Informatopeida

Informatopeida

Canta, Musa melodiosa, el cataclismo que produjo la llegada de la informática al monte Olimpo y llama a Mnemosina en auxilio de mi memoria para que la epopeya fluya en mi verbo.

Cuando Hermes, el inquieto vástago de Maia, cumplía con sus numerosos quehaceres, trayendo y llevando mensajes de los dioses a los hombres y de los hombres a los dioses, llegó a sentir el cansancio y buscó una solución para su cometido de divino mensajero. La buscó primeramente entre los dioses y en ninguno halló respuesta. Decidió entonces buscarla entre los hombres.

Volando sobre sus rápidos talares, arribó a una ciudad donde se reunían las gentes del comercio. Allí se despojó de sus atributos divino y penetró en un vasto recinto que albergaba curiosos artefactos que inmediatamente atrajeron su atención. Oculto en su anonimato, solicitó explicaciones sobre aquellos ingenios, que le fueron pródigamente facilitadas por los mercaderes. Agradecido, el divino Hermes depositó abundante cantidad de oro a los pies del comerciante y, rápidamente, trasladó al exterior los artefactos con la misma facilidad que se si tratase de hojas de mirto. Tras recuperar su gloriosa presencia, regresó raudo a las cimas del Cileno, donde pasó la noche manipulando su adquisición hasta que los dedos rosados de la Aurora le advirtieron de la próxima llegada del carro del Sol.

Apenas había despuntado el día, cuando el ingenioso hijo de Zeus instalaba los artefactos en las perfumadas dependencias del Olimpo, deslizándose cautamente como un jirón de bruma y extendiendo cables y conexiones de forma que el poderoso ingenio cubriese todas las posibilidades.

A continuación, llamó a Palas Atenea, la diosa de los ojos glaucos, cuya preclara inteligencia comprendió el alcance de aquel poder. Habló Atenea al omnipotente Zeus que amontona y ensombrece las nubes, quien manifestó su deseo de que todos, dioses y diosas, se convirtiesen desde aquel momento en usuarios.

Habla, Musa celestial, del magnífico sistema de videoconferencia que comunicó desde entonces al dios del oráculo con la Pitonisa, así como de la completísima base de datos de que ésta dispuso para indicar a los mortales los decretos y augurios del dios.

Recuerda, divina Calíope, los esfuerzos que el ingenioso Hefaistos realizó para instalar un sistema de alarma gobernado por un PC que, mediante sensores estratégicamente dispuestos, le alertase de los devaneos de la hermosa Afrodita, su casquivana esposa, durante las noches en que él trabajaba en la fragua.

Tomad, Musas de fulgurante mirada, como asunto de vuestras canciones el sistema de mensajería instantánea que transmitió los mensajes del todopoderoso Zeus a sus numerosas amantes. Mortales, ninfas, sílfides, náyades y nereidas quedaron desde entonces conectadas día y noche al señor de la inmensa voz.

Celebrad la decisión de Hades que instaló un sistema robótico en su sombrío reino para mejorar los refinados métodos de tortura del Erebo. A la puesta en marcha no faltaron las Erinies ni las Harpías. Solamente la Gorgona desvió su mirada petrificante para no bloquear el sistema operativo.

¡Ay! Lamentemos ahora las tribulaciones que tales novedades causaron en la morada de los dioses y hagamos votos para que desde el Helicón acuda en nuestro auxilio el coro de las Musas.

Sentada sobre el trípode cubierto por la piel de la serpiente Pitón, la servidora de Apolo se apresta a emitir el oráculo. Pero la respuesta no llega, porque Apolo se halla ausente del Olimpo, entretenido en ociosa jornada de caza junto a su hermana Artemisa, la del carcaj de oro.

Aunque los sacerdotes se impacientan, la Pitonisa está tranquila. Sabe que dispone de una base de datos y pone en marcha el sistema. Selecciona en el menú la pregunta y elige el enlace correspondiente. Teclea el código requerido y espera la respuesta. Atónita, ve aparecer en la pantalla una receta culinaria.

Sin reponerse de su asombro, vuelve al menú, pasa página tras página y repite su pregunta con mayor atención, pero esta vez la pantalla aparece emborronada, parpadeante y repleta de extraños caracteres que recuerdan la escritura jeroglífica.

