El coleccionista de juguetes

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El coleccionista de juguetes

El coleccionista de juguetes

Camina hacia la estación con la mirada perdida. Las manos escondidas dentro de los deshilachados bolsillos de una gabardina gris. A salvo. Fuera, las pisadas del autómata, los pasos programados de quien ha recorrido este vestíbulo una y mil veces. Sus manos acarician el interior de los bolsillos y juguetean con sus queridos amuletos. Ris, ras, ris ,ras. Al llegar al andén se parapeta con indiferencia tras una de las columnas del tejadillo, evitando así encontrarse con alguno de sus antiguos compañeros. De soslayo, observa a algunos ferroviarios trabajando entre los cuatro o cinco viajeros que pueblan un anden frío de mañana de invierno. El tren llega puntual a su estacionamiento y sube en el último coche, y en el último instante, antes de emprender la marcha. Es el único pasajero de su vagón y sabe que el interventor no pasará a pedirle su carnet. Nunca lo hacen. Como siempre, se entretiene comprobando los desperfectos de la unidad: algunos agujeros en el tapizado de los butacones, los ceniceros inutilizados con un cordón de soldadura, las juntas de las ventanas despedazadas aquí y allá,… Se pregunta por milésima vez cuando darán de baja estos automotores tan viejos y si su rutina de jubilado resistirá el viaje en una de esas nuevas unidades tan modernas, tan rápidas y tan vacías de historia. Mientras tanto el mismo paisaje vuela a través del vidrio, los amuletos siguen bailando entre sus manos durante el breve trayecto e incluso se permite cabecear un par de veces antes de escuchar el anuncio de la próxima parada. El tren comienza a reducir su marcha al llegar a la estación y se estaciona en el anden principal. Espera un minuto, antes de apearse con calma y rodear la salida principal de viajeros. Cruza el aparcamiento de empleados y callejea un par de minutos antes de salir a la calle peatonal. Las persianas de los establecimientos son testigos mudos de su paseo y tan sólo los trasnochados clientes de alguna cafetería rompen el gélido silencio de un domingo cualquiera. Sin prisa, llega a la plaza y recorre un tramo de los soportales antes de llegar a los puestos. Allí un leve movimiento de cabeza es el tácito saludo entre buhoneros. Apenas tres mesas de castigada madera muestran la mercancía del día, amontonada sin demasiado interés. Aún así, el ojo entrenado distingue con inmediatez el tesoro y sin premura alguna se acerca hasta la tercera mesa. Los socios se hacen a un lado fingiendo charlar mientras dejan espacio para que el coleccionista realice su ritual. Antes de tocar el juguete las manos ya han abandonado su guarida y se preparan para su cometido. La mano diestra sujeta una pequeña linterna que ayuda al coleccionista a evaluar el estado del coche de bomberos. Cubierto de un rojo mate, el vehículo no parece presentar restos de óxido. Además, y con un esbozo de sonrisa en la comisura ya que no es habitual, comprueba que el interior también está en perfecto estado. El salpicadero consta de todos los detalles y, lo que es más importante, el tapizado de los asientos parece haber perdurado milagrosamente. En su mano izquierda, la navaja suiza está abierta y con ayuda de la cabeza de un destornillador de estrella examina los bajos del coche así como el mecanismo de las ruedas. Es una auténtica preciosidad. El foco delantero colgando de su muelle merece una última inspección antes de valorar el desembolso. El destornillador deambula dentro del hueco del faro con delicadeza hasta que el coleccionista se siente satisfecho. Los amuletos vuelven a su refugio y la mano derecha se dirige presta al bolsillo interior de la gabardina. Tres billetes caen sobre la mesa en el lugar que antes ocupaba el coche de bomberos y ésto es motivo suficiente para que el más anciano de los buhoneros se acerque y le ofrezca una bolsa de plástico al coleccionista. Tras guardar el vehículo, y despedirse con otro leve cabeceo, el coleccionista se entretiene un segundo en una niña que corretea por el medio de la plaza, ajena a los soportales. No tendrá más de tres años y enseguida aparece en escena una mujer morena que la aúpa para llevársela lejos de la mirada del