CUANDO EL AVIÓN SE ELEVÓ!!!
Daniel
Montenegro[1]
era un ciudadano de “a pie” como cualesquier otro. Vivía en un país con
problemas de la vida diaria, con días buenos, otros no tanto; pero vivía. Provenía
de una familia como muchas, de esas que sobreviven entre todos cual clásicos
mosqueteros: “todos para uno y uno para todos”. Se había formado con el
esfuerzo colectivo y el suyo propio en una tierra de oportunidades, oportunidades
que cada quien aprovechaba a su manera. Daniel las había aprovechado para
formar en sí mismo una persona íntegra, de esas que valen por lo que son. Pocas
cosas se le podrían reprochar a Daniel, salvo aquellas inherentes a su propia
humanidad.
Con los años, Daniel había logrado
llegar mucho más lejos de lo que hubiese querido soñar. Había levantado una
familia para sí mismo. Tenía un empleo promedio, no muy bueno, no muy malo;
pero lo tenía. En su casa pocas cosas (de las que verdaderamente importan)
faltaban. Tenía hijos, esposa, allegados, amigos. Los días pasaban y Daniel
vivía. Nuca tuvo mayores preocupaciones puesto que siempre supo ganarse lo
suyo. En las épocas buenas Daniel sabía aprovechar sus frutos al máximo, y en
las no tan buenas siempre supo como girarlas a su favor y sobrellevar el
momento.
Este país en el que vivía Daniel, como
muchos otros países siempre tuvo problemas. Problemas de esos que abundan en
nuestra idiosincrasia latinoamericana. Gobernantes no tan buenos, otros peores;
pocas veces uno que hubiese valido la pena desear. Este mismo país en el cual
Daniel había crecido, a pesar de sus gobernantes; siempre fue un país próspero.
En él, la divinidad supo volcar su benevolencia y las cosas siempre parecieron
prometedoras. Fue históricamente una tierra de oportunidades, el mejor destino
para sembrar raíces. Daniel siempre dio gracias por ello.
Los azares del destino, las pésimas decisiones;
complicaron el panorama de este país que había visto crecer a Daniel. Vinieron
tiempos difíciles, muy difíciles. Daniel soportó estoicamente cada nuevo reto. A
eso estaba acostumbrado, a sobrevivir y a vivir en el intento.
Las cosas fueron cada vez peores,
tan sutilmente peores que nadie siquiera lo pudo visualizar. Con una sutileza
tal que hasta el más desafortunado alcanzaba a encontrar una manera de asimilar
el nuevo panorama e irlo incorporando a su nueva cotidianeidad. Visualizar cada
problema en retrospectiva era la única forma de valorar la capacidad de
adaptación que había logrado cada cual. Personas iban, personas venían. Ya la
migración empezaba a tornarse inversa. Los más suspicaces fueron los primeros
en abandonar el barco.
Daniel, como muchos; seguía adaptándose
a cuanto pudo. Vio emigrar a cantidades enormes de compañeros, familiares,
amigos. La merma de sus allegados llegó a ser incontable. Pero Daniel, como
muchos; seguía resistiendo. A eso estaba acostumbrado. Daniel sacrificó cuanto
pudo por dejar de ser parte del problema y ocuparse a la solución.
Incansablemente luchó, una y otra vez, día tras día, hora tras hora. Quizás su
innato deseo de superación fue el que no le dejó ver las cosas en su momento, sus
ansias progresistas lo cegaron hasta cuando fue demasiado tarde.
Las cosas mantenían su rumbo y poco
se notaba la diferencia para Daniel y su entorno. Daniel jamás hubiese permitido que fuese de
otra manera, multiplicó esfuerzos y siguió adelante. Quizás el cansancio de su
alma debió alertarlo tempranamente, pero Daniel poca atención prestaba a ello;
no estaba acostumbrado. El tiempo siguió transcurriendo y todo lo demás
simplemente, pasó.
