Lágrimas de ida y vuelta

Lágrimas de ida y vuelta

Voy camino de Madrid y todavía no sé si es lo que realmente quiero. Hace tantos años que no le veo como años hace que él no quiso saber nada de nosotras, no sé si le recordaré cuando le mire a los ojos, aquellos ojos llenos de ira, inyectados en vino y fríos como un amanecer  de Enero.

Recuerdo que tendría yo unos 12 años, cuando mi madre nos levantó una noche a mi hermana Julia y a mí y nos dijo que no hiciésemos ruido, que teníamos que marcharnos antes de que volviese nuestro padre.

Nosotras no entendíamos muy bien, sin embargo sentimos que eso era lo que debíamos hacer. En una bolsa de deporte de Adidas de color negro metí mi ropa; casi sin mirar lo que metía, tan solo sabía que debía de hacerlo en el menor tiempo posible. A Julia le ayudó mi madre a guardar sus cosas porque no dejaba de llorar, aunque su llanto se ahogaba y solo las lágrimas hacían ver su estado de nerviosismo y de total desesperación.

Los siguientes 5 años los recuerdo grises, sin un hogar fijo, varios institutos, muchas y ninguna amiga. Era como huir de un recuerdo, de una sombra, de un fantasma, ir de un lugar a otro sin posibilidad de librarnos de la sensación de persecución, sin tener la tranquilidad del anonimato, de una nueva vida.

Después llegó un ángel a nuestras vidas y el color volvió a inundarlo todo. Miguel amaba a nuestra madre y fue para nosotras un verdadero padre.  Julia llegó a llamarle papá, yo no pude aunque lo sentía como tal, pero las connotaciones que llevaba incluida la palabra “papá” me impedían si quiera nombrarla.

Terminé derecho con 26 años y comencé a trabajar de pasante en el bufete Garcés Molina y Asociados, allí fue como comenzar de nuevo la carrera; donde verdaderamente aprendí derecho. Años después mi amiga Irene y yo creamos un bufete y nos especializamos en familia, aunque no descartábamos llevar otros asuntos, pues no era cuestión de despreciar nada que nos pudiese llegar y que ayudase al pago de la oficina  que alquilamos cerca del Palacio de Justicia, sin olvidar nuestros emolumentos que eran lo más indispensable.

Con 32 años conocí a Luis, un chico que trabajaba de administrativo en una empresa de distribución de bebidas. Luis era divertido, juntos reíamos por cosas que, para cualquiera, no tenían ninguna gracia, pero nosotros éramos diferentes, nuestro mundo era diferente al resto. Todavía hoy nuestro mundo no es de este mundo y, aunque no hemos podido tener hijos, nos bastamos el uno al otro para alcanzar esa pequeña parcelita de felicidad que hace que nos sintamos bien el uno junto al otro.

Mi hermana Julia estudió Educación Infantil y todavía vive con mi madre y aunque estuvo de acuerdo conmigo en buscar y ponernos en contacto con mi padre, no ha querido venir ni quiere saber nada hasta mi regreso. Creo que en todos estos años yo he sido la única que ha sentido más la falta de mi padre. Tal vez porque era la mayor y la que sufrió durante más tiempo los malos tratos de mi padre hacia mi madre… y hacia nosotras.

Es una sensación muy extraña, por un lado un sentimiento de odio, mezclado con miedo, asco y resentimiento. Por otro lado un sentimiento de necesidad, una falta imposible de sustituir con nada ni con nadie. Debe ser lo que llaman sentimiento de amor y odio. Mi madre, por el contrario dice que ya no siente nada, solo indiferencia. Seguramente este es el peor sentimiento que se pueda tener, la indiferencia, la falta de sentimientos hacia alguien. Así era como se sentía mi madre y era comprensible, casi quince años sufriendo malos tratos es como para crear una armadura de acero alrededor del sufrido corazón.

Personalmente prefiero el odio a la indiferencia, ya lo dice la canción…“ódiame, por favor yo te lo pido… odio sin medida ni clemencia,… odio quiero más que indiferencia,… porque solo se odia a lo querido”

Estamos llegando a la Estación Sur de Madrid y noto como todo mi cuerpo palpita, me encuentro en un estado de ansiedad como nunca había sentido. ¿Me reconocerá?… ¿le reconoceré?… ¿seré capaz de mirarle a la cara?… ¿me podré reprimir las ganas de abofetearle? Su cara para mi es tan solo un vano recuerdo, grande y alargada, con un bigote que hacía todavía más siniestra y repugnante su cara, siempre congestionada. Con un gesto como de continuo asco, incluso cuando se reía. Su cuerpo era fuerte, sus manos grandes como garras de un oso enfurecido. Y lo peor de todo, su voz, una voz ronca, medio afónica pero con una potencia capaz de derribar la moral de una mujer atemorizada y dos niñas asustadas.

