El balón encolado

El balón encolado

Javier estaba devorando un bocadillo de sepia al ajillo, acompañado de una generosa cerveza, en una pequeña terraza a la que solía acudir de vez en cuando. Ya era media mañana, así que el sol castigaba con cierto rigor fuera de las sombrillas que el establecimiento tenía abiertas. Después solía rematar el almuerzo con un carajillo de coñac quemadito mientras se fumaba con calma un cigarrillo. Le encantaba disfrutar relajado de esos pequeños placeres que la vida le ofrecía.

Fue entonces cuando llegó aquella pareja, madre e hijo aparentemente. El chaval, que andaría por los ocho o diez años, llevaba un gastado balón de fútbol, y en cuanto la madre se hubo aposentado en una de las mesas libres de la terraza, se apartó una veintena de metros y se puso a dar balonazos contra las paredes de un colegio que se encontraba enfrente. Un frondoso árbol pegado a las tapias regalaba una amplia zona de sombra que sin duda hacía más llevaderas las prácticas futboleras del crío.  La madre poco tardó en dedicarse por entero a su móvil, ora mirando ora tecleando, sin siquiera levantar la vista cuando les trajeron las consumiciones que habían pedido.

El niño, en el que Javier tampoco apreciaba excesivas dotes futbolísticas, fue poniendo cada vez más entusiasmo y ardor en su entrenamiento, de modo que sus balonazos fueron ganando poco a poco fuerza y altura. Hasta que en una de las ocasiones el balón quedó encolado en el tupido árbol. «Era obvio que tarde o temprano iba a ocurrir» —pensó Javier—. La madre, que seguía ensimismada en su móvil, ni se percató del suceso. A poco que hubiera vigilado las actividades de su hijo se habría dado cuenta de que al final acabaría encolando el balón en el árbol o en el colegio.

El chaval anduvo un ratillo mirando y remirando hacia arriba, alzando y bajando los brazos en claros gestos de impotencia, y sacudiendo la cabeza con pesar. Por fin, se le ocurrió la idea de lanzar piedras y trozos de ramas que había en el suelo al balón, pero éste —que Javier no veía a simple vista— debía estar a una altura considerable y bien enganchado entre las ramas del árbol. Así que al cabo de un buen rato de infructuoso esfuerzo, no le quedó más remedio al pequeño que dirigirse resignado a la mesa de su madre.

—Mamá, se me ha encolado el balón en el árbol.

La madre soltó una carcajada.

—¡Ay, qué calamidad eres! —reprochó con poca energía cuando paró de reír—. Levantó la mirada, pareció reflexionar durante unos segundos, y continuó: Anda y pídele una escoba a Mari, a ver si la alcanzas.

El niño se dirigió obediente a la entrada del bar y la madre volvió a fijar toda su atención en el móvil. Debían tener cierta confianza con la dueña —pensó Javier—  cuando conocían su nombre de pila. Al poco rato reapareció el chaval por la puerta con una escoba en la mano y encaminó sus pasos hacia el árbol. Le costó al pequeño un poco volver a encontrar el balón escondido entre el ramaje, pero dado que el esférico debía hallarse demasiado alto, el niño se dedicó a golpear las ramas que tenía a su alcance a ver si con el movimiento, el balón caía por su propio peso. Pero la estrategia resultó del todo inútil. Así que el pequeño cambió de táctica, y comenzó a lanzar la escoba hacia el árbol a ver si hacía blanco y desencolaba el balón.

Javier estimó que la posibilidad de recuperar el balón de esa manera era bastante pequeña, y por el contrario la posibilidad de que la escoba acabara encolada también en el árbol era bastante alta. La madre seguía a lo suyo, así que ni siquiera había observado las estrategias de su hijo. «Hombre, dada la edad del chaval, no es que haya que estar pendiente de él todo el tiempo, pero echar un vistazo de vez en cuando no estaría de más», se dijo Javier a sí mismo.

Aunque, por otra parte, lo peor que podía ocurrir era que se quedaran sin balón y sin escoba, lo cual tampoco era un drama. Hasta que en uno de los lanzamientos —se cumplieron las previsiones de Javier— la escoba quedó también encolada en el árbol. Volvió a gesticular en silencio el niño durante unos segundos  y encaminó sus pasos de nuevo hacia la mesa de su madre.

—Mamá, ahora se me ha encolado la escoba.

A la madre le volvió a entrar la risa.

—¡Pero bueno… mira que encolar la escoba ahora! —acertó a decir sin cesar en su jolgorio.

Javier no le encontraba la gracia al suceso por ninguna parte. El niño debería haber tenido un poco más de cuidado en sus juegos, y la señora debería haber estado un poco más pendiente de su hijo. A la dueña del bar —pensó Javier— no creo que le haga mucha ilusión perder la escoba. Sin embargo, para la madre resultaba una situación la mar de divertida.

—¡Ay, con la de cosas que tengo pendientes de hacer! —continuó la señora—. Vamos a ver si tiene arreglo.

Madre e hijo se dirigieron hacia el árbol, miraron desde varias posiciones hacia lo alto para localizar balón y escoba, parecieron debatir la situación durante unos minutos sin que Javier llegara a oír lo que decían, pero por sus gestos daba la impresión de que no encontraban una solución al problema.

