EL VIAJE DE ISMENE
Tras la muerte de su hermana, Ismene se dio cuenta de que ya no le quedaba nadie, pues no quería vivir con el único familiar cercano, su tío Creonte, quien ahora gobernaba Tebas.
Aquella noche, decidió irse de esa ciudad y no tardó en decidir donde iría, pues recordó una isla de la que su primo Hemón le había hablado años atrás, Citera. De pequeños, él le contaba que allí sólo vivían buenas personas dedicadas al estudio y meditación.
Sin parar de recordar viejos momentos, cogió una tela blanca y plata, le dio forma de bolsa y dentro introdujo ropas, dinero y algo de comida. Al terminar, Ismene recogió su larga melena castaña en un moño y, sin despedirse de su tío, puso rumbo a Citera.
A la mañana siguiente Creonte se dio cuenta de su desapareción y se dispuso a buscarla por toda la ciudad, pero ya era tarde, pues ella ya estaba en Leuctra.
Había pasado la noche en el carro de un pastor rumbo a Mégara, donde iba a vender la lana. Él, de buen gusto, la había ofrecido a la joven acomodarse entre su mercancía para que pudiera dormir. A Ismene le costó descansar, pues todavía le daba vueltas a todos los acontecimientos que habían tenido lugar en su vida en apenas tres meses. Pero sabía que era la decisión correcta, nada la retenía allí, sólo dolor, sabía que en Citera todo cambiaría a mejor.
Cuando amaneció, Ismene ya estaba en Platea. Allí, el pastor y ella hicieron parada para poder dar de comer a los caballos y que descansaran, y de repente apareció un joven alto, de ojos oscuros y mirada penetrante. Tenía los cabellos del color del oro y una barbilla prominente. Este se acercó, saludó al pastor, quien informó de que el joven iría con ellos a Mergara, y después a Ismene.
Durante el camino, el joven le contó a Ismene que él era herrero, había aprendido el oficio gracias a su padre, quien lo fue antes que él. Cuando Ismene le preguntó por sus padres él le contestó que su madre murió al dar a luz y que su padre se fue a la batalla a Tebas, y nunca volvió.
Ella no pudo reprimir un gesto de tristeza, fue entonces cuando le confesó a su nuevo amigo, Ceos, que era hija de Edipo, y se dispuso a contarle toda la historia.
Estaban a medio camino de Mégara cuando pararon para cenar y el viejo les dijo a los jóvenes que iba a ir a por comida mientras ellos daban de beber a los caballos.
Ceos le dijo a Ismene que sería buena idea que se cambiara el nombre ya que había mucha gente que querría su muerte dado que por culpa de su familia muchos guerreros habían fallecido en la guerra de sus hermanos. La joven estuvo en silencio unos minutos y eligió Enemsi, pues era su nombre al revés y era su manera de mantenerlo consigo.
Los dos se miraron sonriendo cuando de repente se oyó un estruendo. Se quedaron mirando y empezaron a escuchar a un grupo de personas se acercaban hacia donde estaban. Sin saber qué hacer se dirigieron a la parte lateral de una de las casas, desde donde podían ver quien se acercaba.
En seguida apareció un grupo de hombres, acompañados de varias mujeres. Tenían en mano antorchas y herramientas de campo, hoces grandes y alargadas, picos y rastrillos. Dos hombres del grupo pronunciaron el nombre de Ismene.
A la joven se le paró el corazón; la buscaban a ella. Ceos, observando como a su amiga se le iba cambiando el gesto de la cara, le indicó que tenían que irse por la parte trasera de la casa. No tardaron en adentrarse en un bosque, aunque no se veía nada.
Ella comenzó a sentirse mal, no sólo eran los nervios, sino la idea de dejar atrás al pastor. Ceos intentaba relajarla pero empeoró las cosas cuando la confesó que el pastor era su abuelo.
