Jurado popular

sa_1423071392justicia

Jurado popular

“Mira dentro, que de ninguna cosa te pase desapercibida ni su cualidad propia ni su valor.” Marco Aurelio (121 -180 DC.)

-¿Cómo es posible que un ignorante como yo, haya sido elegido para integrar un jurado.?-

La pregunta resonaba en mi cabeza mientras el juez nos daba las pertinentes instrucciones.

No entiendo nada de temas judiciales, pero no pudiendo evitarlo, lo mejor será seguir lo que el resto del jurado decida. El refugio del rebaño, mantenerse en medio, no alejarse nunca, permanecer en el círculo seguro.

Lo que allí se juzgaba no viene al caso, lo interesante era que todo dependía de las declaraciones de una testigo, decisivas para la inclinación de la balanza.

El primer día ya la vi, no podía ser otra, una mujer que se acercaba a su asiento con pasos medidos. Su aspecto denotaba señorío, con un cuerpo ligero como de cierva y en su rostro una serena belleza, que da esa edad tan difícil de calcular. Escrupulosamente pasó rápida la mano por encima de la silla y ocupó su sitio con una actitud entre prudente y decidida. En el fondo de la sala resaltaba su abundante cabello azabache que sugiere un temperamento apasionado, contrarrestado por unos sinceros ojos claros de ternura infantil.

Fue un día muy largo, muchas palabras que no entendí, muchas caras serias, mucha ropa negra, mucho desfile de mucha gente; demasiado, para decir muy poco.

Por fin, el segundo día la llamaron; – Selva Knöor ­desde el fondo de la sala, sonó, susurrado un -Si – y a continuación, dijo mecánicamente – Con doble o y diéresis en la primera o – de forma casi inaudible. No haciendo caso a nadie, avanzó, destacando por su alta y esbelta estatura y su hermoso rostro. Una mirada franca, una frente lisa, la nariz recta, pestañas rizadas, cejas espesas y renegridas, igual que su cabello. Había en su andar una como graciosa torpeza, otro encant9 inconmensurable. Todo parecía quedarle pequeño, las puertas, las paredes, los muebles, la sala. Fresca como recién salida de la ducha, seguramente olía a frutas. Vestía un pantalón azul marino, ceñido a las anchas caderas y una blusa celeste un poco amplia, a pesar de ello se intuía unos pechos firmes. Unos pies pequeños, en unas sandalias veraniegas, lucía uñas pintadas de color gris aluminio. Un pequeño bolso haciendo juego, que apretaba son sus manos ágiles y delicadas.

A la primera pregunta se inclinó para acercarse al micrófono con un movimiento de amorosa paloma, aunque su mirada era templada y desafiante como la pantera. Blancos dientes, labios pequeños, mejillas suaves y rosadas, rasgos que muestran la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud o la conciencia de ser la cúpula de una casta. La testigo pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. La estrategia de una avalancha de preguntas concretas le cayó encima. Comenzó a negar instintivamente con movimientos de cabeza. y ese fue el momento en que la vi; al principio no estaba seguro si había sido un simple brillo. Concentré todo mi esfuerzo en observar el detalle y – Si, Fiat Lux – entre esa desbordante cabellera azabache había una cana. Era una delación gris en toda regla.

Miré con complicidad a mis colegas, buscando la confabulación necesaria, pero era inútil, la mitad estaban embelesados por su presencia, y el resto dormían con los ojos abiertos.

Ella trataba de explicar sus argumentos, pero tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; merecían ser asumidas por algún autor de best­séller.

La mujer calló y apareció en sus ojos de un azul desganado (ese que los ingleses llaman gris) una mirada de asombro e indecisión; en su inseguridad, giró la cabeza y buscó en el fondo de la sala alguna expresión de apoyo, que no llegó. El temblor de su voz ya perdía el encanto inicial, parecía convertirse en las dudas de una encubridora. Trataban de implicarla, pero aunque roja de indignación seguía conservando su tranquilidad. Su actividad mental era continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abundaba en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Sus manos grandes y afiladas hacían giros en el aire como espantando fantasmas, pero aún así no podían esconder las manchas de tabaco entre los dedos. Cuando le acercaron un papel para que lo leyera, el sudor le arruinaba el maquillaje que se convertía en un desagradable fango pegajoso, hacía extraños movimientos con los brazos para poder despegar la blusa de las axilas, y de dentro del bolso gris, el de los mil secretos, extrajo unas gruesas gafas para poder leer, que rápidamente se le empañaron. Intentó escabullirse, pero una vez más, volvía a aparecer la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Quedaba claro, la amorosa paloma era una rata con alas, la desafiante pantera era la experta en el acecho a traición Era una mujer en continuas metamorfosis, como para huir de si misma, de su propia maldad, el color de su pelo y las formas de su peinado eran inestables, también cambiaban la mueca de su sonrisa, la tez aceitosa, el sesgo de sus ojos. Pero el tinte no había querido adherirse a esa cana Y esa fue su perdición. Borracho de piedad la juzgué y el veredicto fue unánime – Perjurio – un despojo de mentiras.

Mientras tanto, en la sala, cualquiera diría que imitan a los antiguos romanos, pero nada tan lejos de la ecuanimidad del imperio y la magnanimidad del Cesar.




  • 0 Comentarios

    Dejar una respuesta

    Contacto

    info@scriboeditorial.com
    666 47 92 74

    Envío
    o de las

    Inicia Sesión

    o    

    ¿Ha olvidado sus datos?