Cerrando el círculo
Me gusta Sevilla. De hecho llevo aquí ya seis meses, ¿o debería decir que tan solo llevo seis meses? Da lo mismo, lo único que importa es que no hay día que no salga a pasear por sus calles y no encuentre algo que llame mi atención.
Sevilla es una ciudad bella, amable y, sobre todo, peculiar. Yo no puedo evitar sentir que es una ciudad que apetece compartir; con los amigos, la cervecita y unas tapitas; con la familia, una mañana de domingo o un paseo en bici; con esa persona única; un paraguas o una calleja a media luz.
Hace unas semanas, no importa cuántas, iba paseando por Sevilla, cruzando el Guadalquivir por el puente de San Telmo, para que se ubiquen los sevillanos, el de la Torre del Oro, para los más profanos.
La hora era esa en que la luz del cielo tiene la misma intensidad que las luces de la ciudad. Esa hora en que el Sol está bajo el horizonte pero alumbra el cielo con un color especial. La hora azul se llama.
Pues eso, que andaba yo en mis cosas cuando, justo al final del puente, una pareja mayor, extranjeros ellos, se dirigió a mí para pedirme un favor. Simpáticos los dos, querían que les hiciera una foto, me dijeron ofreciéndome su cámara. Ante esa petición les pedí que se colocaran de forma que la Torre del Oro saliera al fondo. Ya teníamos el marco incomparable.
Hasta ahí todo era normal, pero el caballero, muy amable él, me dijo que no, que lo que tenía que salir eran los restaurantes que jalonan la orilla derecha del río, la orilla trianera vamos. Se colocaron y les hice, no sé, tres o cuatro fotos, ventajas de lo digital.
Mientras se veían en la cámara sonreían, me daban las gracias, pero yo quería más, así que indagué en el porqué Torre del Oro no, restaurantes sí, algo extraño en unos “guiris” como eran ellos.
Resulta que -no somos extranjeros, bueno sí, pero no-, fueron sus palabras textuales. Les comenté que acento de Sevilla no tenían y Miguel me comentó en dudoso castellano que era madrileño de nacimiento, que llevaba cincuenta y cinco años viviendo en Inglaterra, que al llegar allí había conocido a Alice y que ahora habían vuelto a Sevilla para celebrar sus bodas de oro y recordar su luna de miel, que consistió en un viaje por Andalucía. La noche que pasaron en Sevilla habían cenado en uno de los restaurantes de la foto que yo les acababa de hacer. Cerrando el círculo.
Hablamos unos minutos más y les libré de mi presencia. Me quedé con la sensación de haber sido invitado a algo muy importante.
Esta semana una amiga, Dolores, me ha contado una bonita historia. No es una historia especial, ni tan siquiera original, pero es su historia y eso la convierte en única.
Tiene Dolores cincuenta años y nunca he oído su voz ni he visto su rostro, cosas de las redes sociales, sin embargo leyendo sus palabras se demuestra una vez más que hay cosas que no hace falta ver ni escuchar para saber como son y puedo asegurar que tiene alegría para repartir. Una “hartá”, como se dice por aquí.
La vida, mucho más a menudo de lo que pensamos, nos maneja a su gusto, juega con nosotros y hace que nos comportemos, como caracoles.No pongáis esa cara que ya voy.
Son los caracoles unos animalillos curiosos, que además de ser protagonistas de un chiste malo son famosos por más cosas.
Es el animal más lento que existe pero, no contento con eso, cuando va de un sitio a otro tiene la facultad de no hacerlo jamás en línea recta, aunque le ates la lechuga a los cuernos. Además se esconde a la primera dentro de su caparazón, ¿os suena? Sí, sí, tranquilos que ya me explico.
Como seres humanos somos capaces de estar dando rodeos a paso titubeante durante años, aunque tengamos nuestros objetivos o deseos delante de nuestros ojos y encima, a la mínima, nos escondemos. Somos caracoles emocionales.
La vida, menos veces de las que nos gustaría, nos premia con una sonrisa que tal vez llevamos esperando veinte años sin ni siquiera saberlo.
Hace unas semanas Dolores fue de boda. El mérito de Dolores no es haber recibido una sonrisa inesperadamente esperada de Paco, el mérito está en devolverla y atreverse a cobrar por fin el premio que, hace mucho, la vida les reservó, personal e intransferible a sonriente y sonreída.
Hoy, Dolores y Paco, Paco y Dolores, han hecho la que tal vez sea su primera salida en familia. Han ido con sus respectivos hijos al Alamillo. Creo que es un parque de Sevilla, pero de lo que sí estoy seguro de que es un puente sobre el Guadalquivir.
Espero y deseo de todo corazón que, dentro de cincuenta años, haya alguien cruzando el puente para hacerles esa foto que se convierta en el símbolo de que caminar recto aunque fuera tan solo aquel domingo de boda, valió la pena, cerrando el círculo.