La Bondad de Aya
Cuento infantil sobre por qué el perro es el mejor amigo del hombre.
Autor: José Martín Díaz Díaz.
(Inspirado en un mito afrocubano.)
Omí, el agua, regaba la tierra con tanto amor que hasta el más humilde labriego conseguía buenas cosechas. A los ganaderos les sobraba tanta leche que tuvieron inventar el queso y los cultivadores de frutas la mermelada.
Pero nadie podía comer mermelada con queso porque no se había inventado el intercambio todavía. Eso era lo malo, que cada cual comía su propia cosecha y esto, además de poco práctico, es empalagoso.
Entonces nació Obúm, la Plaza del mercado. Un gran regalo para los hombres, porque sin intercambio no hay desarrollo.
Allí podían ir todos con sus carretas cargadas de una sola cosa y salir con mercancía variada. Lo que les hiciera falta o les gustara. Pronto se dieron cuenta, además, que teniendo a Obúm no había que ocuparse necesariamente de producir comida, y así aparecieron los zapateros y los que se dedicaban a hacer ropas, cazuelas o arados, arreglar los mismos carretones o embellecer el mercado. Cuando todos colaboran, cada uno puede dedicarse a lo que más sabe.
Obún se fue llenando de gente entusiasta y divertida hasta abarrotarse de mostradores. No había otro sitio de tanta concurrencia.
– ¡No hay nada como yo en el mundo! – gritó Obúm
– ¡Muy cierto, nunca hubo nada parecido!- los hombres le respondieron.
– Pues quiero que me sea concedida la corona de la supremacía. ¡Una gran corona que indique que no hay nada superior a mí!.
Los hombres, muy alegres y sin pensarlo dos veces, lo complacieron.
– ¡Viva!- gritaban. Y le hicieron una gran fiesta para coronarlo.
Ilé, la Tierra, ya estaba un poquito molesta porque la gente la abandonaba por irse a vivir junto a Obúm. Hasta ahora no había dicho nada pero ya esto le pareció demasiado. Dijo bien alto para que todos la escucharan.
-¡Volveré a dar frutos cuando me sea otorgada esa corona de la supremacía! ¡Veamos ahora que llevan al mercado sin mí!
Y desaparecieron al instante todas las bondades que la tierra ofrece.
Omí, el agua, que también estaba furioso, no demoró en pronunciarse.
– Si hablamos de supremacía entonces es mía. De mí nació la vida y no hay planta, animal ni persona que sobreviva sin mi amparo. ¡Volverán a saber de mí cuando me entreguen esa corona!
Omí se retiró de los ríos, los lagos y las lagunas, y se quedó hecho nubarrones que no llovían.
Ninguno de los tres estaba dispuesto a aceptar que la corona fuese compartida. Tenía que ser una. Así que no había manera de complacerlos sin dejar a dos disgustados.
Los hombres se vieron ante un abismo de hambruna, y le rogaban a Olofi para que intercediera.
Ayá, el perro, estaba sorprendido. Hasta ahora el agua y la tierra se llevaban muy bien y nunca habían tenido semejantes discusiones. Entonces decidió ir a verlos.
Le dijo al agua:
– ¿Para qué quieres una corona, Omí? Ya te fue otorgado el más preciado de los regalos. ¡Tú puedes dar! Está en tus manos ofrecer lo que otros necesitan… ¿Hay algo comparable a eso? Si no das, Omí, estarías renunciando al mejor de tus dones. ¿Y todo eso… por una corona?
Omí no respondió nada, pero al rato comenzó a llover. La gente al ver la lluvia empezaron a bailar de la alegría.
Mientras tanto, Ayá fue a hablar también con la tierra.
– Omí ya no quiere corona, Ilé. Dice que su corona es regarte y ver como brotan tus jugos. Su corona son los árboles goteando frutos, la gacela bebiendo en el río, un nacimiento. La vida que tú y él construyeron. Pero no puede sin tu ayuda. Se pregunta, si los dos se quedarán sin eso, sólo por estar imitando la jactancia de Obúm.
Al rato, volvieron a brotar los regalos de la tierra, Ayá la había convencido.
Los hombres, enterados de a quien le debían todo esto, homenajearon a Ayá con fiesta y vítores de agradecimiento.
Sólo Obúm estaba ofendido porque Ayá, además de haberlo llamado jactancioso, no había ido a convencerlo de nada
– ¡Ayá! ¡¿Y a mí no tienes nada que decirme?!
– Sí, Obúm – le dijo el perro – que te puedes quedar con tu corona, a nadie más le interesa. Y buen provecho.
Omí, el agua, muy agradecido de Aya, dijo que siempre que se cayera en sus dominios lo protegería, por eso los perros saben nadar aunque nadie los haya enseñado. Ilé, la Tierra, prometió decirle siempre dónde estaban sus caminos y a donde conducían, por eso no hay mejor compañía que un perro para no perderse en el monte.
Sólo Obúm, la Plaza del mercado, sigue disgustada con Ayá, y como un perro sin dueño siempre va allí en busca de comida, Obúm aprovecha para intentar hacerle daño.
Olofi pensó llevárselo a su reino para protegerlo él mismo, pero los hombres prometimos hacernos cargo, alimentarlo de nuestra mano y tenerlo al amparo de nuestros hogares como parte de la familia. Lo nombramos el mejor amigo.
