El guerrero y la chamana
Empezó él porque así era necesario.
Él debía honrarla y ofrecerse como tributo ante ella.
No había otra manera de acercarse a su magia.
Había llegado hasta allí por mérito propio, había destacado entre los más aguerridos y había ayudado a establecer un imperio lleno de paz y prosperidad. Sin embargo, era un caminante y no había lugar para él en aquella rica tierra. El horizonte era su camino y las tierras que él escondía eran su destino.
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Partiría voluntariamente con la siguiente luna y debía llevar la esencia de su pueblo consigo. Para ello había venido ante la chamana a pedir su bendición. Pero antes de pedir debía dar. Así funcionaba el mundo, así funcionaba la vida.
Ella representaba lo más misterioso, poderoso y mágico de su tribu y del mundo entero. A su alrededor se concentraba una magia muy pura y profunda y se decía que su corazón alegre y sonriente mantenía la vida fluyendo en los montes, valles y montañas. Era la mujer más enigmática de la tribu y también la más apreciada por su generosidad, carisma, temple y sabiduría. Nunca negaba nada, nunca daba en demasía y siempre se podía contar con su ayuda y confiar en su juicio.
Se decía que sus virtudes eran una herencia de la tribu entera porque tanto ella como las chamanas que existieron antes que ella tenían una sola condición para conceder audiencia a alguien: hombre o mujer, niño o adulto, anciano o joven, todo el que quisiera su bendición debía estar dispuesto a ofrendar lo mejor de sí mismos. Solo entonces recibirían también lo mejor de ella y de su sabiduría.
Ofrecer lo mejor de sí mismos no significaba dar lo más valioso que podían intercambiar sino compartir aquello que valoraban y por lo cual eran valorados. Así, las mujeres más creativas ofrendaban su arte enseñando a la chamana lo que hacían y cómo lo hacían y dejando el resultado final como tributo al pueblo; los agricultores venían con semillas y muestras de tierras distintas y enseñaban las pericias del cultivar; los niños venían con los objetos que habían inventado para jugar y le enseñaban sus juegos; los ancianos (quienes no venían a pedir por ellos sino por sus familias) ofrendaban los secretos de sus ancestros y casi siempre recibían mucha sabiduría a cambio.
Los guerreros, como él, solían llevar armas que enseñaban a construir o a manejar pero no siempre eran el tributo adecuado. A veces ella decía que el tributo no estaba completo y los hacía volver a su choza y pasar días sin sus armas y con su gente antes de regresar a verla. Entonces cada uno agregaba algo a su tributo, cosas sencillas como una tela que había ayudado a tejer a su esposa o un cuchillo que había tallado junto a su padre y allí Ella aceptaba el tributo.
Él nunca la había visitado a ella. De niño visitó a la chamana, su abuela pero ella era una niña entonces, igual que él. En aquella ocasión él quería saber el camino a seguir para ser un excelente guerrero y como tributo había traído un dibujo detallado de toda el área conocida por él y sus amiguitos. Al principio temía que no fuera suficiente pero a medida que explicaba sus descubrimientos se olvidó de su temor y terminó agregando 3 detalles importantes que había visto de camino a la loma de la chamana. Ella recibió el tributo con una sonrisa y le dió su consejo bajo forma de cuento.
El partió conforme porque el cuento tenía todas las claves que necesitaba. No todas eran evidentes pero con paciencia fue descubriéndolas y aplicándolas a lo largo de su vida, con lo cual llegó a ser uno de los mejores guerreros de la tribu.
Ahora, sin embargo, su alma tenía un anhelo distinto al de sus amigos y compañeros; él no tenía esposa porque pasaba todo su tiempo recorriendo el territorio de la tribu, ayudando a las familias y preguntándose qué habìa más allá; no habia nada que lo mantuviera anclado en aquellas tierras y el misterio de lo que existía mas allá le palpitaba en el pecho. Dos lunas atrás había tomado la decisión: amaba a su pueblo pero el horizonte lo llamaba. Partiría de allí sin preguntarse cuando regresaría.
Todo estaba en orden para él viaje. Solo faltaba la bendición de la chamana y allí estaba para pedirla.
Ella sonrió al verlo. Tenía una sonrisa ancestral que recordaba a su abuela. Al principio él pensó que ella era muy joven para ser chamana pero al ver su sonrisa desechó el pensamiento. La magia estaba allí aunque no tuviera las arrugas que siempre había asociado a la sabiduría. Ella caminó con él por entre los árboles y ambos se sentaron sobre una roca plana en un claro del bosque.
Él se ubicó frente a ella y tomó un poco de tierra. Tomó una de sus taparas y puso la tierra allí para luego mezclarla con un poco de aceite que cargaba consigo. Mientras hacía la mezcla explicó que todo buen guerrero guía sabía camuflarse en su entorno para pasar desapercibido. Continuó diciendo que su experiencia le había enseñado que él mejor camuflaje se hacía con los elementos del lugar, partiendo de la tierra.
Al finalizar sus palabras la mezcla estaba lista y sus dedos tomaron un poco de la mezcla. Con respeto pidió a la chamana que le permitiera camuflajearla y, de pronto, como movido por un extraño trance comenzó a dibujar diversas figuras sobre el rostro de la india.
Ninguna palabra mediaba entre ellos, solo los movimientos de sus dedos expertos y respetuosos trazando líneas ancestrales sobre la piel tostada de ella. Ella cerró los ojos para dibujar en su memoria la trayectoria de los dedos de él asi como el significado de las figuras que dibujaba.
En medio de aquel trance la india dejó de ser ella y se convirtió en naturaleza pura. El indio, por su parte, dejó de ser hombre y se convirtió en pincel; y la magia surgió y se transformó en destellos…
El viento sopló, él se acercó y sin pensarlo en los labios a la india besó.
Él tiempo se detuvo un instante y entonces ella abrió los ojos cargados de electricidad y suspiró…
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Bajaba ya de la montaña, su rostro encendido, sus brazos llevando los trazos hechos en gris y marrón. Los dedos de la chamana habían recorrido su rostro en un baile silencioso de magia y suspiros. Llevaba en su torso un totem tejido con las fibras más finas de la aldea, reunidas por generaciones en la choza matriarcal. Sin embargo la esencia de su pueblo le ardía aún sobre los labios y le quemaba él corazón.