Ramón
Ramón
Aunque las calles del pequeño pueblo de montaña estaban vacías, a medida que me acercaba al único bar abierto llegaban a mis oídos las voces alegres de los parroquianos. Desde que había llegado al pueblo, hacía ya dos años, al salir del trabajo acudía para tomar una cerveza y desde el primer día no dejaba de sorprenderme del buen número de clientes que lo poblaban, sobre todo en una tarde como la de hoy, en medio de una intensa nevada que duraba ya tres días y que, de momento, había dejado sus buenos cuatro palmos de nieve. La vida de la pequeña población, casi paralizada debido al temporal, parecía latir dentro de aquel lugar cuyos suelos de piedra aparecían desgastados después de décadas de pisadas y sus paredes de madera oscura estaban impregnadas del olor que se desprendía de la siempre encendida chimenea.
Al abrir la chirriante puerta el barullo interior resonó en la pared de enfrente y pareció ser absorbido como por un embudo en cuanto la cerré tras de mí. Me quité las empañadas gafas y parpadeé para acostumbrar mis ojos a la brillante luz del lugar. La música luchaba por hacerse oír entre las conversaciones que hoy, invariablemente, giraban alrededor de cuando había sido la última gran nevada. Parecía ir ganando la de enero de 1987.
Aquella tarde solo había ido para avisar a mis compañeros de tertulia de que debía ausentarme durante algunos días, pero nada más verme y sin poder avisarle, Enrique, el dueño, ya me estaba sirviendo una jarra de cerveza, tal y como hacía cada tarde en cuanto me veía llegar. Me acerqué a la barra y sentándome en un taburete saludé a todos en voz alta.
Algo notó el tabernero en mi cara y, tras preguntarme lo que me pasaba, le expliqué que a mediodía había recibido la visita del alcalde en casa,
-Venía a decirte que esta mañana han llamado al Ayuntamiento preguntando por Carlos Subías, he pensado que podrías ser tú y te traigo el número que me ha dado la mujer que ha llamado, por si te interesaba saber algo más del asunto.
Tras esa inesperada llamada y la consiguiente respuesta resultó que una noticia me obligaba a hacer un viaje no menos imprevisto. Una voz de mujer me había dicho que Ramón había fallecido semanas atrás y que había dejado algo para mí. La demora por la llamada era debida a que durante esas semanas había intentado localizarle sin éxito.
Ramón había sido una fugaz aparición en mu vida y a pesar de que tras nuestro encuentro, durante unos días había pensado en su historia, hacía años que no pensaba en él. Ahora, al saberme incluido en su testamento, me sentí intrigado. La única condición para recibir mi herencia era que debía acudir en persona a recogerla, algo nada desdeñable ya que tan solo salir del pueblo con el temporal sería complicado. Aun así dediqué la tarde a preparar el viaje.
Me sentía en deuda tanto con Ramón como con la mujer que se había tomado tantas molestias por encontrarme. Cuando tuve la bolsa preparada y conseguí localizar a Miguel, el dueño del quitanieves que limpiaba cada mañana la carretera que conducía a la ciudad unos kilómetros más abajo, me dirigí al bar.
Me acosté y rebusqué en mi memoria la historia de Ramón. Recordaba que, al escucharla, había pensado que eran los delirios de un pobre viejo. Ahora deseaba con todas sus fuerzas que hubiera tenido un final feliz. Un final que conocería en un par de días.
Todo había pasado, como he comentado, hacía siete años, una luminosa tarde de abril, durante un viaje de placer que me había llevado a Sevilla.
Al pasar por la plaza España me fijé en un hombre sentado en un banco. Calculé que tendría entre 65 y 70 años, su cabello, todavía abundante era canoso y vestía americana verde oliva, tejanos negros, camisa blanca y zapatos de ante color marrón. Apoyado en su cintura aparecía un gastado bolso de cuero marrón. Incluso sentado se podía apreciar su alta estatura y se adivinaba que todavía conservaba gran parte del vigor de antaño. Emanaba de él una dignidad que su aspecto bohemio no acertaba a esconder. Tenía las gafas sobre la punta de la nariz y leía afanosamente un viejo cuaderno. Y fue aquello lo que me impulsó a abordarle.
Había algo extraño en su expresión. Parecía desorientado
Me acerqué a él y me presenté.
– Buenas tardes, me llamo Carlos, ¿le puedo ayudar?
