una persona simplemente diferente.
Mi madre igual me daba un beso que me echaba con cajas destempladas de su cama.
Hacíamos su regalo del día de la madre, y mientras lo envolvíamos me daba precisas instrucciones de cómo se lo tenía que dar y se reía a carcajadas pensando en la cara que pondría.
Quizás por falta de infancia, o una inmadurez incurable, mi madre siguió jugando hasta el final de sus días. Su juego favorito, repetir palabras mientras me instaba a que las degustara como ella hacía, cerrando los ojos y moviendo de un lado a otro de la boca la lengua y la saliva fresca, como paladeando un güito de cereza rebañado.
Con cuatro años, mi madre fue esa amiga con la que compartía charcos.
Con siete, la que me instaba a estudiar para que no me engañaran las malas personas que no tenían cabida en mi mente, poblada de mariquitas y safaris entomológicos con ella.
Con catorce, pasó a ser un personaje vergonzante que reía escandalosa, y no era como otras madres. La escondía a mis amigas, le pedía que madurase, que dejara sus palabras, que guardara sus rarezas para sus amigas de trueque de vinos, quesos fuertes y libros.
Con treinta volví a refugiarme en sus brazos,arrugados y colganderos. A su estridente risa cascada. Cultivando girasoles domesticados, era yo la que le repetía palabras para que no las olvidara. Que importante me parecía ahora aquello. Que olvidara todo, menos sus palabras, sus tesoros de Gollum lingüista.
Porque mi madre iba olvidando que era mi madre. Y que era feminista, y que había sido anarquista. Y que odiaba el agua caliente de piscina, igual que adoraba la fría corriente de un río. Olvidó su nombre. Olvidó que era adulta,cerrando así su ciclo de vida. Volvió a ser niña ecolálica, bebé indefenso, y polvo de estrellas.
Mi madre volvió a la tierra, a su descuidado jardín. A abonar girasoles. Y una mariquita amarilla vino a hacerle una ofrenda, dejando sus huellas en las pipas marrones. Y mientras la observo, espero impaciente al marsupilami, al rey de los gamusinos y todos los animales mágicos que me aseguró con firmeza que había invitado a este, su último homenaje.
… una niña eterna quizá ?