Crónica de un tatuaje.
El sol entraba entre las maderas clavadas sobre la ventana, era evidente que le costaba mucho atravesar aquella impresionante nube de polvo que llenaba la habitación. Hacia semanas que no paraba de rebuscar por todos los archivos, bibliotecas, librerías y almacenes de libros de la ciudad, se había gastado una fortuna en libros que no le habían servido para nada en su investigación, y por si fuera poco, el director del archivo histórico de la ciudad había tardado casi una semana en hablarle de aquel viejo almacén de tomos sin clasificar en el desván de la Biblioteca. Prefería no pensar en el tiempo que tardó en convencer al guardia del almacén de que tenia permiso, el director ya le había avisado de que era raro, pero la verdad, no esperaba encontrar un ser como aquel fuera de las viñetas de un comic de terror.
Podía sentir su mirada clavada en la espalda, notaba como aquellos ojos saltones de sapo seguían cada movimiento de sus manos sobre los viejos tomos del almacén, incluso parecía que lo que sentía aquella caricatura de ser humano eran celos, celos de que alguien más tocase sus viejos libros, celos de que alguien pudiese profanar la quietud de su santuario. Celos, resumiendo, de él.
Si aquel pobre loco supiese los poco que le interesaba en realidad aquel desván y todo su contenido, si supiese que lo único que le interesaba era Nadia.
Nadia. Recordaba el primer día que la vio en el Maeloc.
Visitaba a Alberto, ese día no trabajaba porque Alberto no lo necesitaba por la semana, no había suficiente gente en el bar para que hiciera falta un camarero. De todas maneras les gustaba acercarse por allí a matar el tiempo hablando de los últimos estrenos de la cartelera, o inventando historias fantásticas sobre Elias Thomsom, un autentico antihéroe que inventaran a medias. El caso es que, como casi todos los días a esa hora, ellos eran los únicos que estaban en el bar, y no esperaban a nadie tan temprano, apenas eran las cinco y media de la tarde, y el bar solía estar vacío hasta las ocho o las nueve, solamente entonces los habituales llegaban en búsqueda de unas cervezas negras mientras jugaban un rato a los dados.
Pero se abrió la puerta del bar, y Nadia entró en escena.
Parecía que no tocaba el suelo, se movía con tanta gracia que, mas que caminar, parecía que levitaba a un par de centímetros de las baldosas del Maeloc. Vestía un traje vaporoso, blanco, que en contrate con el sol marcó la sombra de su figura. Ninguno de los dos fue capaz de decir una sola palabra. Se acercó a la barra y cualquiera podría pensar que enganchado en sus cabellos llevaba un rayo del sol que quedaba proscrito fuera.
Alberto fue más rápido que él, y cuando reaccionó, ya estaba tras la barra del bar preguntándole que quería tomar.
Quería una cerveza. Negra.
Era mas bien tímido, pero una fuerza inexplicable hizo que me acercara a ella y desplegara todo su encanto en la conversación.
Hola.
Hola, contestó.
Quedó como un imbécil, porque fue incapaz de decir una sola palabra coherente más. Sólo se quedé mirándola, como hipnotizado.
Alberto, por suerte y contra su costumbre, reaccionó mejor, estuvo un rato hablando con ella. Le preguntó como se llamaba. Nadia. Quiso saber si era de por allí, porque nunca la viera cerca del bar. En realidad acababa de mudarse desde el otro extremo de la ciudad, aún no deshiciera la maleta, pero le apetecía tomar algo fresco antes de ponerse con una tarea tan dura como arreglar su nueva casa. Esperaba poder ganarla como cliente. Desde luego, si siempre tiraba la cerveza así, seria una cliente asidua.
Entretanto él no había dejado de mirarla como un autentico subnormal. Tampoco era tan raro, acababa de enamorarse hasta las trancas.
El viejo de las de alambre se había acercado poco a poco a él mientras se hundía en sus recuerdos del primer encuentro con Nadia, ahora mismo tenia la cabeza sobre su hombro y le siseo al oído “no doble las hojas de esa forma, joven”.
Se le pusieron todos los pelos tiesos como clavos, incluso parecía que su voz se le metía en el cerebro torturándoles las neuronas.
