Unos higos deliciosos

Unos higos deliciosos

 

Sonia llevaba pocos días
trabajando como vendedora de seguros. Recién terminada la carrera y tal como se
temía, de nada le habían servido todos los conocimientos adquiridos en la
facultad para encontrar un buen trabajo. De modo que si quería ganar un poco de
dinero, tenía que aceptar alguno de los escasos y nada atractivos empleos que
se ofrecían. Se decidió por el de vendedora de seguros. Presentía que no le iba
a gustar ni pizca, pero ¡qué se le iba a hacer!, ya llegarían tiempos mejores.

El jefe le
había encomendado aquella urbanización, y Sonia se había pateado el día
anterior más de la mitad de la zona residencial sin dejar un solo timbre por
pulsar. Pero en la mayoría de las casas ni le abrieron. Pensó Sonia que buena
parte de las edificaciones serían segundas residencias, por lo que habría
muchas desocupadas. Y, en algunas otras, intuirían los dueños que se trataba de
una vendedora y preferirían no atenderla. Sin embargo, Sonia tenía bastantes
esperanzas en «La Higuera». En la primera visita, su propietaria —una simpática
y charlatana viejecita llamada Dolores— había mostrado cierto interés en contratar
una póliza y para hoy habían concertado una segunda entrevista.

El vistoso chalet,
de dos plantas, debía su nombre a una magnífica higuera que presidía el muy cuidado
jardín que rodeaba la casa. Una nívea celosía y un tupido seto de ciprés
preservaban la intimidad de los moradores de la finca. Acompañada del
estridente canto de las chicharras, Sonia llegó hasta la puerta exterior de la
residencia. Apretó el timbre y esperó. En la vivienda no pareció producirse
ningún movimiento. Temió que la amable viejecita, tras pensarlo más detenidamente,
hubiera decidido no firmar la póliza y tal vez ni siquiera la abriría. Sin
embargo, unos segundos después, la puerta interior se abrió y sonriente la
abuela se dispuso a franquearle el paso a su propiedad.

—¡Qué
preciosidad de jardín tiene, Dolores! Ayer, cuando lo vi, me quedé fascinada. ¿Lo
cuida usted?

—Sí, hija.
Es uno de mis pocos quehaceres —contestó la anciana—. Además, mi nieto viene
todos los días y me echa una mano. Hay labores que ya a mis años no puedo
hacer.

—Y esa
higuera, tan majestuosa.

—Sí que está
bonita. Es la reina del jardín; una presumida que necesita mucho cariño. Mucho cariño
y un buen abono. Las plantas y los árboles, quizá pienses que estoy un poco
loca, son muy inteligentes y saben agradecer las atenciones que tienes con
ellos. En este jardín sólo utilizamos abonos naturales, ¡y ya ves qué precioso
está todo!

Pasaron a un
amplio salón de estilo rústico, con sólidos muebles de madera de roble adornados
con floridos jarrones; un lustroso sofá de piel, de color algo más claro que
los muebles, encaraba a la flamante pantalla de televisión; un par de lozanas
plantas de interior medraban sobre elegantes macetones de cerámica; colgados en
las paredes, varios cuadros de buen tamaño —paisajes principalmente y algún que
otro bodegón— contribuían a crear un ambiente cálido y acogedor. Toda la casa
parecía rezumar riqueza. Todo indicaba que la abuelita estaba forrada de pasta.

«Unos tanto
y otros tan poco», se lamentó Sonia para sus adentros.

—He
preparado café y unas rosquillas caseras.  —Señaló Dolores una bandeja que había sobre la
inmaculada mesa de centro—. Así estaremos más a gusto mientras charlamos.

—Pero
Dolores, mujer, no tenía que haberse molestado.

—Si no es
molestia, hija. Al contrario. Viene tan poca gente a verme. Cuando te haces
vieja, te vas quedando más sola que la una. Salvo las de mi nieto, pocas
visitas recibo ya.

Con el beneplácito
de Dolores, desplegó Sonia el contenido de su portafolios sobre la mesa, y
volvió a exponer a la anciana las condiciones de la póliza de seguros que ella
consideraba más adecuada. La viejecita seguía sus explicaciones con marcado
interés, interrumpiendo a la joven de vez en cuando para aclarar alguna
cláusula que no acababa de entender.

—Que ya sé
que tú eres una buena chica. —Apoyó Dolores maternalmente su mano sobre el
brazo de Sonia—. Pero estos contratos tienen mucha letra pequeña; hay que dejarlo
todo atado y bien atado.

—Me parece
muy bien, Dolores. Cuanto más pregunte, mejor. Yo quiero que se quede usted
tranquila del todo. Y si tiene que llamarme por teléfono otro día por cualquier
cosa que se le ocurra, me llama. Que yo estaré encantada de atenderla.

