UNA MALDITA PERO HERMOSA JOYA
Y bien sabido es, que cualquier afán de poseer muchas riquezas por el mero placer de atesorarlas sin compartirlas con nadie, crea rencillas incluso con uno mismo. Esa misma avaricia que corroe el corazón, también corroe la mente haciéndola desvariar sobre sus reales deseos, formando actos en base de aquellos momentáneos y ruines pensamientos.
Y Tordek no iba a ser distinto, no iba a ser él quien burlara los efectos no deseados de la avaricia, no iba a ser él quien lograra mantener su enferma mente alejada de los tesoros por los cuales no dormía.
Tordek era un enano de no más de metro veinte, pues la edad también había hecho que menguara un poco. Era rudo, cabezota como el que más y, a muy ciencia cierta, un avaricioso que deseaba tener las mejores y más brillantes joyas de todo el mundo.
Tordek reinaba sobre los enanos que se esparcían en pequeñas fortalezas por todo el territorio, y vivía junto a su familia en la Gran Fortaleza de los Gerbo.
Los enanos vivían en fortalezas repartidas por la vasta región de Halgo, y todos se conocían entre ellos, pues al no ser una raza muy numerosa, los distintos nombres y distintas acciones de los enanos resonaban con más ímpetu en el eco del tiempo.
Se mostraban siempre muy recelosos ante cualquier persona que no fuera de su misma raza y, aún castigados por la sangrante y eterna herida provocada por las antiguas guerras, se mantenían siempre escondidos tras sus empedradas murallas sin dejar que absolutamente nadie les amenazara; sin dejar que nadie se acercara.
Las antiguas guerras que habían azotado Halgo a lo largo de los anteriores veinte años los volvieron más recelosos y temerosos, y eso hizo que el comercio entre las fortalezas menguara.
Con la tensión algo más olvidada, los intercambios y comercios entre enanos volvieron a restablecerse, y con un carromato recorrían la región de Halgo en busca de los demás enanos. Las lluvias, la hambruna, las enfermedades y el cansancio eran esas causas que les obligaban a hospedarse en una de las tabernas de la ciudad más cercana.
Hipnotizados como si de un hechizo se tratase, quedaban rendidos ante la hermosura de cualquier gema, y a los oídos de Tordek El Avaro, como a lo largo de los años se le acabó conociendo, llegó la noticia de que en la Fortaleza de Ront uno de los mineros encontró una hermosa piedra que brillaba por encima de las demás; una perfecta piedra que, sólo ella, podría representar la
gloria del reinado de Tordek.
Los distintos enanos le regalaban todo tipo de joyas para contentar a su rey como cofres llenos de monedas de oro; colgantes de preciosas perlas, rubíes, zafiros o esmeraldas; bonitas cotas de mallas hechas con marfil, o piedras preciosas y talladas en formas de bolas que cautivaban hasta al más necio de los enanos, pero Tordek no recibió el objeto que él deseaba que se le otorgara.
Furioso al ver que la Fortaleza de Ront no le enviaba la preciada joya que tanto adoraban, exigió, preso del enfado originado por una vana espera, que se la trajeran.
Un carromato partió hacia la Fortaleza de Ront, escoltado por algunos guerreros enanos que, escondidos, vigilarían la joya y se la exigirían al dirigente, si es que se negaba, de aquella fortaleza que guardaba con recelo la gema. Al llegar, la fortaleza abrió sus puertas y los enviados de Tordek se dirigieron al gran edificio donde el dirigente que guardaba la joya residía.
Vivía en una lujosa casa que tenía delante de ella una enorme plaza de tierra donde daba las noticias a los enanos.
Sabía perfectamente para qué habían ido a su pequeña ciudad, pero se hacía el loco.
— ¡Valientes comerciantes de Gerbo! ¿A qué habéis venido, desde tan lejos? — salió a recibirles el grueso dirigente mientras collares dorados y gruesos anillos le decoraban. Alcanzó a ver un par de soldados escondidos dentro del carruaje, y tras comprender, siguió actuando con naturalidad.