Sin remedio comenzó a llorar y el joven se paró en seco delante de ella, la sujetó la cara con sus manos grandes y llenas de callos de trabajar en la forja. No les hizo falta cruzar más de dos palabras pues sus ojos lo decían todo; tenían que seguir adelante, no había otra opción.
Cuando ya no pudieron continuar andando porque el cansancio y el sueño eran más fuertes, se refugiaron en una zona abrupta del bosque, un terreno más bajo y resguardado.
Al amanecer, Ceos despertó a Enemsi. El joven estaba casi seguro de que podían llegar antes de que se pusiese el sol, pero sin agua ni comida iba a ser complicado aguantar el ritmo.
Por el camino, los jóvenes iban contándose vivencias de cuando eran pequeños. A media mañana hallaron en su camino el curso de un río. El agua era cristalina y estaba fría. Se pararon a refrescarse y beber; eso les daría fuerza para seguir con su camino, de momento.
Los cálculos que había hecho Ceos para llegar a su destino iban cumplíendose y por suerte, a mitad de la tarde, se toparon con una casa oculta en el bosque. De ella procedía un olor que les abrió el apetito. Enemsi insistió en llamar y pedir algo de comer. Así que, se acercaron a la puerta y, con tres golpes secos, Ceos llamó a la puerta de madera. Se produjo un silencio que a los jóvenes se les hizo eterno, y finalmente esta se abrió.
Tras ella, apareció un señor ya anciano, de cabellos rizados y blancos como la nieve. Después de meditar un poco la respuesta mientras los observaba, finalmente el anciano les dijo que pasaran y así lo hicieron. Al cruzar esa puerta vieja de madera, ambos pudieron contemplar maravillados el tesoro que escondía el interior de esa casa perdida en medio del bosque. Las paredes eran de un color marrón anaranjado claro, y estaban ricamente decoradas con objetos realizados a mano que transmitían alegría y tranquilidad. Se trataba de un espacio amplio, y en la sala principal estaban el comedor y la cocina.
El anciano les invitó a sentarse a la mesa y les sirvió un par de platos generosos en carne y verduras. Los jóvenes no cabían en sí, comenzaron a comer y no paraban de agradecérselo.
Durante largo rato, los tres estuvieron hablando. Los jóvenes le contaron su historia, y el anciano les deleitó contándoles alguna leyenda. Pero, lo bueno pronto acaba, así que los jóvenes se despidieron y se pusieron otra vez en marcha agradeciéndole el trato al anciano.
Como no querían pasar otra noche en el bosque, aceleraron el ritmo lo más que pudieron. Mientras andaban, iban callados, pues no querían gastar fuerzas. El ambiente era húmedo y frío, se escuchaban los pájaros piar en lo alto de los árboles, árboles de hojas verdes y naranjas que caían suavemente cuando un viento, algo más fuerte, las obligaba a desprenderse de las ramas.
Todo parecía tranquilo, pero de repente, una flecha atravesó el abdomen de Ceos. El joven gritó de dolor y Enemsi, aturdida, empezó a mirar a todas partes. Rápidamente cogió a su compañero y le pasó el brazo por sus hombros. Tenían que salir de allí en seguida.
La joven divisó un saliente del terreno que escondía una zona un poco más honda de lo normal, un sitio parecido al terreno donde pasaron la primera noche en ese bosque. Efectivamente, en cuanto llegaron, pudieron refugiarse entre unas plantas. En escasos segundos, aparecieron jinetes. Enemsi se asomó con sumo cuidado para poder ver quienes habían disparado a su compañero. Eran soldados pertenecientes a la guardia de su ciudad natal, Tebas.
Iban vestidos con trajes de colores marrones y verdes, con el escudo de la ciudad en el lado derecho del pecho. Eran cuatro, todos llevaban consigo un arco y flechas. Los caballos estaban agitados y cansados, debían de venir siguiéndoles desde hace tiempo, pero quizás les perdieron la pista cuando pararon a comer en casa del anciano del bosque. La joven suplicó a los Dioses que los guardias no hubiesen encontrado la casa. Ojalá el anciano estuviese bien.
