El viajero
Érase una vez un hombre que iba sentado a mi lado en el tren.
Yo realizaba todas las noches el mismo trayecto y siempre que yo iba a tomar el tren estaba allí, en la estación, y subía conmigo. De lunes a domingo siempre coincidíamos. Imagino que el pensaría lo mismo de mi.
Era un hombre delgado, alto, de tez morena y curtida por la intemperie y unas manos rudas que sin embargo sujetaban un sombrero con extrema delicadeza, como si temieran estrujarlo en un descuido. Su cabello era entrecano y se diría que rondaba los cincuenta, quizás algo menos.
Cuando llegaba al 12V, invariablemente repetía su rutina, apoyaba el sombrero en su asiento, se quitaba su vieja pero limpia gabardina gris, la doblaba cuidadosamente y la ponía en la rejilla que había sobre la ventanilla. Después recogía el sombrero y lo colocaba sobre aquella. Tras esto se sentaba, encendía un cigarrillo y empezaba a mirar por la ventanilla desde donde sólo se podía ver la luz que las ventanillas vomitaban al exterior.
Los demás pasajeros callaban cuando él entraba en el vagón y le miraban con curiosidad, incluso con ternura. Si la derrota, los sinsabores de la vida tienen rostro, aquel, desde luego, era uno de ellos. Quién más, quién menos temía verse reflejado en aquel hombre y, ¿quién sabe cuántos de nosotros nos habíamos sentido dentro de su piel en algún momento?
Estuvimos viéndonos durante años pero jamás cruzamos una palabra, ni siquiera un saludo.
Nunca supe cuál era su destino.
De repente, una noche, el tren se detuvo en medio de la nada, justo en una encrucijada de caminos que no parecían llevar a ninguna parte.
Pasaron los minutos y nadie nos supo explicar porqué nos habíamos detenido justo allí, en aquel páramo desértico perdido de Dios. Ningún sonido llegaba del exterior, la oscuridad era absoluta mas allá de las tenues bombillas que alumbraban el interior del tren.
´Transcurridas unas horas, aquel hombre, siempre silencioso, se levantó y dijo: — Adiós –. Bajó del tren y fue engullido por la oscuridad. Todos nos quedamos sorprendidos, mirándonos unos a otros. Se oían comentarios del tipo: -si ya se ve que no está bien- o -dejadlo que ya es mayor para saber lo que se hace-, y otros por el estilo. Al final alguien se levantó y fue a buscar al encargado del tren para contarle lo sucedido.
Al oírnos, el interventor se limitó a encogerse de hombros, — no es mi problema, dijo – y así zanjó el asunto. Algunos pasajeros nos asomamos por las ventanillas y nos pareció ver – algo imposible ante tal negrura -, que iba caminando hacia atrás, desandando el camino que ya habíamos recorrido. Le gritamos para que volviera pero, si nos oyó, no se inmutó.
Pasaron los días y el tren seguía sin arrancar.
Mientras tanto, por los caminos que cruzaban la vía se fueron acercando otras personas que al vernos detenidos allí subían a guarecerse de la fría noche del páramo. A todos les preguntábamos si habían visto, si se habían cruzado con aquel hombre. Unos no sabían nada, otros contestaban que sí, que se habían cruzado con un hombre de gesto huraño que de vez en cuando se volvía a mirar por encima de su hombro.
Con el tiempo los otros trabajadores del convoy decidireron que la situación era insostenible y decidieron arreglar el tren.. Mas cuando empezaron su trabajo resultó que sólo había un bote de pintura pequeño, apenas para pintar un vagón por fuera, y eso es lo que hicieron.
Pasaron los meses y continuábamos allí detenidos.
Un día, transcurrido casi un año llegó un caminante al que le relatamos nuestra historia. Al llegar al momento en que aquel hombre descendió del tren le hicimos todos la pregunta acostumbrada pero, para nuestra sorpresa, esta vez la respuesta fue otra:
— Conozco a ese del que habláis, me invitó a un cigarrillo y me contó su historia. Dijo:
“El tren es viejo y al final, sin que nadie se ocupara de él, se ha roto. Me he bajado cansado de esperar a que alguien hiciera algo y cuando he visto que nadie iba a hacer nada por remediar la situación, he empezado a caminar. Varias veces he dudado si volver para explicárselo a ellos pero he pensado que lo sabían mejor que yo. Entonces me he dado media vuelta y sin esperar más, he seguido mi camino“.
— Pero está retrocediendo, amigo, vengo de allí y no hay absolutamente nada, ¿no teme perderse en la noche?, comenté.
Él, con una media sonrisa, me dio las gracias por mi compañía y siguió desandando su camino imposible con paso decidido.
Todos los que escuchábamos la historia nos dimos cuenta de que conteníamos la respiración, incluido el interventor y el maquinista del tren.
— ¿Y eso es todo?, preguntó alguien.
— Eso es todo lo que me contó. No dijo su nombre, ni adonde quería llegar, ni de dónde venía, no dijo nada más. Bueno sí, sin embargo, no sé…, no sabría explicarlo.
— Inténtelo, por favor, dijimos.
— Ha dicho algo así como: “ahora debo seguir, hace mucho tiempo que no sumo en mi cuaderno un instante feliz “. Y he pensado que hablaba metafóricamente.
— Y así sería, seguro, dijo el maquinista.
— Tal vez, pero cuando ya casi no se le veía en medio de la oscuridad, delante de él se ha abierto la noche y ha dejado pasar un tenue rayo de luz que ha iluminado una figura que también intentaba desandar su camino.
— ¿Y?
— Él ha visto la figura, ha gritado con toda la fuerza de sus pulmones y he visto cómo aquella figura se volvía, sacaba un libro y se sentaba en una piedra del camino a leer mientras llegaba.
— Entonces no está solo, dijimos.
— No podría decirlo, pero sí he visto cómo unos metros antes de encontrarse él se ha agachado a recoger de entre la hierba del camino unas florecillas silvestres, de esas azules, y después de dárselas a ella, sonriendo, se ha sacado algo parecido a un cuaderno que llevaba colgado del cuello y, ya entre risas de los dos, ha apuntado algo.
La moraleja te la dejo a ti.
Sencillamente muy bueno
Me alegro de que te haya gustado