Un paseo por el ayer
Volví a la casa que me vió crecer. Fue uno de esos días en que la casualidad y el recuerdo nos dirigen por los mismos caminos de antaño y la curiosidad se sorprende por cada cambio que percibe en la calle asfaltada, hoy con más edificios que casas y, como siempre solitaria.
En cada esquina mi niñez y mi adolescencia asoman la nariz y me susurran en el oído sus cuentos más chistosos o los más vergonzosos: Los paseos con el perro, la lluvia empapando mi ropa, el camino del colegio a la casa, los tropezones, mi primer beso, otros besos más, mi actuación al aire libre como loca del manicomio, la camisa a rayas que se le abrió el botón…
Por un momento pensé ir a saludar a los vecinos que deje atrás, a mi primo que quiere ser cineasta y a mi mejor amigo que hace meses no veo, pero preferí seguir adelante hasta llegar al final de la calle, allí donde se puede ver el Malecón con su mar azul clarito y las palmeras ondeando al viento, allí donde se encontraba mi viejo hogar.
Con cada paso, mi corazón se aceleraba un poco más y mis ganas de revivir el pasado acrecentaban. Llegué al frente de la casa, me topé con las flores de cayena que cubrían gran parte del muro que da a la calle y pude notar que crecían salvajes como si el jardinero tuviera meses sin pasar a podar.
Para mí lo más bello de la casa era su jardín que mami mantenía religiosamente bien regado y recortado, era lo primero que encontrabas al llegar así que siempre estaba bien cuidado.
No imaginan mi sorpresa al verlo destruido: Las flores de gallo no estaban, los coralillos murieron, todo no era más que tierra y grama tapando el caminito de piedras por el que tantas veces salté.
Me entristecí un poco, sentí como si me hubieran quitado un pedazo de mis recuerdos, levanté la cabeza y reparé en el portal que lucía abandonado, sucio, con las puertas de hierro corroídas por el salitre propio del mar caribeño y unos bichos negros que se le pegaron del techo.
Intenté mirar por una de las ventanas, el polvo llenó mi manos y mis ojos empezaron a lagrimear, ya no sé si eran mis alergias o la melancolía.
Dentro era un cajón vacío, sucio y curtido, con la pintura del techo raída por las filtraciones. Por un instante creí ver los muebles de la sala, a mi gata sobre el piano, recostada mientras yo tocaba algún estudio de Chopin, a mis perros sentados bajo el comedor con la lengua afuera de tanto correr y a mi hermana pequeña haciendo sus tareas en la mesa. Pestañeé y volví a la realidad, no pude evitar esbozar una triste sonrisa .
Cerré la ventana y salí por la pequeña puerta del jardín rumbo a mi casa actual. Todo el camino de vuelta la pasé mirando el suelo, sincronizando mis pasos que trazaban la senda del mañana y daban la espalda al ayer, suspirando por aquellos días donde pocas cosas me preocupaban, por el cálido abrazo del sol en el club los días de verano, por las tardes tumbada en el sofá leyendo algún verso perdido…
Es triste volver al lugar que una vez conocimos y encontrarlo en ruinas, ver destrozada parte de tus memorias, abandonadas como esos juguetes que se quedaron con el desván.
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