Martina

Martina

Mi mirada puesta en la máquina del millón y los ojos de Martina, en mis felinos movimientos que tratan de impulsar la bola lo más lejos posible. Mis caderas se contorsionan en un continuo movimiento de izquierda a derecha y de delante hacia atrás según los caprichosos giros de la esfera de metal.

De reojo la veo como pasa su húmeda lengua por unos labios gruesos que se irisan con la saliva sin quitarme la vista de encima. Enrojezco y pierdo la concentración, fallando toques de principiante. “Partida terminada” dicen una letras rojas intermitentes en la máquina y yo me quedo mirando el artilugio esperando el milagro de la ruleta que reparte bolas extras, pero casi nunca ocurre; así que meto la mano en la faltriquera buscando una moneda que nunca hay y me encojo de hombros dejando la maquinita abandonada a otras manos.

Ella echa a andar contoneándose, con los ojos de los viejos del billar pegados a su cuerpo que la van desnudando conforme pasa entre las mesas de billar rozándolas con su faldita de flores. Cuando llega  a la puerta me indica con un leve gesto de cabeza que la siga y allí voy yo, obediente, siempre con las manos en los bolsillos, las mejillas rojas y la cabeza gacha, queriendo que nadie repare en mí.

En el lóbrego pasillo iluminado por una bombilla enjaulada diviso al fondo la puerta entreabierta del almacén. Allí el encargado de los billares guarda las piezas de recambio y amontona trastos que va recogiendo de la calle. En las paredes la humedad dibuja extrañas formas que a mí se me antojan rostros que mirarán mi pecado. Un estrecho ventanuco, protegido por una reja cubierta de telarañas, da la única luz a la estancia.

Nunca supe por qué ella tenía la llave o quizá siempre aquella puerta estuvo abierta esperándonos.

Entro con cuidado de no hacer ruido, cierro la hoja metálica y aguardo unos segundos hasta que mis ojos se acostumbran a la penumbra. Siempre la descubro sentada en el borde de una vieja mesa de despacho con las piernas colgando y los brazos extendidos hacia mí, ordenándome que ocupe el espacio que hay entre sus muslos que la subida falda deja ver. Mi cabeza ordena que me resista, que no caiga otra vez en la tentación, que no vuelva a mancillar mi cuerpo, que no ponga en peligro mi alma por cometer el atroz pecado; pero mi cuerpo no entiende las prohibiciones de la moral que nos  inculcan en el colegio y ordena a mis piernas que en dos zancadas tome el sitio que la carne me tiene asignado.

Me atrapa entre sus brazos, sus dedos juegan con mi pelo y sus piernas aprietan mi cintura hasta que su pubis se estrella contra mi bragueta cada vez más abultada. Deja de abrazarme y sus brazos caen lacios. Mis labios en una frenética carrera besan su pelo, su cuello, buscan los suyos inútilmente sabiendo que nunca les dejara probarlos.

Luego siempre hacemos lo mismo en un ritual que ella ha compuesto para nosotros. Me separo un palmo de la mesa. Sé que debo permanecer quieto mientras se desabrocha los botones de la blusa y tira del sujetador hacia arriba para dejar libres unas pequeñas tetas. Me deja amasarlas, besarlas, succionarlas; mientras ella desabrocha el botón de mis pantalones, baja la cremallera, mete su mano y saca mi pene a punto de estallar. Luego con movimientos precisos y rítmicos me masturba. Me tiemblan las piernas, jadeo tratando de seguir respirando y mis manos quedan yertas. Entonces ella sabe que voy a eyacular, así que aprieta  mi glande con fuerza como queriendo que el semen no salga. Yo la dejo hacer y entre convulsiones la semilla de Onán se abre paso, resbalando entre sus dedos.




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