Enemsi, sigilosamente, cogió dos piedras, y las lanzó lo más lejos que pudo en dirección opuesta a donde habían venido. Aquello funcionó, nada más escuchar los golpes de las piedras en el suelo, los guardias comenzaron a cabalgar en esa dirección.
Cuando la joven se dio la vuelta hablándole a Ceos ya era tarde. Él permanecía callado, con los ojos cerrados y estaba pálido.
Ella no pudo aguantar y comenzó a llorar. No podía entenderlo, no quería. Sin dejar ni un momento de derramar lágrimas cargadas de dolor y rabia, colocó a su compañero de viaje tumbado sobre unas hojas, oculto en ese escondite y le cubrió cuanto pudo de arena.
Guardó un momento de silencio. No pudo despedirse, no pudo agradecerle y confesarle lo importante que era para ella. Tenía el alma desgarrada pero si no se iba de allí, también moriría ella. Le besó en la frente susurrándole: “Hasta siempre, mi eterno compañero de viaje”
Estuvo andando más o menos una hora. Una hora que se hizo casi infinita, pues, se dice que cuando uno está triste, un día dura tanto como tres otoños.
Finalmente, llegó a Migara. Era una ciudad parecida a todas las demás. Sobre ella poblaba el caos, las calles estaban abarrotadas de gente, todo el mundo hablaba, pero nadie parecía escuchar. La joven preguntó a un par de personas cómo ir al puerto, y en seguida llegó.
Había barcos enormes, estaba repleto de gente, pescado, mercancías… Parecía un territorio independiente dentro de la ciudad. El mar. Era tan hermoso, cualquiera que se hubiese parado a ver la expresión de su rostro, habría sabido en seguida, que era la primera vez que veía el mar.
Estando en el embarcadero le pareció interesante escuchar a gente que hablaba otras lenguas, sólo conseguía entender los nombres de otras ciudades o islas: Corinto, Epidauro, Melos, Tera, Naxos, Delos, Andros… Citera.
¡Citera! ¿Los que hablaban de esa isla irían allí?
Iba a acercarse, pero escuchó cómo la gente comenzaba a agitarse y hablar más alto. Al girarse, contempló como los guardias de Tebas se acercaban en su dirección a caballo.
No iban a dejarla ir. Había recorrido un largo viaje para… ¿volver? Notó como, mientras andaba hacia atrás, sus pies rozaban el borde de las piedras, detrás sólo había agua, y no sabía nadar. Miró hacia el frente, los guardias venían hacia ella, detrás, el mar. Cerró los ojos, recordó a su hermana, su decisión de irse de Tebas, al pastor, a Ceos… y se dejó caer.
Sabía que iba a sentir el agua fría y agobiante y que pronto toda su vida se desvanecería por completo.
En un instante, sintió como la inmensidad del mar la rodeaba. Pero no le dio tiempo a sentir más, pues unos brazos la agarraron y la sacaron a la superficie. Al abrió los ojos, vió una cueva que se introducía ciudad adentro. El hombre la estaba hablando y explicando que tenía que tener más cuidado y subir al puerto mientras le señalaba unas escaleras.
Enemsi, le dio las gracias y subió por donde le habían indicado. Al llegar arriba, se asomó levemente y observó como lo guardias, cabizbajos, se alejaban comentando que, a su vuelta, le dirían a Creonte que no sabían nada de Ismene, pues suponían que así no sufriría tanto que si le dijesen que había muerto ahogada
La joven decidió esperar un rato, salir y buscar el siguiente barco que saliese del puerto rumbo a Citera, estaba deseosa de continuar su viaje, ahora que era libre. Su vida, empezaba ahí.
Por eso se dice que nadie sabe dónde terminó Ismene, pero en realidad después de eso, la joven, a quién ahora todo el mundo conocía como Enemsi, logró simular su muerte y gracias a eso consiguió embarcarse en una maravillosa aventura, pero eso es otra historia.