Privilegios.
El campesino Carlos pasa sus días laborando en su conuco.
Cuatro mil plantas de café y veinte macollas de cambur.
Por ratos ayuda a su vecino, terrateniente, en una faena de cuatro horas, con lo cual logra ganar algún dinero que le permite subsistir.
Su amigo de la ciudad, lo visita los fines de semana, para ir en jornadas de cacería de lapas, marranos y venados.
He allí los contrastes:
Uno no sabe de electricidad, para los servicios elementales de la casa.
Sólo tienen los rayos del sol o de la luna.
Y las cristalinas e impolutas fuentes de agua, que corren por las quebradas y riachuelos, que adornan su montaña.
El otro vive a sus anchas, en la gran metrópoli
Regodeándose en aires acondicionados, alumbrando las noches en su cubil y tomando fríos jugos que saca de un refrigerador.
Este vive presionado por el bullicio de la ciudad, con sus coches a motor.
Siempre se entera de cada noticia nacional y mundial, que lo van avasallando, para someterlo a una terrible ansiedad enfermiza.
Carlos está absorto en sus plantas. Las ve y las oye crecer. Les habla y las aquerencia. Parece que lo entienden.
Se abstrae en una gloriosa plenitud, que le dan tranquilidad y sosiego. Ejercita su cuerpo, con la ruda faena agrícola y le da paz a su mente, con el ambiente que le regala la naturaleza.
En su inocencia, tiene calidad de vida. Sólo le falta educación formal y atención en salud.
El citadino va al campo, a robar los privilegios del campesino Carlos.
Alí Riera