Le preguntó si tenia algún otro libro que tratase el tema de las marcas familiares y los tatuajes tribales celtas. Parecía que no quería contestar, comenzó a frotar una mano contra la otra mientras miraba nerviosamente en todas las direcciones. Preguntó, ¿pero aun no ha terminado, joven, no ha terminado?. Le costó un buen rato hacerle comprender que no terminaría hasta haber ojeado todos los libros que tuviese, relacionados con el tema, que tuviese en el almacén, además debía recordarle que tenia autorización escrita del director de la biblioteca para estar allí el tiempo preciso, y si hacia falta volver las veces que considerase necesario.
El argumento hizo que todo su deforme cuerpo se tensase como un cable de acero estirado entre dos postes, incluso precio que había comenzado a temblar ante la amenaza de que el intruso pudiese volver a fastidiar otro día más. ¡¡Puede que incluso más de un día!!. Tuvo que ceder y llevarlo al lugar donde se ocultaba el viejo baúl, tapado por decenas de cajas de cartón. “La última vez que lo vi, estaba ahí. Supongo que ahí seguirá, joven”.
Efectivamente allí se encontraba: “Del Mundo Celta, sus marcas familiares y su uso mágico. Tratado completo sobre el pensamiento oculto y las tradiciones celtas, así como su vinculación con las marcas corporales tribales y su pervivencia hasta el día de hoy en sociedades secretas y prohibidas”. Era un volumen lujoso, o por lo menos lo había sido en el momento de su encuadernación, la fecha indicaba que fuera editado en el año 1748, por un tal Frey Silvosa de Betroña. Pesaba una barbaridad, y era de un tamaño descomunal, como un periódico abierto, con hojas de un papel rugosos y fuerte, las pastas eran de piel de buey, o de un bicho parecido, y estaban cosidas con un cordón de cuero en sus bordes, las letras del título estaban grabadas en el cuero, y embellecidas con pan de oro, levantado en alguna de las letras. Era evidente que debía tratarse de un ejemplar único, tanto por la encuadernación, como por el hecho de que se trataba de un manuscrito, en una época en que ya estaba extendido el uso de la imprenta. En la primera hoja Frey Silvosa de Bretoña tenia buen cuidado en dejar claro que no se trataba de una obra original, si no que se trataba de una traducción de un antiguo manuscrito en latín, que el supuesto fraile encontrara en en el fondo de una biblioteca de un convento templario escondido en un bosque atlántico, no muy lejos de las torres de los Andrade, en Puentedeume. Por lo visto, el fraile en cuestión no se limitara a la copia y traducción del manuscrito, si no que había incluido algunas notas y comentarios producto de sus investigaciones personales. Advertia que por su carácter mágico dudaba mucho que los superiores de su orden estuviesen de acuerdo en la publicación del libro en cuestión, por lo que escondía ese libro para un futuro mas abierto.
Cada hoja tenia un cuidados dibujo de un símbolo de origen celta, grabado en una piedra o como un tatuaje, al lado del símbolo, el fraile se extendía sobre si significado familiar, así como sobre el supuesto uso mágico que se le atribuía.
¡Era justo lo que llevaba semanas buscando!, era lo que intentaba conseguir desde que había visto aquel extraño tatuaje por primera vez.
Charlaban en el Maeloc, como lo hacían casi cada tarde desde que la viera por primera vez. Aún se quedaba estupefacto cada vez que la veía traspasar la puerta del bar, seguía pareciéndole una aparición del mas allá, como un ángel encarnado para darle sentido a su vida.
La verdad es que profundizaran mucho en su relación, de hecho podía decirse que eran algo mas que amigos… bastante más que simples amigos. Eran pareja.
Aquella tarde estaban sentados muy cerca el uno del otro, ella se acostara a lo largo del banco del café y apoyara su cabeza sobre sus muslos, mientras el le acariciaba los cabellos constantemente, mientras le contaba en voz baja uno de los cuentos que solía inventar para ella. En un momento su mano descendió por su hombro, y le retiró suavemente el cabello para acariciarle los hombros.
Entonces vio el tatuaje.
