Manhattan
El Manhattan era un sitio de esos donde la luz tenue de las tulipas verdosas se mezclaba con el humo del tabaco volviéndonos a todos pardos y valientes. Un sitio donde los corazones frágiles y las almas ennegrecidas bailaban sobre la barra al ritmo de un vaso ancho.
Engaño a mi mujer y ella lo sabe, ese es el trato. Cada día, cada semana, cada mes. Hace veinte años que me dejo caer en el Manhattan. En la misma silla, en la misma esquina de la barra, tras la misma cortina de humo. Aquel día no sería menos.
El mío es un sitio privilegiado. Al fondo veo un perfil femenino, tras la neblina. Es un cuello flácido, es una cabeza gacha. Es fácil —pienso. Me acerco, decidido. Quizá podríamos salir juntos de este antro… —le digo.
Lleva una alianza en su mano izquierda. Apenas puede hablar ni caminar.
La tumbé en el sofá de mi salón. Durmió enseguida. Acaricié un rostro corroído, un rostro atroz.
Sentado a su lado me giré. Sobre la mesa la imagen de mi boda en un marco caoba. Allí estaba ese rostro, junto a mí. Era un rostro dichoso y esperanzado. Era un rostro de hace veinte años.
No he vuelto a pasear por Manhattan.