Amor en el 73

Amor en el 73

Siempre la esperaba en aquel triste bulevar, salvado de los coches por unos tristes árboles obstinados en sobrevivir entre los muros de ladrillo y cemento. Me sentaba en un banco roído de madera y mataba el tiempo repasando con una llave una y otra vez su nombre grabado en el respaldo para que sobreviviera al polvo de la contaminación.

A mis dieciséis años todavía no había dado el estirón, como decía mi madre, y parecía un niño crecido sin rastro de barba ni ningún pelo en el cuerpo salvo algunos en el pubis que remiraba al despertarme esperando que se hubiera producido el milagro de la multiplicación.

Lo nuestro hasta que ocurrió la tragedia era una relación de sábado por la mañana y nunca llegué a saber que hacia el resto del fin de semana.

La veía llegar desde lejos pese a mi miopía, con su melena cobriza movida por el viento. En  su cara siempre una sonrisa dibujada; ojos de caramelo y carnosos labios que encerraban la tibieza del beso. Su blusa un poco ajustada encerraba unas tetas que quería gozar como si fueran de mi propiedad; su falda corta de cuadros dejaban ver unos muslos jugosos, y sus pies ceñidos por zapatos planos parecían brincar para darle un aire etéreo a toda su figura.

Se colocaba delante de mí, a contraluz, con sus manos cruzadas sobre el vientre. Tenía que poner la mano como visera para ver una mueca de disculpa por el retraso. Me ponía de pie y ella siempre me daba un beso en la mejilla. Echábamos a andar cogidos de la mano sin hablarnos, sólo notando el sudor de su palma y aspirando su olor. Así íbamos calle arriba, la miraba de reojo para comprobar que seguía siendo más alta por mucho que quisiera sacar pecho y estirarme; Ella lo notaba y soltaba una risotada que me sonrojaba y hacía maldecir mis genes.

Lo nuestro empezó en clase. Aquel año cursábamos COU y por primera vez se habían hecho grupos mixtos. El profesor de Literatura, al que llamábamos “Manzanillo” aunque no recuerdo el motivo, se empeño en que hiciéramos un trabajo un chico y una chica; así que sorteo al azar quienes lo harían juntos y ¡Oh, diosa Fortuna! me tocó con Ella.

Ya me había fijado en su cuerpo y, sobre todo, en sus piernas, porque largas y con medias hasta la rodilla siempre han sido para mí la culminación del erotismo, pero la veía inaccesible por su aspecto de mujer frente a mi todavía enclenque figura y porque siempre estaba hablando con sus compañeras de Nogales, el guapo de la clase.

Aunque me reventaba  era un empollón que sacaba unas notas excelentes en todas las asignaturas; así que el trabajito avanzaba camino del éxito seguro. Nos sentábamos juntos y algunas veces ojeábamos el mismo libro, cosa que yo aprovechaba para acercar mi cara a su pelo y notar sus involuntarias caricias. Me hubiera gustado que aquellos momentos fueran eternos porque me trasportaban a un ensueño en el que era feliz lejos de las escabrosas explicaciones de sintaxis, pero el encanto se rompía al oír mi nombre gritado por “Manzanillo” reclamándome para que hiciera un análisis en la pizarra ante la inoperancia de alguno de mis compañeros. Notaba los ojos de los demás pegados en mi cogote, aunque me consolaba que Ella me mirara también y si no podía admirar una apolínea figura, por lo menos se prendaría de mi habilidad en desarticular el idioma.

A la salida del colegió la estaba esperando Nogales. Ella había  salido corriendo nada más terminar la clase. Yo con mis libros bajo el brazo los vi alejarse. No sé porqué me dio por seguirles a una cierta distancia. Entonces él puso su mano en su cintura. Aquello me encolerizó y apreté el paso hasta alcanzarlos. A su altura empecé a sentir vergüenza pero era tarde para retroceder. Calculé su complexión, me sacaba más de un palmo y seguro que su puño era más fuerte que el mío. Me planté delante de ellos y sin mediar palabra lo empujé, aquella masa apenas se movió, y respondió dándome otro empujón que me tiró al suelo, los libros y cuadernos acompañaron mi caída. Me levanté y le solté un puñetazo que fue a estrellarse contra su labio. No se inmutó mientras la sangre manaba de su apestoso belfo. Eché a correr sin tiempo para recoger mis pertenencias.

Al día siguiente me senté en otro lugar de la clase. Encima de la mesa tenía un cuaderno nuevo, con sus virginales hojas esperando mi nefasta caligrafía. Entró Ella, se dirigió hacia donde yo estaba, soltó de golpe sobre la mesa lo que mi prisa dejó desamparado en la calle y sin mirarme ocupó el sitio que hasta entonces había sido nuestro.

Fue uno de los peores días de mi vida. Sentía vergüenza por lo hecho y rabia por dejar pasar los minutos sin decirle que estaba enamorado. Ni “Manzanillo” me sacó de mis cavilaciones pese a que tuvo que nombrarme tres veces para que saliera a la pizarra; esta vez le dije que no sabía hacer el ejercicio y me gané el correspondiente cero. Mis compañeros me miraban con cara de sorpresa porque había abierto la veda y pocos se escaparían de la ovalada nota.