Por fortuna para ellos, un grupo de quinceañeros pasaba por las inmediaciones del colegio, así que la madre no perdió la ocasión y les solicitó ayuda señalando compungida hacia el árbol. Los jóvenes, tras evaluar la situación, debieron decidir que saltando con ímpetu era posible solucionar algo. Así que tomó carrerilla el primer joven y pegó un buen salto alcanzando a golpear las ramas del árbol. Pero ni balón ni escoba cayeron. Tomó carrerilla el segundo joven y brincó, pero tampoco hubo suerte. Sin embargo, el salto del tercer joven sí tuvo éxito, consiguió tocar la escoba y ésta cayó a tierra.

Aliviados madre e hijo, y orgullosos los jovencitos, volvieron a analizar el emplazamiento del balón. Pero no parecía que se les ocurriera remedio viable alguno, de modo que al cabo de un rato, negando con la cabeza y alzando los hombros, también los jóvenes reemprendieron su camino, dejando a madre e hijo solos bajo el árbol y sin pelota. Así que la pareja no tardó en iniciar el retorno hacia la terraza del bar.

—Anda y devuélvele la escoba a Mari. Menos mal que no se la hemos perdido.

El niño se encaminó hacia el interior del bar y la madre volvió a aposentarse en su silla, sacando el móvil de inmediato.

Mientras saboreaba con deleite el carajillo, Javier vio aparecer de nuevo al niño por la puerta del establecimiento. Volvía con la escoba en la mano, pero esta vez acompañado de un fornido joven, que Javier dedujo debía ser algún cliente del bar. Y ambos pusieron rumbo hacia el árbol. El joven, que debía andar por los veintipocos años, lucía una ceñida camiseta que remarcaba su magnífica musculatura. Un auténtico atleta y, sin duda, un buen aliado el que había encontrado el chaval. Si este fortachón no conseguía recuperar el balón, pocas posibilidades le quedaban al pequeño, pensó Javier.

El atleta valoró durante unos segundos la situación y con ánimo resuelto no tardó mucho en empezar a escalar el árbol. Con indiscutible pericia, el mozo fue ascendiendo poco a poco por el tronco, asiéndose con tiento a las ramas y apoyando con firmeza los pies. La madre —que esta vez sí se había percatado de la tesitura— lanzó en voz alta varios avisos al joven para que tuviese cuidado, no se fuera a caer, aunque ni siquiera se levantó de la silla por si era necesaria su ayuda.

Poco a poco fue internándose el fortachón en el tupido ramaje del árbol, hasta que desapareció de la vista de Javier por completo. Debió pedir la escoba al pequeño porque éste la levantó todo lo que pudo hasta que la escoba desapareció también, sin duda asida por el joven. Las ramas empezaron a sacudirse al cabo de unos segundos, señal inequívoca de que el oculto atleta maniobraba para recuperar la pelota. Y, efectivamente, al cabo de unos minutos, la estrategia dio resultado y el balón cayó a tierra.

El pequeño dio un grito de alegría.

La escoba cayó también a tierra unos segundos después. Ya sólo faltaba que, una vez resuelto el problema de madre e hijo, bajara al suelo el mozo.

Fue entonces cuando se escuchó en el interior del árbol un sonoro crujido, que indudablemente correspondía al sonido de una rama al partirse con violencia. Y, a continuación, siguió el estrépito inconfundible de ramas y hojas que se zarandeaban y quebraban al ser arrolladas por el peso del mocetón.

Javier lanzó una maldición. La madre, un grito de espanto. Pese a la pericia del joven, una rama seca le había preparado una invisible y cruel trampa. 

Y en este punto —mientras el desequilibrado cuerpo del atleta se precipita hacia el suelo— el autor decide hacer una pausa en la narración. Una pausa para reflexionar con más sosiego. ¿Qué le sucederá al joven? Lo más posible es que se pegue un buen golpazo que le cause alguna lesión seria. Quizá se rompa un brazo; tal vez una pierna. Puede hasta matarse. Quizá no se mate, pero se quede en silla de ruedas para toda su vida. Puede tener mucha fortuna y simplemente darse un doloroso costalazo y salir sólo con unos moratones del entuerto. Y todo por un viejo balón de fútbol. Una pelota, un niño poco precavido en sus juegos, una madre muy liada con el móvil, la excesiva osadía del vigoroso joven, y la suerte… la mala suerte que puede destrozar una vida para siempre. De hecho, podría acabar aquí este relato y que cada lector elija el final que más le satisfaga. Aunque, por otra parte, el autor sentiría que su obra está en cierta medida inacabada, de modo que él también quiere escoger un final.

El cuerpo del joven caía veloz por el interior del árbol, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Todo parecía indicar que, salvo que ocurriese un milagro, el solidario mozo iba a estrellarse sin remisión contra el suelo. Sin embargo, girando su cuerpo en un prodigioso y desesperado escorzo, el robusto joven consiguió asirse con ambos brazos a la última rama del árbol, la más cercana a tierra. Por fortuna, esta rama resistió su peso, y ahí quedó el mocetón, balanceándose como si se tratara de un simio, pero sano y salvo en principio. Y, una vez estabilizado, con un ágil salto aterrizó indemne sobre el suelo.

Javier resopló aliviado. La madre del niño rompió a llorar. 

—Tranquila señora —dijo el joven atleta al pasar junto a las mesas—. Que fui el doble de Spiderman en su última película.

«¡Joder, pues aún le quedan ganas de guasa!», alucinó Javier.




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