Era el típico trisquel celta, tatuado en la base de la nuca, casi en la espalda, y nunca había reparado en el porque solía quedar tapado por la ropa o por el pelo, cuando no por ambas cosas a la vez. No se trataba de un trisquel común, era negro, muy, muy negro para un tatuaje, y parecía que se clava en la carne de forma que no se e apreciaban la puntas, insertas bajo la piel, allí donde simulaban clavarse lñas puntas en la carne había, también tatuadas, tres gotas de sangre. Era tal la perfección del tatuaje, y el detalle del dibujo, que tuvo que pasar sus dedos sobre las gotas de sangre para comprobar que no eran de verdad.
Ella se sobresaltó y se levanto de golpe, le había cambiado la cara, parecía que había visto a la compañía de los muertos errantes delante de ella misma, es más, parecía que fuese un miembro de la misma.
¡Lo has visto!
Fue lo único que dijo antes de echarse a llorar como si le hubiese dado una bofetada.
Tardo más de una hora en lograr que le contara la historia. Estaba de acampada con unas amigas en la playa de “Praia lago”, como no tenían mucho dinero no habían montado la tienda de campaña en el camping, y optaron por hacerlo en un extremo de la playa, lejos de la vista. Una noche alguien abrió la tienda y echó dentro un spray. Cuando se despertó, casi al medio día, cada una de las tres chicas que dormían en la tienda tenia un tatuaje como el suyo, pero en diferentes partes del cuerpo. Vino la policía, pasaron por el médico, los psicólogos, etc… y desde ese día el tatuaje pasó a formar parte de su vida. De las tres chicas tatuadas solo ella seguía viva, una de las chicas desapareciera sin dejar rastro dos años atrás, y la otra se suicidara apenas tres meses antes… se había vuelto loca, aseguraba que la vigilaban, que la seguían, que alguien la perseguía desde aquel día en la playa, no había superado el miedo y se había tirado desde su ventana. Vivía en un séptimo piso.
Puedes bórralo con laser, se atrevió a sugerir.
Ella le había contestado que ya se había acostumbrado a el, y que además no tenia tanto dinero como para gastarlo intentando borrar un tatuaje.
No le dio mayor importancia.
La verdad es que con el tiempo, aquel tatuaje paso de ser una pequeña mancha en su memoria, a convertirse en un pesado pensamiento recurrente. Le bastaba con cerrar un momento los ojos para verlo, aunque fuera solo un segundo, lo veía casi palpitar, delante de sus ojos. Los días antes de comenzar su búsqueda, incluso soñaba con el tatuaje girando y girando hasta convertirse en un monstruo que lo devoraba a él y a su novia.
Pasó las páginas del libro con ansiedad, con una sed que le quemaba por dentro. Sed de conocimiento.
Estaba a un tris de perder la esperanza, de convencerse que tendría que seguir buscando. Entonces lo encontró, exactamente igual que el que marcaba el cuello de Nadia. “Trisquel Sangrante”, ese era, según el libro, su nombre, había sido una marca familiar, de un grupo emparentado de alguna manera con Ilth, un caudillo celta, al parecer este se había casado con la hermana de un druida de nombre Vergarath, este había sido el símbolo familiar. Se vinculaba el símbolo con un oscuro culto iniciático que antiguamente se realizaba donde hoy se situaba la ciudad. El símbolo había sido heredado por una oscura orden medieval, esta utilizaba el parapeto del cristianismo para seguir adorando a dioses antiguos. Con el tiempo la orden se convirtió en una logia secreta, esta logia se encargaba de saciar la sed de sangre de un mitológico dios-monstruo que dormía en el fondo del océano, con la cabeza apoyada en tierra firme, era sobre la cabeza del monstruo dormido donde había ido creciendo y desarrollándose su ciudad. Cada veinticinco años la logia realizaba un sacrificio de sangre que aseguraba el sueño del monstruo. Según el fraile, el sacrificio debía realizarse en una pequeña plaza de la ciudad, marcada por un cruceiro, que en realidad era un altar pagano camuflado y catolificado. La víspera de San Juan, a las doce de la noche, debía verterse la sangre.
El tatuaje identificaba a la victima escogida.
Dejó caer el volumen y se echó directamente a correr. Fue tan violento en su decisión que el viejo sapo, el vigilante del almacén que a base de amenazas y sobornos lo había dejado investigar en el desván, no tuvo tiempo a reaccionar o quejarse. El apenas había alcanzado la puerta y el vigilante deforme ya había cogido el volumen del suelo y lo apretaba contra su pecho. Si hubiese tenido tiempo para fijarse, quizás hubiese apreciado un brillo extraño en sus ojos, una mezcla de rabia contenida y diversión.
