Días de asueto.
Los domingos me traen mal sabor a
tiempo perdido. A encierro y añoranza de amores que puse en marcha
como maquinitas y por alguna razón se descompusieron para quedarse a
medio camino.
Me saben como la puta Semana Santa, a
calor húmedo y encerrado con ese vaho asfixiante que sólo guardan
las viejas vecindades.
Como aquel en que mi madre se ausentó
casi todo el día y llegó con esa mierda a la casa, lo reafirmo,
puro pinche trasto viejo como sus gustos, como sus weyes, todos
apestan a salitre.
–No te preocupes m´ija, no hay pedo
porque ora sí este es el bueno– , para ella todos lo eran.
Siempre a la caza de fantasmas,
príncipes y tesoros ocultos, frases encantadas sobre el espejo para
recordar lo buena que eres para producir dinero y que obvio tendrás
que leer hasta que lo creas. La mayor parte del tiempo fueron
situaciones inofensivas, casi chuscas, pero al ver que nada resultaba
le dio por probar otros medios.
Entonces llegó ese ídolo a la casa y
todo pareció congelarse poco a poco, cuentas, deudas y facturas pero
también nosotros como si el tiempo transcurriera en bostezo
retardado. La temperatura bajó de golpe y las madrugadas se llenaron
de invisibles corretizas, lamentos, objetos que se quebraban y que
nunca eran hallados.
Dicen que puedes acostumbrarte a todo y
tal vez así era hasta que vi como ese hijo de su pinche madre se
deslizó entre el refrigerador y el muro de la cocina. Del lampiño
cuerpo canino sobresalió su cuello segmentado para rematar en albina
sonrisa.
– La muerte es una niña traviesa ¿lo
ves?– dijo dentro de mi cabeza mientras escrutaba con esos ojos
que eran negras ciruelas y nada pudo sacarme del baño en toda la
maldita noche. No vi a mi madre esa la semana y así la siguiente,
comprendo que se haya hartado de mí y partido en busca de otro
tesoro, y yo aquí, atrapada en este domingo perpetuo junto a un
demonio que no me suelta ni para cagar.