¿Quién hubiese podido alertar a
Daniel unos años atrás sobre lo que se avecinaba en su entorno?, muchos quizás lo
hicieron. Cada uno de los nuevos migrantes exponían cientos de razones para
dejar atrás aquello en lo que Daniel seguía creyendo, pero él nunca lo quiso
aceptar. En su vocabulario jamás había dejado entrar la palabra “derrota”. No
estaba acostumbrado. Muchos años después entendió que la “derrota” puede tener
múltiples acepciones. Partir sin mirar atrás (oportunamente), puede ser el
triunfo precoz del sentido común y la razón. Muchos años después, Daniel
entendió que tantos no podían estar equivocados. Nadar ciegamente en contra de
la corriente no es necesariamente el camino al éxito.
Pasaban los años y Daniel cada vez
notaba más la ausencia de los que no están, la ausencia de los que seguían ahí;
en su país, en su entorno. Daniel cada vez más fatigado, se negaba a aceptar
que tantos hubiesen tenido razón. De haber maniobrado el barco oportunamente le
hubiese aligerado la carga que le deparaba el porvenir. Daniel estaba por
asumir el reto más difícil de su vida: entender que estaba recorriendo el
camino equivocado.
Seguía firme su rumbo, pero la
inocencia de Daniel (que nunca fue estupidez) le permitía aun en su ímpetu
notar que las cosas no estaban del todo bien. Nada que vaya en menoscabo de la
integridad del ser humano puede estar bien. Para Daniel y los suyos, así como
para millones de compatriotas las cosas ya no eran normales. Daniel sufría de
conflictos, de los peores conflictos que pueden llegar a afligir a un hombre que
piensa y que siente. El conflicto entre la conciencia y la razón.
Las necesidades de los menos
afortunados hacían mella en el espíritu de Daniel. El dolor en cualquiera de
sus manifestaciones siempre fue el punto más vulnerable para él. Se sentía la
miseria a flor de piel. La desgracia, la decadencia social eran cada vez más
comunes. La falta de sensibilidad social no dejó de ser la protagonista. Cual
panorama grotesco en el peor de los escenarios, las personas de devoraban unas
a otras. Hubiese querido Daniel que fuera metafóricamente hablando, pero no era
así. El espíritu de Daniel, cada vez más golpeado empezaba a quebrajarse.
Las circunstancias que habían tomando
un rumbo claramente definido, con el correr de los días eran menos
prometedoras. Las condiciones de vida, cada vez más alejadas de la humanidad; golpeaban
fuertemente las ganas de los que aún apostaban por un país mejor. Por lo menos
de aquellos que aún lo hacían desinteresadamente como Daniel. De los que aún
luchaban por el beneficio colectivo y no para el suyo propio. Daniel empezó a
sentir en carne propia las consecuencias de un país que había sido subsumido a
la peor de las desgracias, a la mediocridad, al conformismo, al facilismo. El éxodo
continuaba y Daniel aún no entendía que le había pasado su tiempo. Si algo
debía, ya estaba saldado con creces.
Aún hoy día, no está claro en la
memoria de Daniel cual fue el punto de disparo para decidir lo que no había
querido decidir. Aunque sentía cada vez más tardío su momento, Daniel se
empeñaba en seguir creyendo que huir no era la mejor de las opciones. Daniel
sufría calladamente por los suyos. Como millones, ya no eran los mismos. Más
delgados, más lánguidos, más escuálidos. Más distantes de lo que debieron haber
sido. Daniel no tuvo más opción que asumir la “derrota”. Tardíamente, pero
segura. Tantos no podrían haberse equivocado. Daniel se resignó afligido.
Empezó Daniel, con su ímpetu característico
el camino que jamás había pensado recorrer. Tomar la decisión había sido extremadamente
difícil. Jamás pensó Daniel que lo que se avizoraba fuera a ser más complicado
que aquello. Dejar tantas cosas, arriesgar tantas otras. Entender que alejarse
de sus seres queridos era el mejor gesto de amor desinteresado le costó varias
sesiones consigo mismo. Para volver a ser lo que fueron, Daniel debería ser el
promotor de lo que nunca pensaron. Era Daniel y solo él quien tenía en sus
manos el destino de aquellos a los que tanto debía. Aquellos a los que tanto
amaba.