El, pasados unos segundos me dijo que su nombre era Ramón. Me preguntó qué día de la semana que era.
-Hoy es jueves-, contesté – ¿Le puedo ayudar en algo? – Insistí.
Acercó su cuaderno y vi que en él había una fotografía con los colores desleídos. En ella aparecían una mujer joven, una niña que debía ser su hija, ¿tal vez su hermana?, y un hombre de unos cincuenta años a quién reconocí como Ramón. Tras las figuras se veían unos árboles. Podían estar igual en un bosque, que en la montaña, que en un parque. La imagen debía ser de unos veinte años atrás.
-¿Las conoces?
-No, solo te reconozco a ti y a duras penas, lo siento. Es una foto antigua. ¿Quiénes son?
-No lo sé o más bien, no lo recuerdo, dijo.
Giré la foto y detrás había escrito: “ ….. Valle … … … /Abril/2018 …Sev….”. El resto era un borrón irreconocible. Lo único que deduje es que la foto fue tomada en algún valle, en la provincia de Sevilla y la fecha, hacía 17 años.
– Todo está bien, -dijo mientras guardaba el cuaderno con la foto en su bolso.-. Aunque tengo hambre.
Nos dirigimos a un bar cercano donde nos sirvieron unos bocadillos y unos refrescos. Ramón callaba y yo respetaba su silencio. Parecía más concentrado en no mancharse que en la comida en sí misma.
Al terminar pareció más relajado y su mirada se enfocó. En un momento se tornó casi en otra persona, parecía completamente lúcido. Sus ojos brillaban inteligentes y su actitud mostraba una confianza que hasta ese momento no había mostrado. Pensé que tal vez solo necesitaba comer algo.
Entonces habló:
-Perdona, ¿me repites tu nombre? Tras repetírselo prosiguió. – Por tu expresión deduzco que no entiendes lo que ha pasado.
Volvió a callar, parecía concentrado, ¿habría vuelto a ·”irse”·? De repente, pasados un par de minutos dijo de repente: ¿Te apetece escuchar mi historia?
-Me encantará escucharla Ramón, conteste asintiendo con la cabeza.
Se levantó de la mesa y rebuscó en su bolso. Vi que cogía el cuaderno y lo abría por la primera página.
-Si no te molesta te la leeré. La escribí hace ya bastante tiempo, cuando empecé a olvidarme de las cosas que importaban.
“Un día eran las llaves, otro sacar la basura, olvidos que achaqué a despistes sin importancia, pero tras una tarde haciendo fotos y constatar al revisarlas que no recordaba haber hecho la mitad de ellas, presentí que algo no andaba bien. La fotografía había sido mi hobby desde niño y difícilmente olvidaba una foto, sobre todo si estaba recién hecha.
El medicó me obsequió con una batería de pruebas; análisis, escáneres y tests se convirtieron en mi forma de pasar el tiempo. Cuando el buen doctor pronunció la palabra Alzheimer lo tenía tan asumido que ni siquiera me inmuté. Tras recetarme una larga lista de fármacos y darme una carpeta repleta de folletos informativos me recomendó acudir a un psicólogo y me citó para dos meses después.
A los dos meses el neurólogo me derivó a mi médico de cabecera y no volví a verle.
Al psicólogo ni llegué a conocerle.
Estaba enfadado y asustado. Perdido.
En algún sitio leí que era útil hacer listas de las tareas cotidianas, colocar notas en la nevera o el baño. Así lo hice. Pasados unos meses mis “ausencias” eran cada vez más prolongadas, llegaban de improviso y sin seguir ningún patrón.
Me encerré en casa y tan solo salía cuando no tenía más remedio.
Pasó un año, y otro más, sin más objetivo que pasar mis días hasta que un día me olvidara de respirar, de despertar, de vivir.
A medida que me olvidaba de la persona que me miraba desde el espejo, volvían a mi mente más recuerdos antiguos.
Así fue como una noche de insomnio me vino a la mente la imagen de mi padre regalándome mi primera cámara de fotos, cuando yo tenía apenas diez años y con la imagen el consejo que me dio; – Hacer una foto es crear un recuerdo, pero no te engañes, los verdaderos recuerdos se crean viviendo. Mirar a través de un visor siempre será una imitación de lo que realmente puedes ver con tus ojos –
Aquella frase sonó como un grito en mi cabeza y me puse a revolver entre todos los álbumes de fotos que apilaba en mi casa.