Nerviosa y asustada, la Pitonisa trata de retroceder para reiniciar el proceso, pero todo lo que obtiene son textos ilegibles. Apaga el ordenador y vuelve a encenderlo. Allí está de nuevo el menú. Una y otra vez lanza su pregunta, teclea su código y una y otra vez recibe recetas de bebedizos, manuales de juegos, genealogías de augustos linajes, estrategias de guerra y, finalmente, caracteres jeroglíficos que inundan la pantalla de escritura indescifrable.

Angustiada, rompe a llorar cuando un mensaje le informa en la pantalla de que el prodigioso sistema se ha vuelto inestable.

Lejos de Delfos y ajeno a lo que allí ocurre, Zeus Tonante maneja su terminal de redes sociales para enviar sus secretos mensajes amorosos. Cita en su dorado pabellón a Temis, la afortunada madre de las Horas. Dedica tiernas palabras a Dánae, Calisto, Niobe, Io y Taigete. Solicita amorosa correspondencia a la divina Dione y pide urgente respuesta a Antíope, pues su deseo es ya insostenible.

Se afana Hefaistos, el ilustre artesano, en procurar el suficiente suministro de energía, pero a pesar de la fecundidad de sus recursos, su preclara inteligencia le anuncia que de un momento a otro va a fallar la cobertura.

Temeroso de la cólera divina, invoca el prodigioso Hefaistos la ayuda de Iris, la velocísima mensajera de los dioses, la cual recorre ágilmente los caminos etéreos llevando rauda los bits de la información.

Pero la radiante anunciadora del fin de las tormentas tropieza en su camino con Hera, la de los níveos brazos, la excelsa madre de todos los dioses, cuyo poder sólo es superado por el de su esposo, Zeus bienaventurado. Hera pregunta, Iris, sobrecogida de pavor, responde.

La pregunta de Hera es escueta y concisa:

– Contraseña.

La respuesta de Iris lo es también:

– MESTOR.

Rápida, Hera accede a los archivos del servidor y conoce las veleidades de su esposo, con lo que se desatan sus celos y su cólera. Toma de Némesis las saetas de la funesta venganza divina y lanza en su furor a Príapo y Sileno con todo su cortejo de sátiros ardientes y lascivos contra las ninfas destinatarias de los mensajes del que lleva la égida. Para éste reserva asimismo Hera los más duros reproches de su repertorio.

Apenas la brillante luz de Helios se ha hundido en el Océano, cuando Ares, el soberanamente fuerte, se dirige al aposento de Hefaistos. No va a visitarle, pues sabe que el habilísimo cojo se halla sumamente ocupado esa noche. Acude a encontrarse con la diosa de sonrisa seductora, la riente Afrodita que le espera deslumbrante tras haber arrojado el deseo amoroso en sus entrañas.

A la puerta de la áurea morada, Alectrión vigila atentamente para anunciar el momento en que la Aurora surja del seno del Océano y evitar que el Sol, escalando el cielo desde la plácida corriente, sorprenda el amoroso ayuntamiento.

Hefaistos sospecha la traición desde hace tiempo y ha decidido sorprender a los amantes. Ha dispuesto una sutilísima red que los atrape en postura delatora, accionada por un ingenioso mecanismo que será disparado por el sistema de sensores, tan pronto éstos detecten la presencia marcial del dios de la guerra en el lecho de Afrodita.

Trabaja, pues, tranquilo el dios de la fragua, centrando todos sus recursos en el suministro energético de la informática celestial y es tal su ardoroso ímpetu que llega a producir una sobrecarga de corriente en el sistema, lo que origina una nefasta avería.

Ignorando este hecho, se entregan el príncipe valeroso y la tentadora diosa de la bella diadema a su apasionado abrazo y cuando el velo azafranado de la Aurora surge en el Oriente, Alectrión cumple con su cometido de alarmar a los amantes, evitando una vez más la maliciosa mirada de Helios sobre los divinos adúlteros.