Cada vez con
más confianza en el éxito de su gestión, aprovechando su innato don de gentes, y
poniendo especial cuidado en mantener la buena química que había establecido
con su anfitriona, no le costó mucho trabajo a la joven vendedora disipar las
últimas dudas de la propietaria de «La Higuera». No había acabado de beberse la
taza de café, cuando ya tenía rellena y firmada la póliza.

Fue entonces
cuando Sonia notó que su frente se perlaba de sudor. Sacó un pañuelo para
enjugárselo y, mientras lo hacía, le empezaron a acometer agudas punzadas en el
estómago.

—No sé qué
me pasa, que me encuentro un poco mal —dijo a Dolores.

—Será este
calor que no para —respondió la anciana, mirándola con ternura—. Y con la
humedad de esta tierra, que lo hace tan pegajoso. Tú además, todo el día
andando, de una casa a otra, ¡pobrecita mía!

—No sé…
nunca me había sentido así… ahora casi no puedo ni respirar…

—Sí que es
verdad que tienes mala cara, hija. Ven, salgamos a la terraza de atrás, que te dé
un poco el aire.

A duras
penas recorrió Sonia el pasillo que conducía a la terraza. En la parte
posterior del jardín, un mocetón excavaba el terreno.

—Es mi nieto
—comentó Dolores—. ¡Qué suerte he tenido que me toque un nieto como él!

Asaltaban a Sonia
inquietantes mareos, le ardía el estómago y se veía hostigada por unos espantosos
deseos de vomitar. Aun contando con el favor de la ligera brisa que allí
corría, su respiración se iba tornando por momentos más difícil; apenas si
conseguía hacer llegar a sus pulmones pequeños soplos de aire. No sólo no
mejoraba su estado, sino que parecía deteriorarse muy deprisa.

—¡Ay,
Dolores, que estoy cada vez peor! Avisemos a un médico, por favor. —Un doloroso
espasmo hizo que se doblara por la cintura—. Mi móvil… está en el bolso… en el
salón.

—Sí, cariño.
Ahora avisamos, no te preocupes.

Sujetándose
en la balaustrada de la terraza, incapaz de dar un solo paso, retorcida por
angustiosos calambres, la joven miró entre nieblas a Dolores. Y le sorprendió
la extraña sonrisa de la dueña del chalet. ¿Por qué sonreía de esa manera? Como
si nada raro estuviera ocurriendo, como si no hubiera que preocuparse por el
suplicio que ella padecía. Había dicho que iba a avisar a un médico, pero ahí
seguía, plantada, sin moverse un centímetro. ¿Por qué no llamaba a nadie? Sonia
se sentía enferma, muy enferma, y la viejecita lo único que hacía era sonreír con
complacencia.

—¿Cómo va,
abuela? —resonó la voz del mocetón, que se acercaba despacio.

—Ya está
casi a punto —contestó Dolores—. Ves trayendo la carretilla, que cuanto antes
se entierre el abono, mejor.

Una
terrorífica idea empezó a tomar forma en el cerebro de Sonia. No podía ser… Ella
necesitaba un médico… La anciana no hacía nada por ayudarla… Hablaban de
enterrar el abono… Recordó las palabras de Dolores sobre las plantas y los
abonos naturales… Era tan absurda la idea, tan inverosímil…

—¿No me
habré… envenenado? —acertó a decir entrecortadamente—. Usted… ese café… las
rosquillas…

Dolores
asintió con la cabeza.

—Sí, querida,
las rosquillas. Una fórmula muy antigua, secreta, que nos viene de familia,
transmitida de generación en generación. Una joya de veneno; sin apenas sabor, actúa
muy rápido… y no tiene remedio posible.

Resplandecían
los ojos de la abuelita, clavados en su nueva víctima, tan inocente como las que
le habían precedido. Otro trabajo que había ejecutado de forma impecable,
perfecta; otro triunfo del que enorgullecerse, un trofeo más que añadir a la
lista. Pasaban los años, flaqueaban sus fuerzas, pero su instinto asesino
permanecía intacto. Frente a ella, temblorosa y arrugada, hecha un guiñapo, la
vendedora de seguros la miraba aterrada y poco a poco se iba derrumbando.

—Pero… ¿por
qué? —balbuceó Sonia entre profusas lágrimas, desesperada, sin aceptar del todo
su horroroso destino.

—Lo siento,
cielo —respondió Dolores con afable sonrisa—. Este jardín… necesita tanto alimento…
tantos nutrientes… ¡verás qué higos tan deliciosos salen el próximo año!

Sintió la
joven cómo el fuego interior que la devoraba ascendía por el esófago y llegaba a
la garganta. Su cuerpo empezó a sufrir violentas y repetidas convulsiones, un
hilo de sangre resbaló por la comisura de sus labios y su mirada fue sumiéndose
en un negro abismo infinito. Sintió el poderoso abrazo de la muerte que se la
llevaba y quiso gritar, pero de su boca, abrasada, era ya imposible que saliera
sonido alguno. Lo último que oyó Sonia fue el chirriar de la carretilla acercándose.
Después se desplomó sobre las baldosas de la terraza.




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