coleccionista, quien recobra el ánimo para alejarse de los puestos y abandonar la plaza con la bolsa bajo el brazo. El camino de regreso a la estación es amenizado por los quiosqueros, que exhiben su mercancía junto a los escaparates en tanto desatan los fardos de prensa del día. La ciudad se despereza poco a poco mientras el coleccionista espolea su paso para pasar desapercibido ante el nacimiento de una nueva jornada. Con cortas y rápidas zancadas vuelve a callejear para esperar, en una esquina del aparcamiento de la estación, los diez minutos de rigor. Sus manos gastan el tiempo manoseando los viejos amuletos, ris, ras, ris, ras, en tanto observa como la mañana cobra vida en el brillo metálico de las vías. Bajo un cielo abierto el tren llega al apeadero dejando atrás una a una la hilera de farolas durmientes. Con la experiencia de los años en el oficio el coleccionista rodea la cabina de la unidad y cruza las vías para acceder al anden. El balasto rechina bajo sus zapatos trayéndole recuerdos de otros tiempos. Esos recuerdos ya han sido apartados de su mente cuando el coleccionista sube al primer coche del automotor y se sienta al final del mismo. Las puertas se cierran y el tren reanuda su marcha en el tiempo establecido para ello. La bolsa descansa en su regazo y a través del cristal su mirada se pierde entre las agujas de las vías secundarias. El interventor abandona la cabina de conducción para comenzar su labor y saluda con discreción a su antiguo compañero antes de comenzar su rutinaria patrulla. La ventana proyecta las habituales imágenes de paisaje en movimiento y el viaje continúa sin más contratiempos salvo un insustancial bufido del interventor en su regreso a la cabina de la unidad. Por fin el automotor llega a la estación y, en esta ocasión, ya está de pie junto a la puerta para apearse con prisa y dirigirse hacia la salida sin mirar a nada ni a nadie. Una vez fuera de la estación acomoda el paso y se desvía hacia los edificios colindantes. El paseo es breve hasta llegar a su domicilio de toda la vida. No encuentra a ningún vecino en su ascenso hasta el segundo izquierda y una vez dentro de su piso cuelga la gabardina en el perchero de la entrada para, con los amuletos en una mano y la bolsa en la otra, dirigirse hacia el salón. Con todas las persianas casi bajadas por completo, las sombras se hacen fuertes en el minúsculo pasillo, antesala de una mesa de comedor repleta de ferretería y papeles revueltos. Los minutos pasan rápidos mientras el coleccionista opera, inclinado sobre su mesa de trabajo, y sus dedos se mueven con calma y precisión sobre el coche de bomberos. Haciendo uso de su navaja suiza y con ayuda de la pequeña linterna consigue desmontar el capó del vehículo sin arañarlo siquiera. Rebusca entre los tornillos, arandelas y tuercas hasta encontrar un pequeño muelle de las dimensiones apropiadas. Manos entrenadas por el tiempo y la práctica consiguen sustituir la frágil pieza de metal para poder encajar el foco en su posición original. Una vez concluido el trabajo el coleccionista repasa con un paño húmedo cada centímetro del coche para eliminar cualquier rastro de polvo u otros residuos y dejarlo reluciente. Terminada su tarea se dirige a una alacena del salón donde recoge una lata de conservas y con ella en la mano se acomoda en el sillón, situado frente a una apagada televisión de otros tiempos. Sobre la mesilla de madera descansa una bandeja con restos de comidas anteriores: algún cubierto usado, un plato con los bordes manchados de comida, un paquete de pan de molde tumbado y abierto y una botella de agua de dos litros a medio llenar. La anilla de metal salta entre los dedos del coleccionista y con un desagradable murmullo destapa el plato del día. Las albóndigas descienden en tropel sobre la cerámica tatuada con mil sabores y conforman un acantilado de carne fría. Con ayuda del pan de plástico y un tenedor, rescatado de entre sus compañeros, el coleccionista come hasta terminar con su ración. Al finalizar su refrigerio, da cuenta de la botella de agua y elimina cualquier rastro de salsa de su boca, pasándose una servilleta por los labios repetidas veces mientras siente como el sueño le amenaza. Se recompone con un repentino espasmo que derriba la lata