Sombras
Nadie sabe cuándo fue que
comenzó, ni cómo. Por mi parte tengo la vaga idea de que luego, gracias a la
frialdad que da el paso del tiempo, pensé en un suceso determinado como punto
de partida. Casi lo elegí al azar pero eso ahora no importa. Mi vecino
cacheteando a su mujer en la playa, en frente de todo el mundo, hace unos días.
Ese fue para mí el primer escalón de la peligrosa vertiente. Ella no reaccionó
de ninguna forma, con lo cual a la vista de los que mirábamos boquiabiertos,
parecía confirmar que el agravio respondía a otro anterior pero en sentido
inverso.
Esa misma tarde, camino a casa me
crucé con un amigo de la infancia. Los dos nenes iban en el asiento de adelante
compitiendo en quién sacaba los pies por la ventana. Nos íbamos riendo los
tres. El día estaba radiante y no tenía mayor preocupación en la cabeza que el
pensamiento de que me habían llenado de arena el auto, cosa que por supuesto no
era del todo correcta ni tan importante. Entonces, justo antes de entrar en la
carretera, de inmediato lo reconocí. Y creo que no hubiera frenado de no haber
estado de tan buen humor. Él no se dio por aludido por lo que di marcha atrás,
lo alcancé y lo saludé casi en la cara. Volvió a darse por desentendido. Su
respuesta fue: “Jamás lo he visto en mi vida”. No me compliqué demasiado y
continué mi camino. No era que no estuviera seguro o que creyera que me había
confundido, sino que algo no me gusto en el gesto de su cara. Podría tratarse
de un primo de mi compañero o un medio hermano, lo cual explicaría el singular
parecido y nuestro desconocimiento mutuo, pero poco importaba y agradecí para
mis adentros haber eludido de forma tan milagrosa las obligaciones que
aparecerían de la nada si me hubiera reconocido.
La carretera estaba atestada de
gente, no de autos aunque había más que de costumbre, pero esto es algo que no
noté sino hasta ahora. Cientos de personas caminaban por la banquina de la
ruta, la gran mayoría en la misma dirección. No me sorprendí de inmediato. El
día había sido hermoso y ameritaba un anochecer junto al mar o a dónde fuera
que se estuvieran dirigiendo. La sospecha recién se despertó al abandonar la
ruta, apenas entrada la noche y al tomar el camino vecinal que me conducía
hasta la casa que habíamos alquilado. Había mucha gente en los jardines,
comportándose como sombras furtivas. Esto no hubiera sido para ningún asombro
si todo este gentío dedicara su tiempo a alguna de las actividades típicas de
la temporada estival. Digamos tomar mate bajo un velador, o una cerveza,
sentados en un murito, agrupados alrededor de un fuego, una parrilla o lo que
fuera. En lugar de esto una multitud taciturna deambulaba por las veredas y los
jardines, camuflados por la abundante arboleda, como cómplices silenciosos
ocultos en las penumbras. Llegué a la casa y estacioné junto a la puerta. Bajé
a los nenes con apuro. Tenía en la garganta la inconfundible sensación que da
el presentimiento de que algo importante
va mal. Entré a la casa. Mi mujer estaba sola en el living, sentada frente a la
televisión. La casa era bastante modesta, lo justo para una vacación semanal.
El living era amplio pero despoblado, detrás había una pequeña cocina bastante
completa y con horno eléctrico, y a un costado estaba el baño donde reposaba lo
mejor de la casa, una bañera de porcelana delante de un inmenso espejo de pared
con forma de óvalo. Ninguna luz dentro de la casa estaba prendida, en su lugar
el resplandor fosforescente del televisor fluctuaba sobre las cuatro paredes,
los desvencijados sillones marrones, los bolsos aún sin deshacer, los numerosos
e inútiles utensilios que los niños pretenden usar en la playa.
—¿Qué estás viendo? —le dije a mi
mujer.
—El noticiero —me respondió al instante—. Vení sentate.
Yo miré a los nenes que ponían
esa cara confusa en la que no sabemos si comprenden todo o nada. Le di al mayor
las bolsas que habíamos traído del supermercado y prendí la luz del living.
—Preparale la leche a tu hermano.
Y cómanse unas galletitas, pero ponelas en un plato que si no después dejan en
el paquete y quedan blandas y no las come nadie.
Me miró con esa cara que sabía que
me torturaba, pero hizo lo que le había pedido.
Me senté junto a mi mujer.
—¿Qué pasa que está toda la gente
en la calle?
Me miró como si hubiera dicho
algo que no debía.
—Nadie sabe. Escuchá…
Presté atención al noticiero.