Bajó los escalones de dos en dos, de cuatro en cuatro, a saltos, medio corriendo medio volando. Eran las doce menos diez, y una extraña sensación recorrió su espina dorsal. ¡¡Hoy era el día!!, sabia que hoy era el día. Todo se aliara para conseguir el permiso del director de la biblioteca justo el día que era la víspera de San Juan, y tardara toda la tarde y parte de la noche en encontrar el volumen preciso.
¡¡Ojalá un rayo partiese a aquella caricatura de vigilante!!, estaba seguro de que sabia la ubicación del volumen desde el momento en el que él había entrado en el almacén, y le había hecho perder toda la tarde. Salió casi volando, el jardín amurallado en el que se apoyaba el edificio de los Archivos de la vieja biblioteca, corrió hacia la tuma del viejo general ingles muerto hacia tanto tiempo, y como un reflejo del pasado vio el primer beso que se dieran
Fueran a aquel viejo jardín porque el tenia un cariño especial por aquel viejo general muerto, le contó con parsimonia la historia de aquel viejo héroe, o quizás le contó como debería haber sido esa historia. Luego la llevó a ver los versos escritos por una poetisa en honor a ese héroe. Ella lloro leyendo, y él la recogió con su brazo, como para protegerla de la tristeza. Cuando quiso mirarla, ella tenia sus ojos clavados en él, y estirándose un poco le besó en los labios.
Entonces supo lo que era la felicidad.
Tropezó con un cura de la iglesia cercana, el pobre viejo se parecía a un viejo cuervo negro, y no soportó la embestida, terminando con sus huesos en tierra sin tener tiempo pata terminar el rezo que recitaba entre dientes.
No se paró.
Algo le decía que cada segundo podía resultar vital y decisivo. Sabia, lo había hecho desde el mismo instante que leyera el viejo libro, que Nadia estaba siendo, de alguna manera, preparada para un cruel sacrificio en aquel mismo instante. Había sido como una revelación, un grupo de locos la escogieran para derramar su sangre en honor de un dios-monstruo del pasado, y sólo él podía impedirlo.
Conocia perfectamente el camino, de hecho aquella plaza en concreto, pequeña y siempre sombria, lo había atraído siempre como un iman atrae al hierro, allí escribiera sus primeros versos, mas que escribirlos, casi los había parido, con genuino dolor, en una de las esquinas penumbrosas de aquella plaza, allí había pasado largos momentos de soledad con su pensamiento, allí se había enamorado por primera vez de su ciudad, y allí se estaba desarrollando la locura mas grande que jamás hubiese podido imaginar: un sacrificio en pleno siglo XX.
Aquella vieja calle, llena de pubs decrépitos y avejentados, como robados a otro tiempo, estaba en un claro contrate, llena de jóvenes, chicos y chicas con una cerveza en la mano. Pelos largos y ropas de cuero, acero atravesando partes impensables del cuerpo, tatuajes de demonios, duendes, hadas, indios y serpientes, viejas motos al lado de otras relucientemente recién sacadas de su envoltorio, incluso alguna mítica Harley. Todo se interponía en su camino. Debió aminorar el paso, sabia que un empujón allí seria el desencadenante de una pelea, y posiblemente cuando hubiese logrado abrirse paso rompiendo dientes y narices, el sacrificio habría terminado.
Mientras avanzaba trabajosamente a través de la movida mas rockera de la ciudad se maldecía a si mismo por no haber pensado en dar un pequeño rodeo evitando esa zona del casco viejo de la ciudad.
Podría estar ya en aquella vieja plaza.
Pasó ante el “Catro cans”, la vieja bodega donde había pasado horas y horas jugando a las cartas, muchas veces hasta ver llegar el amanecer. Recordó los ojos misteriosos de Nadia mirando desde detrás de la muralla de unos desgastados naipes, y como mas de una vez soltaba justo la carta que el necesitaba para, lentamente y con una sonrisa en la boca, cantar Chin Chon. Recordaba el tiempo pasado prácticamente solos, mientras fuera los pelos, las motos, los tatuajes se amontonaban escuchando lentas baladas de Scorpions u otros aberrantes temas de grupos de Metal cuyo nombre ni siquiera conocía.