El autobús baja por la rampa hacia los andenes, frena junto a una garita de control y rápidamente emprende la marcha definitiva hasta el andén 32. Frena con una sacudida que hace que mi cuerpo se incline hacia adelante y seguidamente hacia atrás, golpeando toda mi espalda contra el respaldo del asiento. Me quedo unos segundos mirando por la ventanilla. La gente se agolpa junto al autobús, unos recogiendo sus equipajes y otros, que han venido a recibir a sus seres queridos, les abrazan y se reparten besos y sonrisas. Escucho como por la megafonía anuncian, nuevamente, la llegada del… “Autobús procedente de Alicante ha hecho su entrada en andén 32”. Me levanto y recojo mi bolso y un chaquetón que es todo miequipaje para este breve viaje; me quedaré no más de 4 horas, hasta la salida del primer autobús de regreso. Todavía desde el interior del autobús miro buscando una figura que me resulte conocida. Noto como los latidos del corazón retumban en todo mi cuerpo, las palpitaciones se han hecho tan rápidas y fuertes que todas las células de mi cuerpo vibran como la piel de un tambor.

Con una cierta inseguridad bajo los escalones del autobús, mientras dirijo mi mirada alternativamente al andén y a mis pies para asegurar donde piso. Me coloco el chaquetón sobre los hombros, aunque no sé decir si siento frio o un calor sofocante. Noto las palpitaciones en las sienes y la boca seca hace que la lengua se pegue al paladar. Alguien a mi izquierda se dirige a mi “Pilar!!! Sigues siendo el vivo retrato de tu madre

Miro hacia donde viene la voz y me quedo quieta, helada, petrificada, mirando a aquel hombre de cara grande, delgada, plagada de arrugas fuertes y pronunciadas. Su cuerpo adivina una fortaleza que quedó en el pasado, ahora es solo una masa de piel y huesos que yo misma podría tumbar de un ligero empujón. Sus manos son grandes y huesudas, arrugadas y resecas, como todo él; como si el agua hubiese desaparecido del ajado cuerpo. Me mira y sonríe. Adivino que desea abrazarme. Mi mente me indica que debo fundirme en el abrazo más fuerte y sentido que jamás haya dado. Mi corazón me manda que me mantenga firme, impertérrita, mirándole fija y fríamente a los ojos, que no sonría ni muestre sentimiento alguno. Mis años de abogacía me ayudan y hago caso a mi corazón.

–          ¿Y tu equipaje?

–          No lo tengo, no he traído nada porque me marcho hoy mismo

–          ¿No te quedas?… había preparado una habitación para ti en mi casa. Pensé que te quedarías unos días, pero después de tanto tiempo lo entiendo.

–          Si, hace mucho, demasiado tiempo.

–          Pero no nos quedemos aquí, vamos a algún lugar donde podamos hablar. Después de tantos años, tendremos que decirnos muchas cosas!!!

Me cede el paso y salimos de la estación. Su paso es inseguro y lento; subimos con la escalera mecánica y a punto estuvo de caer, tanto al inicio como al final de la misma. Hice intención de ayudarle, pero no pude ni tan siquiera rozarle con mi mano. Era como si fuésemos dos polos negativos, que se repelen.

Le pregunté

– ¿A dónde vamos?

– Aquí cerca, en Méndez Álvaro hay una cafetería, donde suelo ir de vez en cuando y es muy tranquila

La cafetería, en efecto es tranquila, por lo menos a esa hora de la tarde, tan solo hay una mesa ocupada por 3 señores que hablan airadamente sobre el último partido del Atleti de Madrid y si un empujón había sido falta o penalti. Es todo lo que pude escuchar mientras miraba la sala eligiendo un lugar donde sentarnos. Al final opté por una mesa en la esquina opuesta a la barra, donde dos chicas jóvenes se tomaban sendos cafés y se contaban confidencias, salpicadas de algunas risas.

Nos sentamos y casi como por arte de magia llegó el camarero con un café solo y agua con gas para mí, y un cortado descafeinado para el espectro de mi padre.

–          Ya te he dicho que eres el vivo retrato de tu madre, te miro y estoy viéndola cuando os marchasteis de casa

–          No quiero hablar de esa época

–          Deja que te mire, hija… ¿puedo llamarte hija?

–          No puedo impedirlo, puesto que legalmente lo soy

–          No te enfades conmigo, en todos estos años la vida me ha hecho cambiar mucho, ya no soy el de entonces… No puedo reprocharte nada, ni a tu madre ni a vosotras. Sé que no merezco que me llames padre, porque no lo he sido.

Gesticulé frunciendo el ceño y con un gesto de reproche hacia él

–          No digas nada, Pilar… déjame que te cuente y luego, si me haces el favor me cuentas como estás tú, como está tu hermana y como está tu pobre madre.

–          He venido para hablar y para verte después de tantos años. Lo segundo ya lo he conseguido.

–          Gracias cariño. Reconozco que en mi vida he sido un pobre hombre en su sentido más literal de la palabra. En mi juventud fui un borracho, jugador y putero. Si, si!! Un putero hija; me gastaba todo el sueldo que ganaba en juergas que siempre terminaban en algún puticlub. Si no era eso, me lo jugaba en partidas ilegales donde durante toda la noche corría el dinero, el alcohol y la coca a partes iguales.