Se percibía un clima de tensión
en la voz del comentador. Recién entonces comencé a unir todos cabos. El
cachetazo en la playa y la mujer cabizbaja, el desconocido con la cara de un
compañero de la infancia en una carretera repleta de gente, los vecinos en sus
jardines, el tono tenso en la anónima voz que sale del televisor. Algo iba muy
mal. Noticias de todas partes del mundo reportaban lo mismo. Una horda de
inesperadas personas atestaba todos los lugares públicos del mundo, las plazas,
las calles, las carreteras. Los medios de transporte masivos estaban sobrecargados.
Las confusiones se acumulaban de forma anecdótica. Miles de testigos habían
tenido encuentros fortuitos con personas que habían creído reconocer, pero que
luego se trataban de completos desconocidos. El noticiero intentaba rayar en
esos momentos la comicidad. Habían puesto el testimonio de una mujer que
afirmaba que no había recibido el pago de sus inquilinos. Previamente el
anunciador había comentado que el inquilino perjuraba haberle dado el dinero a
una señora muy similar.
Miguel me llamó desde la cocina.
—¿Qué pasó? —le grité y vino hasta mi lado.
—¿Podemos ver algo en la tele? —preguntó
en tono meloso.
—Ahora no —le dije—. Estamos
viendo algo importante. Báñense mientras papá y mamá miran esto.
—Papá…
—Sí, se tienen que bañar para
sacarse la sal del mar. No hay discusión. Llenen la bañera y báñense los dos
juntos.
Me miró con ese gesto que me
convertía a mí el exclusivo culpable de su aburrimiento. El hermano ya estaba
en la puerta del baño demostrando que el gusto por al bañera no era en algo
exclusivo de los adultos.
Me centré en el televisor de
nuevo. Cambié de canal. Me detuve en el del noticiero extranjero. Caos mundial.
Nadie sabe cómo explicar lo que sucede pero innumerables personajes lo
intentan. Teorías de diversa índole buscan aclarar por qué el mundo se ha súper
poblado de forma tan repentina. No faltan lo fanáticos apocalípticos y pronto
informan sobre diversos disturbios y manifestaciones violentas en cada rincón
del mundo occidental. En oriente las voces más temerosas hablan de una nueva
invasión mogol. Cualquiera habla del ejército de Gog y Magog, de nuevas guerras
mundiales, del resurgimiento nazi, de los neo cowboys que antes salían en camionetas
a matar inmigrantes, y ahora a cualquiera. Un experto calcula lo poco que
pueden durar las provisiones de alimentos del mundo, otro habla de una invasión
extraterrestre y yo que me tranquilizo cuando escucho los chapoteos en el agua
y las risas que vienen del baño. Me alejó un poco de la hipnótica pantalla.
Intento abstraerme. A veces es inútil buscar explicaciones para lo
inexplicable, más aún en momentos cómo ese en donde saberlo todo no alcanza.
Apagué el televisor. Miré a mi mujer que no me sacaba los ojos de encima.
—Vamos a salir de esto, mi amor.
No te preocupes.
—No estoy preocupada —dijo y yo
me reí. Ella esbozó una sonrisa.
Los niños salieron del baño, pero
yo aún escuchaba las risas y los chapoteos. Mi mujer me miró petrificada. Sólo
apagando el televisor hubiéramos escuchado el singular fenómeno. Los dos niños
me observaban empapados, apenas cubiertos con sus toallas.
—¡Miguel! —Llamé al mayor—.
¿Quién está en el baño?
—Nosotros —me dijo con ese gesto de culpa que yo sé que
pone cuando me oculta algo.
—¡No! —grité nervioso—. Ustedes
están acá. ¿Hay otros niños en el baño?
Miguel subió los hombros en gesto
de ignorancia. Su hermano no levantaba la vista del suelo.
Entonces me preguntó algo que se
gravó por siempre en mi memoria. Una simple pregunta para que yo uniera todos
los cabos y por fin desatara todo el terror contenido en mi interior. Luego de
eso tomé a mi familia y salimos en el auto con lo que teníamos puesto. No
necesité nada más. No hizo falta abrir la puerta del baño y ver a los otros dos
niños dentro de la bañera. Ni mirar más allá hasta el fondo brumoso del espejo
oval para imaginar lo que pasaría con la figura taciturna de mi propio reflejo.
Rompí los espejos del coche. Tomamos la carretera en el sentido opuesto al que
se dirigía la multitud. Desde entonces hemos huido.
Mi hijo menor me había
preguntado.
—¿Papa, por qué están vacíos los
espejos?