No fue empezar desde la nada en otra
tierra lo que acongojaba a Daniel, mucho menos la incertidumbre de lo desconocido,
ni los pocos bienes abandonados. Daniel siempre se había caracterizado por ser
altamente emprendedor y poco materialista. Pero dejar atrás indefinidamente a
todos cuanto eran su vida no dejó dormir a Daniel por muchas noches. Las cartas
ya estaban echadas y Daniel simplemente se ocupó en ejecutar lo que era
meritorio para él. Debía unirse indudablemente al grupo de los que hoy
tardíamente tenían que abandonar por lo menos de manera temporal ese gran barco
a la deriva en el cual habían convertido a su país.
El viacrucis comenzaba, la tardía decisión
de Daniel le había costado meses. Pudieron haber sido años si Daniel no hubiese
seguido guardando en sí su espíritu aventurero y emprendedor. Problemas de todo
tipo tuvo que superar. Cada obstáculo simplemente le servía para afianzar su nuevo
transitar por el camino de lo correcto. Su filosofía de vida siempre había sido
en contra de la adversidad. Pocas cosas fáciles resultan ser plenamente
satisfactorias. Daniel estaba seguro de haber tomado la decisión acertada. Tardíamente
pero la correcta, indudablemente.
Daniel, en su cotidianidad; mantenía
una estabilidad propia. La propia de cualquier sujeto emprendedor, pero cada
vez sumergía más su pensamiento en cuan altamente equivocado había estado;
quizás ciegamente equivocado, Pensó. Lo que en su normalidad se permitía
entender ya no era suficiente para emprender este reto trasnacional al que había
decidido hacer frente. Debió desprenderse hasta de su propia dignidad, de su
orgullo y quizás (aunque eso nunca quisiera aceptarlo) hasta de sus principios.
Entendió por primera vez aquella célebre frase de Maquiavelo: “el fin justifica
los medios”. Eso jamás lo dejaría volverse a mirar a sí mismo de la misma
manera. Pero por sus dependientes, por sus verdaderos valores. Lo hizo.
La tardía decisión de Daniel lo
obligó a subsumirse en el problema. No había otra forma de salir de él. La
desgracia social era tal que solo valiéndose del corrupto sistema se podía superarlo.
De otra manera irónicamente hubiese sido devorado por sus mismos “inquebrantables”
principios. La salida cada vez más distante obligaba a Daniel a desconocerse
cada día más, al punto de llegar a creer que se había equivocado como quizás lo
había hecho la mayoría. A pensar dar vuelta a ese punto de “no retorno” que había
decidió saltar hace tanto tiempo. A dejarse llevar por la malsana corriente y
perecer en ella. Una vez más encontró fuerzas en sus amados seres, y continuó.
Al final nada salió como Daniel lo
hubiese deseado. Nada fue ortodoxo, poco fue correcto. Siguió Daniel vulnerando
sus esbozos de cordura y asimilando nuevas cicatrices en su alma. Siguió
adelante como aquellos que no tenían más opción. En el fondo él tampoco la
tenía. Ya no era su propia lucha. Llevaba hoy más que nunca sobre su espalda el
porvenir de lo más importante para él: su maltratada familia.
Encontró en quienes habían sabido
adaptarse a la desgracia sus mejores aliados. Una mano amiga desinteresada
nunca faltó. Hasta el azar se confabulo a su favor. Legaron días cada vez más difíciles,
más exasperantes; pero pasaron. Perdió la esperanza, la recuperó. Vio luces y
sombras. Lloró, suspiró y siguió. En ese punto ya su voluntad valía poco. Solo seguía
por el simple empuje del sistema, ese que quería dejar atrás pero aún no podía.
Fueron tiempos grises. Los más grises de toda su historia. Una condena por su
tardía decisión de la cual cada vez estaba menos seguro podría superar.
En la mañana de aquel último día en
su suelo natal, Daniel poco tuvo tiempo de asimilar cuanto había transitado. El
llanto, el dolor, la temporal pero incierta despedida de aquellos a los que
amaba (y que solo por ello dejaba atrás) le cortó el aliento en múltiples oportunidades.
Hasta el llanto discreto dejó escapar. Sólo una palabra se pudo collar por la
mente de Daniel en ese último momento. En el preciso momento en el que el avión
se elevó y sus ruedas soltaron el pavimento de aquella desdichada tierra, un
susurro se escuchó en el ambiente. De su boca solo pudo exhalarse la palabra: “Libertad”.