Vidrio en las Mejillas

Vidrio en las Mejillas

Cada sábado volvía a notar los asomos de ausencia
en la mirada de Miguelín. Desde que había sido despedido junto a más de 20000
trabajadores de la industria petrolera en una de las violaciones de derechos
humanos más punzantes de una realidad demoledora, Melvin forcejeaba entre la
fuerza centrífuga de una ruptura conyugal y las convulsiones pectorales de solo
ver a su hijo los fines de semana, en medio de los turnos rotativos de su nuevo
trabajo.

 Melvin
intuía que Miguelín rehuía su presencia y su mirada porque casi no lo veía el
resto de la semana. Tenía que sobreponerse al trasnocho de la guardia y a la
resistencia de Miguelín. La respiración entrecortada, lo hacía buscar a toda
marcha algo que rompiese el torbellino emocional que amenazaba con arrasar sus
sentimientos. Melvin ensayaba trabalenguas, adivinanzas, canciones de Simón
Díaz, imitaciones de Frank Sinatra, hasta que se le ocurrió agarrar una piedra
pequeña y dibujó un muñeco en la acera. Miguelín se acercó y tomó la piedra de
la mano de Melvin, agregó ciertos detalles a la fisonomía del personaje y en lo
más cercano a una sonrisa, dijo que ahora si parecía Astroboy.

  Por más
que recurría a las historias más fantásticas y los juegos más rebuscados,
Melvin terminaba abrazando a Miguelín, le frotaba los cabellos, intentaba
hacerle cosquillas, pero el niño apenas si asomaba las líneas de una sonrisa
magullada. Por más que buscaba recordar sus días más tristes de la infancia,
nunca podía traducirlos a lo que sentía ahora desde el otro lado de la acera,
ahora quizás entendía más la mirada y la respiración entrecortada de Jacinto. Melvin
se asustaba mucho al verlo tocar la correa de cuero negro, siempre se prometió
que nunca recurriría a ningún recurso violento para disciplinar a sus hijos,
solo que sentía que las pocas horas que pasaba con Miguelín se le iban en la
fugacidad prolongada de tratar de rasgar el silencio profundo. De pronto Melvin
empezaba a silbar El Catire de
Aldemaro Romero, y Miguelin le tapaba la boca y ladeaba la cabeza. ¿Por qué no?
¿Quieres que la cante? “…niños que pinta
Chelique…pero de alfeñique y conserva quemá…”

Por momentos sentía que había un mar infinito
entre él y Miguelín. Lo veía llegar con el rostro apesadumbrado de la escuela y
por más que intentaba indagar, Melvin terminaba respirando profundo y mirando
hacia el cielo, intentaba regresar entre carreras y travesuras a su infancia,
quería recuperar su estructura mental de aquellos días pero todo se escurría
entre el desespero de alcanzar aquel niño que le llevaba varios metros de
ventaja y cada vez silbaba más duro expresando la victoria de que no lo
pudiesen alcanzar. Le costaba mucho descifrar el mundo de juegos e ilusiones
donde se movía Miguelín, si trataba de quitarle las barajitas se replegaba
hasta el rincón detrás del closet. Melvin de pronto sentía la tentación de
aplicar la escuela brutal y templarlo de la mano para decirle que ahí quien
mandaba era él porque es su padre. Y de inmediato le llegaban chispazos de lo
que sentía cuando Jacinto lo apretaba por una mano y le daba de correazos, se
sentía una pieza de cacería y odiaba a su padre.

 Melvin
sentía una opresión en el pecho cada vez que llegaba una citación de la escuela
por algún incidente de Miguelín con algún compañero de clase, siempre había
intentado conversar con él sobre las tentaciones y las consecuencias de la
violencia, de cómo los puños y los golpes solo dejan gritos, moretones y veneno
en la mirada. Que después aparece un fantasma que nos acosa con mensajes de
revancha y rencor. Y en esas condiciones es muy difícil pensar bien, solo se
termina cometiendo otros errores. Miguelín levantaba la mirada para reclamar
que había visto a Melvin maldecir y hasta ofrecerle unos golpes a un tipo que
le quitó la derecha mientras manejaba en el autopista. De pronto Melvin
entendía a plenitud un lugar común que es difícil asimilar para muchos padres.
Más que sermonear y explicarle a Miguelín porque debía hacer esto y aquello, la
teoría es muy bonita, el discurso aleccionador puede tener muchas verdades pero
ninguna sirve de nada sin práctica, tenía que obligarse a dominar aquellos
bajos instintos que lo impulsaban a llenar de violencia sus reacciones en la
calle, tenía que aprender a respirar profundo antes de reaccionar, tenía que
saber contar hasta diez. Por más que Melvin quiso justificarse que aquellos
epítetos los había pronunciado casi entre dientes en la cabina del carro, la
expresión de Miguelin lo hizo callar.

Los momentos más duros para Melvin llegaban
cuando Miguelin debía estudiar y se escabullía, se escondía como si escapase
del monstruo más terrible de los cuentos de terror. Le veía un escalofrío en
los ojos que le hizo pensar muchas veces en una consulta con el psicólogo. ¿Por
qué no te gusta estudiar? Melvin intentaba acercarse, las manos le temblaban,
giraba en 360 grados para buscar los libros y solo veía juguetes y páginas
sueltas. Miguelín solo quería jugar a la guerra de cosquillas o se escondía
debajo de la almohada. Entonces Melvin empezó a silbar una canción de Carlos
Morean, “Me gusta ser un soñador,
sentarme bajo el sol sin nada que temer
…” Miguelín asomó sus mejillas
detrás de la almohada. Deja de silbar eso, esa canción es fastidiosa. Melvin
bajó el volumen de sus silbidos y empezó a cantar con la voz más suave que
recordaba de las canciones que le cantaba su mamá cuando debía irse a trabajar
los mediodías.  Miguelin habló desde
debajo de la almohada ¿Quién te enseñó a cantar así?