Mas de una vez pasearan por aquella calle camino del dique de abrigo, donde, rodeados de gatos, salvajes y urbanos casi tan heavis como los bebedores de cerveza, habían visto salir el sol y teñir los barcos de recreo del club náutico con los colores de un nuevo día.
Terminó su ensoñación al tiempo que superaba el último rockero, y podía retomar su carrera alocada, cubriendo los últimos metros que lo separaban de la vieja plaza, su cruceiro y el convento de monjas de clausura Bárbaras que allí se ubicaba. No respetó los tramos de césped, ni la fuente, en su desenfrenada carrera, y en poco tiempo estaba antes las cadenas que impedían el acceso de automóviles a la plaza donde se realizaría el sacrificio.
Estaba allí, tan hermosa como siempre. Vestía una extraña túnica negra, con un capuchón que le caía a los lados de la cabeza. Estaba de pie, apoyada ligeramente en el cruceiro del centro de la plaza, un rayo de luna, de aspecto sobrenatural bañaba su figura. No había ninguna otra luz, las farolas permanecían apagadas, muertas. Aquella luz extraña que la rodeaba, daba la sensación de estar robándole la vida.
Quiso gritar y correr, pero en cuanto su pie se apoyó en el suelo de losas de piedras de la plaza, fue como si una gigantesca y monstruosa mano se le hubiese puesto encima, perdió todas sus fuerzas y hasta se le nublo la vista por un momento, como si fuese a desmayarse. Se sobrepuso como pudo y siguió avanzando, ahora a cámara lenta, sintiéndose como un viejo intentando escalar los muros de su asilo. Cada paso que daba lo agotaba más y más.
Cuando llego al lado de su novia ya ni era capaz de mantener en pie, llegó a creer que allí morirían los dos. Por el rabillo del ojo pudo ver unas extrañas figuras negras que entraban lentamente en la plaza y formaban una especie de cuerda humana a su alrededor, dejando solamente un lugar por el que no estaba cerrada la formación oscura.
Creyó ver el cielo abierto.
Sacó fuerzas de donde ya no quedaban, empujo con fuerza a Nadia y la sacó, del empellón, fuera del circulo de luz lunar.
Pensó que había vencido y se dejó caer en el lugar que antes había ocupado ella, cerro los ojos y se dispuso a dormir. Un sonido raro, como no había escuchado nunca, lo mantuvo despierto, el sonido crecida lentamente, hasta que la curiosidad pudo más que el deseo de dormir, y abrió los ojos.
El círculo de figuras negras estaba ahora cerrado, cogidos de la mano cantaban en un idioma que jamás había oído. Estuvo a punto de sonreír, incluso empezó a hacerlo, les había robado a su victima, así que de nada valían sus rezos. La sonrisa se volvió de piedra en sus labios. Nadia formaba parte de la cadena humana, junto con el director de la biblioteca, el viejo y deforme guardián del desván-almacén de libros, el dueño de la bodega, el alcalde de la ciudad y otros a los que no conocía. Su rostro estupefacto dibujó una pregunta.
El viejo y encorvado guardián del almacén de libros en el desván, aquel que le hiciera perder el tiempo hasta el último momento, antes de entregarle el volumen que buscaba, el mismo que no había dejado de vigilarlo ni un solo momento, habló.
“Pobre estúpido, esta ciudad, el ser sobre el que está edificada, nunca quiso sangre de mujer. No, siempre, desde hace tanto tiempo que los recuerdos se pierden en la noche del olvido, reclamó la vida de un joven, de un hombre enamorado, dispuesto a derramar su sangre por amor a nuestra sacerdotisa, escogida desde su nacimiento para esta misión”
Nadia levantó entonces la voz, cantando una canción monótona y triste.
Las baldosas del suelo de la plaza comenzaron a moverse como si tuviesen vida propia, convirtiéndose en las escamas de un ser monstruoso, las paredes se combaron y sus venas se abrieron y expulsaron lentamente todo la sangre de su cuerpo. La sangre resbaló lentamente por los escalones del cruceiro y se introdujo lentamente en la tierra-carne de aquel dios-monstruo-ciudad.
Luego solo fue la oscuridad.
FIN.