Al final cuando llegaba a casa me sentía un ser tan repugnante y tan asqueroso que mi propia impotencia la pagaba con tu pobre madre y con vosotras dos. Ya se que esto que te estoy reconociendo no es justificación de nada. Cada uno es responsable de sus actos y yo soy responsable de muchas cosas de las que ahora me arrepiento y no me siento en absoluto orgulloso. Pero lo hecho, hecho está y no lo podemos remediar ya. Déjame, por lo menos, que me desahogue… que diga en voz alta lo que tantas veces me he dicho para mis adentros, lo que durante tantos años he callado…

Pasaron las horas como pasa la vida, casi sin darnos cuenta. Mi padre me dio todas sus explicaciones, que no dejaban de ser solo su punto de vista, su personal visión de las cosas. Para mí no eran suficientes, pero reconocía que si eso le había servido a él para cambiar, bien venido fuese.

Me levanto deprisa porque miro mi reloj y veo que faltan 20 minutos para que salga el autobús de regreso. Le pido a mi padre que no me acompañe, guando en mi bolso una servilleta de la cafetería donde he anotado el teléfono y la dirección en Madrid de mi padre; la estación queda muy cerca y prefiero ir sola; además todavía no estoy preparada para despedidas tradicionales, con abrazos, besos, lagrimeo y manitas haciendo adiós. Prefiero guardar el recuerdo de aquel breve e intenso encuentro y digerir las palabras de mi padre.

Salgo rápidamente y en poco más de 5 minutos estoy en el andén, junto al autobús de vuelta a Alicante, me quedo ensimismada leyendo una frase que alguien ha escrito con un rotulador rojo, en la pared: “Para saber vivir hay que saber perdonar”

Me siento y recapacito sobre la frase leída; es muy posible que para que mi vida sea plena y me sienta sosegada, debo aprender a perdonar. Al fin y al cabo la vida es larga y nadie está en posesión de la verdad absoluta; todos y cada uno de nuestros actos están motivados por alguna circunstancia que nos obliga o nos conduce a realizarlo. Cierro levemente los ojos y mentalmente vuelvo a leer la frase escrita en la pared. El autobús ya está en plena calle, frena bruscamente al cerrarse el semáforo, miro por la ventanilla y diviso la cafetería donde he pasado toda la tarde con mi padre; después de tantos años. Creo adivinar todavía la figura enjuta sentada en la mesa junto al rincón; solo, pensativo, cabizbajo.

–          Vaya tardecita nos hemos pegao, don Pepe ¿eh?. No ha dejado de darle a la sin hueso

–          Tenía muchas cosas que hablar con mi hija

–          ¿Su hija? No lo sabía. Muy guapa la joven.

–          Si, muy guapa. Como lo era su madre. Tengo otra hija, pero ya no recuerdo su cara.

–          ¿Viven fuera?

–          – Si en Alicante

–          – Hombre!!… Alicante, buen lugar para pasar las vacaciones don Pepe!!!

–          Eso dicen. Nunca he ido.

–          Pues si tiene dos hijas, ya tiene casa para ir ¿no?

–          No lo sé Emilio, no lo sé… eso el tiempo lo dirá. Ahora me voy a casa, que me estará esperando mi Charo.

–          Hasta mañana don Pepe, que vaya bien!!

Salió de la cafetería pensativo, con paso lento se dirigió al metro, Línea 6. Tardó poco en llegar; subió y se quedó cerca de la puerta. A esa hora los vagones del metro no solían ir muy hacinados, pasó la estación de Arganzuela, luego Legazpi, Usera y por fin la suya Plaza Elíptica; se encaminó hacia la salida de Avd. de Oporto donde vivía. No empleó más de 15 minutos en hacer el trayecto desde la cafetería hasta su casa. Sacó las llaves, abrió y cuidadosamente se quitó la chaqueta dejándola colgada del perchero que había tras la puerta de entrada a la casa. Charo estaba en la cocina y desde allí le habló

–          Pepe ¿ya estás en casa?

–          Si

–          Vaya día que llevas, hijo, no has venido ni a comer. Por lo menos podrías haberme llamado

–          Déjame en paz!!

–          Si solo digo…

–          Que me dejes en paz, hostias!!!… no tengo porqué darte explicaciones de lo que hago

–          – Pepe por Dios, no te pongas así otra vez; si solo te digo que podrías haberme llamado. Estaba sufriendo por ti.

–          ¿Por mi? ¿Y quién cojones te pide que sufras por mi?

–          Pepe!!!

–          ¡¡¡ Que me dejes en paz, joder ¡!! ¿no me entiendes o qué?

Pepe cogió un plato con guisado de muslo de pavo con patatas que Charo le había dejado tapado de la comida del mediodía, sobre la encimera de la cocina; y lo estampó contra el suelo, mientras Charo se agachaba en un rincón de la cocina, tapándose con los brazos la cabeza y llorando desconsoladamente. Como casi todos los días.




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