Cuando Pou encontró a Dionisio

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Cuando Pou encontró a Dionisio

Por estaba sentado a nuestra mesa, mirándolo todo con sus enormes y sorprendidos ojos. Un ir y venir de platos, vasos, líquidos y manjares que parecía superarlo. La noche anterior ya nos lo había explicado una vez más.

—Nosotros nos acercamos mucho a nuestras plantas y con un par de inspiraciones… —y nos hacía una simulación de su precario modo de alimentación, aspirando ruidosamente por su pequeñísima nariz.

Ese nosotros del que hablaba era su gente, aquellos que poblaban su planeta, tan pequeño que aún no lo habíamos detectado en la Tierra y tan cercano a ésta, que, como no se cansaba de relatar, de un gran salto se coló en nuestro jardín.

Eso había sucedido hacía algunas semanas, y tras el increíble sobresalto inicial, enseguida se hizo un hueco en nuestra familia y en nuestro día a día. Es fascinante como algo que en principio nos es completamente ajeno toma su espacio a nuestro lado, sin concebir ya el entorno de otra manera, como si siempre hubiese estado ahí.

Aunque en ocasiones se marchaba, suponemos que para pasar algunos días en su planeta, Pou era uno más en casa. Pequeño de estatura pero enorme de entendimiento, era todo atención a nuestras conversaciones y explicaciones. Quería conocer en profundidad nuestra forma de vida y costumbres, pero éramos nosotros los que íbamos aprendiendo de él, porque más allá de proceder de otro universo, Pou concebía las cosas de una manera práctica y sencilla.

Había llegado a principios de primavera. Le descubrimos sentado junto a la higuera, según nos contó más tarde, admirando los variados tonos de verde que había en el pequeño huerto que con tanto mimo y paciencia cuidaba el abuelo.

—Sois afortunados de tener tanto colorido a vuestro alrededor- es una frase que nos repite regularmente. E insiste en que le vayamos enumerando los diferentes colores de la cosas que nos rodean en esos momentos.

Porque a Pou le encanta aprender, pero es muy poco dado a contar nada sobre él mismo. En estas semanas, si hemos podido intuir que la vida en su planeta es sencilla y austera, no obstante plenamente satisfactoria. No aspiran a más. Nosotros intentamos que nos cuente, indagamos con diferentes métodos pero él nos lleva ventaja.

—Sois afortunados del idioma que poseéis. A veces, mucha palabra para decir poco, pero podéis elegir cómo decirlo. En mi mundo, se opta por no decir.

Sin embargo, es evidente cuanto disfruta ampliando su vocabulario, revelando  su inmensa capacidad de aprendizaje, basada según él en observa, observar y después valorar

—…para al final, tirar a la basura lo que no me sirve y aquí (apunta su frente alzando dos enjutos aunque gráciles dedos, respectivamente de cada “mano”) guardo lo que vale –Palabra de alienígena.

Así, cada noche, rompiendo de forma imprevista sus silencios, descubrimos lo que le ha venido rondando por su juiciosa cabeza.

—Ya entendí esa necesidad de que a los adultos terrestres les crecieran las extremidades inferiores: es para que puedan llegar a los pedales de los coches. Tanto empeño en hacer andar a los bebés terrícolas, para ir luego sobre ruedas incluso para pequeñas distancias.

Pou nos arranca sonrisas y reflexiones a partes iguales.

Pero esta noche, a punto para la cena, va a sentir algo inesperado.  Conversábamos sobre  nuestra necesidad de comer y beber para el cuerpo, además, del disfrute de los diversos manjares que tenemos y de la maravillosa costumbre de compartir estos ratos.

—Sois afortunados, si tanta importancia le dais, de tener esta variedad de alimentos aunque no entienda todo ese trajín de enfriar, para luego calentar para volver a dejar enfriar.

Respecto a la comida, él continuaba incrédulo y apenas probaba lo que le habíamos estado ofreciendo: escupía un pequeño sorbo de café (¡de café!), rumiaba un poco de pan, le daba un buen trago al aceite de oliva y lamía con gusto unas mondas de naranja. La hora del almuerzo le incomodaba visiblemente y, aunque totalmente atento a lo que decíamos, él prefería entretenerse mordisqueando los cubiertos.

De repente, decidí pasarle una de las copas. Pou la agarró torpemente con los tres dedos de su mano e imitó nuestros gestos: agitó el caldo -salpicando notablemente el mantel- , acercó la copa a su estrecha fosa nasal y, lo más suavemente que pudo, se la llevó a la boca. A la vez que le bajaba por la garganta, nuestro pequeño alienígena entró en una dimensión totalmente desconocida incluso para alguien como él: acababa de probar el vino.




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