Pasaron varios días antes de darme cuenta de que yo aparecía en muy pocas imágenes y que tan solo en una aparecía acompañado. Muchas eran un misterio para mí, no recordaba ni cuándo ni dónde estaban hechas, entre ellas esa foto única, esa foto que me decía que tal vez alguien me recordaría cuando yo muriera. Al girarla vi la leyenda. La foto tenía entonces dieciséis años y decidí que haría lo posible por encontrar a esas personas.
Recordaba haber vivido una temporada en Sevilla, aunque no recordaba haber ido a ningún valle, pero claro a saber lo que hice allí.
Decidí salir para Sevilla lo antes posible y así tres días después llegué a Santa Justa.”
-Esa es mi historia y desde entonces busco a mis compañeras de foto. Cada día voy un rato a pasear por el parque de María Luisa, m sienta bien y después descanso en el banco-.dijo Ramón.
¿Cuándo llegaste?- pregunté.
-El mes pasado hizo un año – contestó desanimado – Ya queda un día menos – dijo forzando una sonrisa.
Una vez dicho eso le deseé suerte y nos despedimos. Pensé en Ramón unos días pero al volver de Sevilla me había olvidado de él.
Hasta esa tarde.
Miré la hora, las tres de la madrugada. Fuera seguía nevando. Suspiré y me hice el propósito de dormir. A las siete de la mañana empezaría mi viaje, un viaje de más de mil kilómetros, de punta a punta del país y no quería perderme ni un instante.
Tras el viaje en quitanieves, dos autobuses, (transbordo incluido), y un tren legué a Sevilla la noche siguiente. Habíamos quedado en que me recogerían en el vestíbulo de la estación y nada más entrar en él nos encontramos con la mirada.
Fue la más joven quién habló primero:
-¿Carlos? – cuando asentí me dio dos besos mientras decía – Hola, soy Celeste y ella es mi madre, Valle.
Al oír su nombre me quedé mirándola y sonreí. Resulta que la foto decía mucho más de lo que pensábamos – pensé -.
Sin duda era la mujer de la foto. Alta, delgada y dueña de una expresión que irradiaba simpatía. Tenía una bonita sonrisa y su cabello era largo y ondulado, de tonos castaños. Tendría sobre cuarenta y cinco años aunque aparentaba bastantes menos. Sus ojos eran marrones y brillaban de emoción. Se notaba que llevaba tiempo esperando aquel encuentro y se movía entre el nerviosismo y la alegría.
Ya en casa de Valle y Celeste, tras la cena, hablamos de Ramón, de su aventura y de su feliz final.
Valle encontró a Ramón en aquel banco donde yo lo había conocido, un año después de mi visita.
-Estaba sentado cabizbajo, mirando una vieja foto pero algo me dijo que conocía a aquel hombre. Cuando le llamé levantó la cabeza. Tenía la mirada ausente pero nada vas verme sonrió. Se levantó y nos dimos un abrazo.
Desde ese día vivió en casa, con nosotras, y puedo decir que, a pesar de su enfermedad sus últimos años fueron felices. Aunque al final cada vez estaba peor, todos los días, hasta el último tuvo momentos de lucidez y aprendimos a disfrutarlos.
.Él siempre te estuvo agradecido de que le escucharas aquel día, a menudo decía que fuiste la única persona que lo hizo.
Una semana antes de morir me dijo que te buscara cuando el faltara y te diera esto.
Valle señalaba un viejo y conocido bolso de cuero que había sobre la mesa. Se lo acercó.
La abrí sin tener ni idea de que me habría dejado aquel hombre que se cruzó en mi vida apenas tres horas aquella tarde de abril.
Dentro vi lo que parecía un libro. Lo saqué y nada más abrirlo me di cuenta de que se trataba de un álbum de fotos.
La primera imagen era aquella antigua y conocida foto. Las siguientes eran fotos en las que Ramón salía, ya anciano. Estaba en todas, pero en ninguna aparecía solo.
-La primera foto nos la hicimos en el parque de María Luisa, el único día que salimos a pasear y tomar unas fotos.
Aquel álbum había dado a Ramón muchas horas de felicidad, estaba seguro, y se apreciaba el amor que había dado y recibido esos años.
En la última página había una frase, a modo de colofón que decía;
“En la vida, como en la fotografía lo mejor rara vez nos llega de frente, aprende a reconocerlo aunque esté fuera de tu visor”
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