Este relato ha sido adaptado a dibujos animados.
Forma parte de la serie: “Leyendas A
frocubanas”
De los Estudios de Animación ICAIC.
Pero nadie podía comer mermelada con queso porque no se había inventado el intercambio todavía. Eso era lo malo, que cada cual comía su propia cosecha y esto además de poco práctico es empalagoso.
Entonces nació Obúm, la Plaza del mercado. Un gran regalo para los hombres, porque sin intercambio no hay desarrollo.
Allí podían ir todos con sus carretas cargadas de una sola cosa y salir con mercancía variada. Lo que les hiciera falta o les gustara. Pronto se dieron cuenta, además, que teniendo a Obúm no había que ocuparse necesariamente de producir comida, y así aparecieron los zapateros y los que se dedicaba a hacer ropas, cazuelas o arados, arreglar los mismos carretones o embellecer el mercado. Cuando todos colaboran, cada uno puede dedicarse a lo que más sabe.
Obún se fue llenando de gente entusiasta y divertida hasta abarrotarse de mostradores. No había otro sitio de tanta concurrencia.
– ¡No hay nada como yo en el mundo! – gritó Obúm
– ¡Muy cierto, nunca hubo nada parecido!- los hombres le respondieron.
– Pues quiero que me sea concedida la corona de la supremacía. ¡Una gran corona que indique que no hay nada superior a mí!.
Los hombres, muy alegres y sin pensarlo dos veces, lo complacieron.
– ¡Viva!- gritaban. Y le hicieron una gran fiesta para coronarlo.
Ilé, la Tierra, ya estaba un poquito molesta porque la gente la abandonaba por irse a vivir junto a Obúm. Hasta ahora no había dicho nada pero ya esto le pareció demasiado. Dijo bien alto para que todos la escucharan.
-¡Volveré a dar frutos cuando me sea otorgada esa corona de la supremacía! ¡Veamos ahora que llevan al mercado sin mí!
Y desaparecieron al instante todas las bondades que la tierra ofrece.
Omí, el agua, que también estaba furioso, no demoró en pronunciarse.
– Si hablamos de supremacía entonces es mía. De mí nació la vida y no hay planta, animal ni persona que sobreviva sin mi amparo. ¡Volverán a saber de mí cuando me entreguen esa corona!
Omí se retiró de los ríos, los lagos y las lagunas, y se quedó hecho nubarrones que no llovían.
Ninguno de los tres estaba dispuesto a aceptar que la corona fuese compartida. Tenía que ser una. Así que no había manera de complacerlos sin dejar a dos disgustados.
Los hombres se vieron ante un abismo de hambruna, y le rogaban a Olofi que para que intercediera.
Ayá, el perro, estaba sorprendido. Hasta ahora el agua y la tierra se llevaban muy bien y nunca habían tenido semejantes discusiones. Entonces decidió ir a verlos.
Le dijo al agua:
– ¿Para qué quieres una corona, Omí? Ya te fue otorgado el más preciado de los regalos. ¡Tú puedes dar! Está en tus manos ofrecer lo que otros necesitan… ¿Hay algo comparable a eso? Si no das, Omí, estarías renunciando al mejor de tus dones. ¿Y todo eso… por una corona?
Omí no respondió nada, pero al rato comenzó a llover. La gente al ver la lluvia bailar de la alegría.
Mientras tanto Ayá fue a hablar también con la tierra.
– Omí ya no quiere corona, Ilé. Dice que su corona es regarte y ver como brotan tus jugos. Su corona son los árboles goteando frutos, la gacela bebiendo en el río, un nacimiento. La vida que tú y él construyeron. Pero no puede sin tu ayuda. Se pregunta, si los dos se quedarán sin eso, sólo por estar imitando la jactancia de Obúm.
Al rato, volvieron a brotar los regalos de la tierra, Ayá la había convencido.
Los hombres, enterados de a quien le debían todo esto, homenajearon a Ayá con fiesta y vítores de agradecimiento.
Sólo Obúm estaba ofendido porque Ayá, además de haberlo llamado jactancioso, no había ido a convencerlo de nada
– ¡Ayá! ¡¿Y a mí no tienes nada que decirme?!
– Sí, Obúm – le dijo el perro – que te puedes quedar con tu corona, a nadie más le interesa. Y buen provecho.
Omí, el agua, muy agradecido de Aya, dijo que siempre que se cayera en sus dominios lo protegería, por eso los perros saben nadar aunque nadie los haya enseñado. Ilé, la Tierra, prometió decirle siempre dónde estaban sus caminos y a donde conducían, por eso no hay mejor compañía que un perro para no perderse en el monte.
Sólo Obúm, la Plaza del mercado, sigue disgustada con Ayá, y como un perro sin dueño siempre va allí en busca de comida, Obúm aprovecha para intentar hacerle daño.
Olofi pensó llevárselo a su reino para protegerlo él mismo, pero los hombres prometimos hacernos cargo, alimentarlo de nuestra mano y tenerlo al amparo de nuestros hogares como parte de la familia. Lo nombramos el mejor amigo.
Este relato ha sido adaptado a dibujos animados.
Forma parte de la serie: “Leyendas Afrocubanas”
De los Estudios de Animación ICAIC.