Sólo la mirada de aquellos soldados bastó para advertirle de que no aceptarían ningún juego y, sin mediar palabra, metió aquella preciada joya en un cofre que, además, rebosaba miles de monedas, collares, diamantes, y de todo tipo de gemas que seguramente Tordek no sabría valorar.
Ciego y despojado del bien más preciado que tenía, Eberk mandó a un pequeño grupo de enanos a interceptar el carromato que se dirigía hacia la Gran Fortaleza de los Gerbo y así recuperar tal preciada joya. No le importaban en absoluto las consecuencias de aquél acto, pues ya estaba enfermo de envidia y avaricia.
El carromato intentó huir como bien pudo, pero el peso de la carga era tal que el grupo enviado por Eberk los alcanzó rápidamente. Por sorpresa para ellos, el carromato albergaba más soldados de los que Eberk vio en Ront, y éstos dieron muerte a sus perseguidores.
Al llegar ante Tordek, éste, decorado con infinidad de joyas, se acercó con los ojos abiertos y, con un ferviente deseo de ver aquella joya, empujó a los soldados que habían recogido el preciado objeto y abrió el cofre delante de toda aquella gente.
Estaba repleto de aquellos objetos que Eberk había puesto, pero a Tordek lo que le importaba era la joya que estaba encima de todo objeto secundario. Era una joya de color rosa, enorme, como el tamaño de un gran puño, y relucía ante el más pequeño rayo de sol.
Tordek lo agarró y elevó con sus dos manos bajo un silencio sepulcral por parte de todos los enanos que recibieron el carromato, y sólo él rompió tal silencio, gimiendo de emoción al elevarlo y mirar como su cuerpo interfería entre él y el cielo.
Uno de los pocos soldados que envió Eberk a la caza de la joya volvió malherido, e informó sobre la escapada de la joya que a esas alturas ya debía de estar en manos de Tordek.
Eberk juró venganza por sus hombres, y la juró también por la avaricia del rey al que se enfrentaría, pero él, creyéndose un enano de bien, no sabía que la avaricia también había llegado a su mente desde el primer momento en el que se esforzó por ocultar la rosada joya.
— ¡Todo enano capaz de empuñar un arma, que se dirija hacia la Fortaleza de los sucios Gerbo! —ordenó, y todos los enanos comenzaron a correr para armarse.
Pronto reunió a su ejército, que augurando los terribles y asfixiantes impuestos con los que el rey les castigaría por aquella osadía, decidieron luchar con valentía. Aquellos enanos lucharon por el honor de su rey, y aprovecharon también para hacerlo por su bolsillo. Luchaban para parar a aquél avaricioso tirano, pero lo que no sabían, era que Eberk había marchado a la guerra no por su pueblo ni para vengar a aquellos soldados que murieron bajo sus órdenes, pues había marchado por algo mucho más sencillo que todo aquello; había marchado para recuperar lo que un día le fue despojado: la joya.
Los enanos de la Fortaleza de de Ront pronto llegaron a las puertas de los Gerbo.
El ejército del rey también salió, y perdió en el primer encuentro, dejando la puerta de la ciudad al descubierto y desprotegida.
Las fuerzas de Eberk al fin entraron en la ciudad, y entonces el caos se desató en las calles de los Gerbo. Miles de inocentes murieron a manos de la temible hoja de las fuerzas procedentes de la Fortaleza de Ront, y sin piedad, mataron a todo aquél que intentó anteponerse a la voluntad de su dirigente.
Cuando Eberk llegó a la enjoyada casa de Tordek con los últimos guerreros que le eran fieles, se encontró a éste contra la pared, armado con una espada en una mano y en la otra, hecha un puño tras su espalda, la joya.
— ¡Deberéis matarme antes de haceros con la joya! —le retó Tordek, pero no era él quien hablaba, si no la avaricia.
Cuando Eberk le despojó de la joya robada, Tordek se arrodilló ante él pidiendo clemencia.