vacía sobre el suelo de piedra y el sonido reverbera por todo el mortecino salón, sin un resquicio por el cual escapar. Tras recoger el envase y dejarlo sobre la bandeja se dirige al cuarto de aseo, donde se ayuda del agua helada para despejar su cabeza, domando sus cenicientos cabellos hacía atrás con ayuda de un estrecho peine de bolsillo. La pastilla de jabón baila de una mano a otra hasta quedar inerte sobre el amarillento lavabo, donde es testigo de los esfuerzos del coleccionista por conseguir una imagen limpia y aseada. Después de lavarse los dientes, y hacer aguas menores, sale del cuarto de baño para recoger su gabardina del perchero y disponerse a abandonar su domicilio. Menos mal que antes de cruzar la puerta cae en la cuenta y regresa al salón para recoger la bolsa y guardar en ella el coche de bomberos. Los amuletos vuelven a los bolsillos de la gabardina, ris, ras, ris, ras, y con el juguete bajo el brazo ahora sí que abandona su piso. Baja los escalones como un fantasma y sale del portal para sentir el frío del mediodía sobre su cara recién lavada. Sus pasos son ahora más rápidos y sus dedos se mueven con mayor ligereza dentro de su escondite. En su ciudad de nacimiento todas las distancias son cortas así que no tarda mucho en llegar hasta la residencia privada. Mientras se acerca hasta la escalinata de entrada un hálito de esperanza le embriaga, como siempre, de improviso. Sube los nueve escalones con energía renovada y saluda con cierta efusividad al personal de recepción que le devuelven sendas sonrisas huecas y miradas de lástima sin disimular. Utiliza las escaleras interiores para subir hasta la segunda planta donde un silencio sepulcral inunda los blancos pasillos sin enfermeras ni acompañantes. Allí sus pasos le conducen hasta la habitación 203 pero antes de entrar se queda un momento frente a la puerta cerrada para musitar su inocente letanía. Como todos los días. Pasados unos segundos entra en la habitación con la más sincera de las sonrisas. Sobre la cama los cables y viales dibujan extrañas formas alrededor de la chiquilla. Es una cría muy joven y la mascarilla de oxígeno cubre la mayor parte de su rostro, permitiendo apreciar apenas sus ojos cerrados y enmarcados por una melena rubia y lacia. Los aparatos que la mantienen agarrada a la vida sin vida emiten agudos e intermitentes sonidos metálicos y en una esquina la bomba de oxígeno suplanta la función de sus pulmones con profundos y artificiales resoplidos. El coleccionista permanece unos minutos en silencio contemplando a la niña. Al cabo de lo que parece un siglo extrae el coche de bomberos de la bolsa y se dirige a la ventana de la habitación. Desde allí busca el lugar adecuado. Todas y cada una de las paredes de la habitación rebosan de estanterías de diferentes materiales y formas, y todas y cada una de ellas están repletas de juguetes antiguos. Los hay de todas las formas y colores. De todos los tamaños y funciones. Desde una marioneta de una princesa con expresión soñadora hasta un bondadoso osito de peluche con pijama y orinal. Hay un cohete de metal pintado de amarillo con el morro colorado y una gran pelota de goma con los colores del arco iris. Hay también un globo terráqueo luminoso que parpadea a su antojo y hasta una muñeca de trapo con la cara llena de pecas. En tanto los artilugios medicinales siguen repicando su eterno soniquete, el coleccionista se dirige a una de las baldas para depositar allí, con sumo cuidado, el flamante coche de juguete. A su lado, una foto de familia en la que aparece el coleccionista, con algunos años menos, abrazado a una mujer que sonríe plena con su bebé en los brazos. El coleccionista se toma su tiempo para dibujar la más falsa de las sonrisas y retorna junto a la ventana para tomar asiento a un costado de la cama. Así, con voz forzada, comienza a inventar un cuento para su hija mientras las manos manosean con profunda desesperación sus amuletos, escondidos en el fondo de los deshilachados bolsillos de la gabardina gris. Con ellos el coleccionista se siente capaz de repararlo todo. Ris, ras, ris, ras.

Alberto R. Polanco

Dedicado a Félix García Sesma, maquinista de mercancías y coleccionista de juguetes.




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