Apenas ha partido el intrépido Ares en su carro de fuego, cuando regresa Hefaistos a su hogar cansado del rudo trabajo nocturno. Se arroja rendido sobre el acogedor tálamo nupcial, ya vacío, y en ese momento cae sobre él la sutil trampa que le aprisiona fuertemente. Sus gritos desaforados alertan a la hermosa Afrodita que sale de su baño matinal preparado por las Gracias y que, al acudir en ayuda del esposo prisionero, no puede contener la risa al comprender el equívoco.

Lejos de los lugares celestiales, el sistema instalado en el reino de Hades funciona constantemente. Se encarga de su gobierno Minos, el que fue poderoso rey de Creta que, siempre airado por el engaño de Pasifae, se venga complaciéndose en preparar nuevas y refinadas torturas destinadas a los condenados, con ayuda del CAD/CAM.

Escala Sísifo una vez más la empinada pendiente llevando a hombros el pesado bloque de mármol que, una vez llegado a la cima, rodará hasta la llanura para ser acarreado de nuevo arriba y así eternamente. Tiende Tántalo su boca ávida hacia las frescas aguas para aplacar su sed eterna y éstas desaparecen instantáneamente para volver a tentarle con su transparencia.

Ha dado Minos instrucciones al sistema para que la robótica produzca nuevos sinsabores a los condenados y se entretiene en jugar con el deforme Cerbero mientras espera la realización del proceso, cuando estentóreas carcajadas dirigen su atención hacia un punto tenebroso.

Es Tántalo quien ríe, feliz después de tantos años de sufrimiento, habiendo alcanzado por fin las claras aguas que calman su ardiente sed. Sus dedos engarabitados logran asir los jugosos frutos del árbol que sacian su eterno apetito y su risa profana el recinto sombrío.

Con asombro, contempla el juez de los muertos la escalada de Sísifo, ágil y erecto, que ya no se encorva bajo el peso de la marmórea roca. Más allá, Piritoo se levanta de la Silla del Olvido, en la que debía permanecer eternamente sentado como castigo a su audacia.

Sorprendido y confuso, observa Minos que el desfondado tonel, que intentaban llenar de agua inútilmente las Danaides asesinas, rebosa claro líquido, mientras las condenadas juegan al corro. Cerca del trono de Hades, las execrables Harpías devoran entre chillidos la horrenda cabellera de serpientes de la Gorgona, sacudiendo la espantosa cabeza de ojos petrificantes.

Corre la desventurada Perséfone a alertar a su sombrío esposo, pues ahora son las Parcas quienes fallan en su ritual. El hilo de la vida humana se engancha en las manos de Cloto, se atora en la devanadera de Láquesis y no alcanza a desflorarlo la guadaña de Átropos.

Hades, furibundo, ordena a Radamantos que averigüe lo que está sucediendo en su reino de tinieblas y pronto conoce la respuesta. Las continuas vibraciones producidas por la caída de la roca de Sísifo han originado un desconcierto de la información procesada por el sistema experto.

Y arriba, en el Monte Olimpo, todo son lamentos. Se queja Temis ante el padre omnipotente de la inexactitud de las Horas en abrir y cerrar las Puertas del Cielo, habiéndose ya producido un tropiezo irreparable entre Helios y Selene, impuntualmente avisados por el sistema gobernado por el reloj interno del equipo informático.

Llora el intachable Pólux, pues no logra intercambiarse con su gemelo Cástor, el domador de caballos, y la constelación de Géminis aparece incompleta en el firmamento. Parece que da errores el software astronómico manejado por Urano y la situación es caótica. Aldebarán se aleja de las Pléyades porque éstas se aproximan a Orión, el temible cazador del que huían y las Híades, desorientadas por la ausencia de sus vecinas, disputan a Calisto y Arkas su lugar estelar.

La consternación se enseñorea del Olimpo. Hermes, arrepentido de su transacción y abatido por el agotador nuevo trabajo, recibe los constantes reproches de Iris. Apolo se queja amargamente y Atenea, la de los ojos de lechuza, se asombra de que su claro intelecto no haya previsto la catástrofe. Y es el que lleva la égida quien decide el inmediato abandono de la tecnología puntera. No más informática en el Olimpo. La digitalización se relanzará más tarde, quizá en el siglo XXI.




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