— Y la obtendrás, Tordek El Avaro, pero éste acto no puede quedar impune, pues muchos hermanos inocentes murieron por tu avaricia. —le contestó. — Serás castigado con la muerte de tu familia para asegurarnos de que ésta acción no será repetida. —y entonces, les dieron muerte ante los gritos de súplica de aquél rey corrompido y ahora derrotado.
Volvieron a la Fortaleza de Ront con la joya en un cofre que Eberk no se atrevía a soltar. Sin saberlo, a cada segundo que pasaba con la joya, la avaricia se instalaba cada vez más en su mente.
Mandó a todos los hombres que pudieran empuñar un arma a la guerra ante los Gerbo, por lo que su fortaleza se quedó sin hombres apenas.
Tordek, el cual sentía más la perdida de la joya que la de su familia, armó los pocos guerreros que sobrevivieron escondidos en la ciudad, y vengativos y enfurecidos, marcharon inmediatamente hacia la Fortaleza de Ront, y los Dioses se lamentaron y lloraron, pues nunca pudieron imaginar la inmensa rabia que un corazón tan pequeño podía albergar.
Partieron con pocas horas de diferencia de los supervivientes del enemigo, por lo que el ataque fue totalmente inesperado y, al ser tan reducido el número de defensores, sólo un pequeño grupo de no más de cincuenta enanos lucharon en aquella batalla, y junto a sus espadas, trompetas y estandartes, invadieron la ciudad de los que un día invadieron la suya.
Eberk, escurridizo y huidizo, intentó salir de la ciudad en un vano intento por escapar, a lomos de un poni, a través de las líneas enemigas.
Una certera piedra golpeó la armadura que llevaba y lo derribó de su montura haciéndolo preso de los guerreros del enemigo.
Tordek, el cual no respondía por sus actos, agarró la enmarañada barba de Eberk y le obligó, arrastrándolo escaleras arriba hasta su casa, a que le devolviera la joya.
Tirado en su habitación, ensangrentado y con varios golpes recibidos, le dio el cofre que albergaba la preciada gema a Tordek, pero éste, recordando los viles actos que cometió el ahora suplicante enano en su casa, le sentenció.
— ¡Y ahora, que eres tú el que pide clemencia y perdón, serás muerto junto todo lo que amas, Eberk traidor de los Traidores! — abrió aquél cofre y cogió la rosada joya mientras la sostenía en una mano. La miró cálidamente, como si al tenerla se calmaran todos sus nervios, y también sus temores. Sentía cómo se perdía su hechizada mirada entre el perfecto tallo de la gema, cómo su color, rosado, se reflejaba en sus ojos. Volvió a mirar a Eberk, celoso de que el rey tuviera aquel pequeño tesoro que tantos problemas les había traído tanto a él como a su pueblo.
— Te consume, Tordek. Te consume y lo sabes. —dijo mientras un enorme dolor en las costillas le privaba la voz. — Esta maldita joya ha acabado conmigo, pero también acabará contigo…. Te lo aseguro, ¡Tordek El Avaro! —y acabó bramando mientras que el rey retiraba la vista de la joya y volvía la rabia a poseer su rostro.
Alzó la espada y se la clavó en el cuello mientras los soldados, más atrás, acababan con su familia como bien hizo Eberk en el conflicto anterior.
Tordek, junto a los pocos guerreros que sobrevivieron tanto en la masacre de los Gerbo como en la de Ront, volvieron orgullosos a sus hogares.
Unos hogares desolados y fúnebres; unos hogares que estaban en unas calles repletas de cadáveres tanto de hombres como de mujeres; unos hogares que no eran otra cosa que el reflejo del paso de la avaricia.
Y no hubo festejos en la Gran Fortaleza de los Gerbo, ni cantos que elogiaran los actos de dos reyes cegados por las riquezas.
Sólo hubo un tonto rey que, arrodillado al lado de los cadáveres de sus familiares, alababa hipnotizado una maldita joya.
Una maldita pero hermosa joya.