Dijo su nombre y allí fue Ella, directa al encerado. El profesor le pidió que escribiera en lo más alto. Al estirarse su falda subió dejando ver un poco más de sus torneadas piernas. El que estaba sentado en la primera fila, disimulando que iba a coger un bolígrafo, se agachó para tratar de ver sus bragas. En aquel momento fui Otelo abrasado por los celos. La goma de borrar pasó a mi mano, que con asombrosa puntería, acertó en la cabeza del mirón. Éste, como si hubiera recibido la pedrada de David, empezó a gritar. Otra vez las miradas sobre mí y el dedo inquisitivo de “Manzanillo” en dirección a la puerta. Salí con la dignidad del reo no sin antes borrar con la mano una de las burradas puestas por Ella en la pizarra. Todavía quedaban dos horas para acabar la jornada escolar, pero ya había decidido echarme a perder, así que compré dos cigarros a la pipera y me los fumé en los billares, entre los que representaban la más depravada de las vidas.

Mi gesta me costó dos días de expulsión y la paga de tres domingos. Pacientemente cumplí mi condena, Cuando volví al colegio ocupé la última fila junto al “Bola”, que cuando se aburría y lo hacía con frecuencia se mataba a pajas mirando una foto de una mujer desnuda ajada por tanta uso. “Manzanillo” me recibió con absoluta indiferencia y estuvo dos semanas sin hacerme preguntas, hasta que harto de mancharse de tiza volvió a las andadas, es decir, a utilizarme  para garrapatear análisis.

Había decidido convertirme en un tipo duro, así que, pese a que mi padre me amenazara todo los días con no pisar la calle salvo para ir al colegio, me deje crecer el pelo, usé los vaqueros más raídos que tenía, me enfundé un grueso jersey y me calcé unas enormes botas de montaña. La pena era que no podía lucir una espesa barba o unas afiladas patillas, porque en mi cara sólo habían empezado a brotar unos cuantos pelos en la comisura de los labios, que cuidaba como si fuera el mismísimo bigote de Marx.

Procuraba entrar el último y muy despacio recorría el pasillo entre las mesas hasta mi escondrijo junto al pajillero. Cuando pasaba a su altura, Ella volvía la cabeza. Yo soltaba los libros de golpe y me despatarraba en la silla. Esa era mi forma de ser un proscrito, porque en lo demás no había cambiado: seguía haciendo los deberes, estudiando y sacando buena nota.

Aquel día la mesa contigua a la suya estaba vacía. No me percaté de ello hasta que ya la había sobrepasado. Volví sobre mis pasos y me senté junto a Ella. Seguía sin mirarme, como si la misma página hubiera absorbido su atención durante las dos primeras clases. La veía de reojo y sé que ella lo notaba por el arrebol de sus mejillas.

Así no podía seguir. Sentía como el tiempo se escapaba. Sólo faltaba una hora para salir. Me lancé al abismo y le dije que me gustaba. La pobre declaración de amor fue así de simple. Al acabar la clase se marchó corriendo. Me entretuve recogiendo mis trastos y baje las escaleras despacio sin querer enfrentarme a la calle. En la esquina estaba Ella, pasé a su lado pensando en que estaría esperando a cualquier otro chaval. Me llamó y me di la vuelta temiendo una bronca, me besó en la mejilla. Entonces el vértigo se apoderó de mí, la cabeza me daba vueltas y subí a las nubes eclipsando a la tímida luna. Le cogí la mano y anduvimos un rato sin mirarnos ni hablar, dejando que nuestros dedos se reconocieran.

Los cortos días del invierno fueron nuestros aliados.

Nos fugábamos del colegio en las dos últimas clases. Buscábamos las calles recónditas y oscuras para recorrerlas una y otra vez, siempre con las manos entrelazadas. Le hablaba del tiempo efímero y de la necesidad de aprovecharlo, de sacarle el jugo. Bonitas palabras que encerraban mi deseo acuciante de gozarla. Después del mismo sermón repetido una y otra vez, se paraba frente a mí, mis ojos a la altura de su barbilla, me besaba en los labios y se apartaba rápidamente. Siempre me sabía a poco y me prometía que al día siguiente no se me escaparía.

Los días se hacían más largos y la noche ya no era nuestra cómplice, así que buscamos refugio en un parque para seguir con nuestro juego. Por fin aquella vez conseguí mi propósito. Cuando me dio el beso no apartó los labios y yo pude meter mi lengua en su boca para recorrer sus dientes, su paladar, sus encías. Su lengua en mi boca enervaba mis sentidos y mi pene buscaba el contacto con su falda; mis manos, su redondeando culo. El dorso de mi mano en una pirueta de contorsionista alcanzó la goma de sus bragas y bajó hasta rozar su vello. Cuando quiso seguir bajando ella se apretó contra mí, dejándola aprisionada y sin libertad para seguir la ansiada búsqueda. Nos separamos jadeando.

Como siempre echamos a andar cogidos de la mano y sin hablarnos. Llevaba la cabeza gacha y un rubor de vergüenza en las mejillas casi ocultas por su largo pelo.

Sentí que algo se había roto. Quise decir cualquier cosa para romper el silencio pero las palabras no salían. Notaba como el sudor nos resbalaba por las manos y por más fuerza que hacía por retenerla, se me escapaba hasta que terminó soltándose. Íbamos juntos pero a kilómetros de distancia. Poco a poco se separaba de mí y yo no fui capaz de alcanzarla. Vi como se alejaba y supe que todo había terminado.

Al día siguiente en clase se sentó con una chica y yo estuve royéndome sin saber si era por haberla perdido o por no haber conseguido que mi mano aquella tarde hubiera hurgado en lo más recóndito de su ser.




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