  Melvin
tomó el cuaderno de tareas y empezó a hojearlo, tu abuela me llevaba a mi
cuarto unos minutos antes de salir a trabajar y me decía que tenía que hacer
mis tareas escolares y después debía ordenar ese desorden del cuarto. Cuando
veía mi cara de molestia, afinaba la voz de una manera tan delicada que me
parecía que cantaba un hada de cuentos, entonces me quedaba paralizado y me
parecía que mi mamá se iba a quedar conmigo toda la tarde, al menos eso era lo
que yo sentía en aquellos fugaces minutos cuando se sentaba en la cama y me secaba
las lágrimas mientras me alisaba los cabellos. Miguelin echó la almohada a un
costado y se acercó hasta  estrechar el
brazo de Melvin, y después ¿cómo hacías cuando la abuela regresaba de la
escuela y veía que no habías hecho la tarea? Melvin sonreía, no podía hacer
nada, la abuela conocía todos sus escondites y terminaban haciendo juntos la
tarea, la abuela siempre le decía que ella no le duraría toda la vida, que
dejara de ser flojo.

En medio de un forcejeo por revisar el cuaderno
de tareas, Melvin tropezó con una nota de la maestra, “El alumno Miguelín tuvo
un comportamiento violento con sus compañeros y desacató las observaciones de
la maestra. Señores padres hablen con él”. La mirada de Melvin pasó del remanso
de un riachuelo a la tempestad de una lluvia huracanada. Sus manos se
crisparon, asestó dos puñetazos sobre el colchón. Miguelín desapareció en el
rincón más invisible de la habitación. Solo se oía el rumor de los pericos
desde el patio y el desplazamiento de los carros en la calle. En medio del
caudal de enojo, Melvin pasó los dedos entre sus cabellos platinados y sintió
varios aguijones desde el pecho hasta el homoplato. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo
pretendía hablar de paz con su hijo si reproducía el patrón de la violencia?  Por más que bajó los decibeles de su voz e
intentó atravesar el mar de juguetes desperdigados, el silencio dominaba el
momento, sentía vidrio en las venas al no escuchar respuesta de Miguelín.

 Pasó
muchos minutos intentando volver a escuchar la voz de Miguelín, entonces
logró  alumbrar rincones oscuros de su
memoria, momentos cuando Jacinto lo gritaba y lo enviaba a su cuarto por el
resto del día, se sentía como un criminal del alta peligrosidad, creía que era
un estorbo en la familia y hasta pensó varias veces en huir de la casa,
empezaba a caminar con la mirada fija en la cima más lejana del valle y cuando
llegaba a la cerca de alambre de púas del cañaveral al fondo de la calle de su
casa, volteaba y el sonido silvestre de los pájaros quizás alterado por el
gruñido imaginario de algún tigre o leopardo de los que veía en los libros de
Jacinto, lo hacía girar y regresar cabizbajo, derrotado al escenario de miradas
metálicas de Jacinto.  Salió por un momento
de la habitación, intentaba recordar los aviones de papel que hacía cuando
regresaba de cada uno de aquellos intentos de fuga de la casa. Luego de varios
intentos infructuosos percibió una risa apagada, Miguelín tomó el papel y
elaboró el avión.

 La
maestría y experticia con que Miguelín doblaba el papel y le explicaba porque
tal doblez aquí o allá podía hacer que el avión volase con esta o aquella
inclinación o velocidad, atenazaba la respiración de Melvin. En un instante
regresó a las tardes de agosto cuando él pasaba una o dos horas detrás de la
puerta de la oficina con la esperanza de que Jacinto dejara de teclear la
máquina de escribir, cuando lo hacía se fumaba un cigarrillo en el porche.
Melvin le lanzaba su pelota de beisbol y señalaba el jardín.  Jacinto sonreía y decía que tenía mucho
trabajo, que tal vez mañana. Melvin sentía un escalofrío en las costillas al
escuchar las preguntas de Miguelin acerca de hacer juntos un modelo de avión y
después comprar una de aquellas cajas que vendían el avión prearmado. Papá, vas
a ver que nosotros podemos hacer un avión mejor que el de esos juguetes que
venden en las tiendas. Melvin apenas si respiraba, tenía que esconder las manos
en la espalda, apenas si podía contener el ardor en sus ojos.

 Desde
aquellos días desgarradores cuando junto a miles de trabajadores salió despedido
de la industria petrolera, Melvin anduvo a la deriva de saber que hacer, el
gobierno totalitario los había despedido ilegalmente por prensa, sin derecho a
juicio, ni prestaciones sociales. Ni mucho menos entender que muchos de esos
trabajadores estaban de vacaciones, permiso pre y post natal, reposos médicos,
etc. De pronto, por arte y magia del poder absoluto, los trabajadores
petroleros eran forajidos, saboteadores de la industria que habían ayudado a
establecer. Melvin llegaba a casa con una mezcla de frustración y rabia que
terminó por distanciarlo de su esposa y volverlo huraño con las peticiones de
Miguelín para jugar. Por eso experimentaba unas punzadas de culpa inmensas cada
vez que Gisela llegaba a casa con cara compungida. Lanzaba la hoja sobre la
mesa del comedor y se lanzaba sobre la cama. Miguelín apenas se movía ni
articulaba palabras. El papel  convocaba
a una reunión el día siguiente para hablar sobre la conducta del niño con la
maestra. Entre los sollozos de Gisela, Melvin logró descifrar que Miguelín
había golpeado a otro niño. Melvin quiso hablar con Miguelín, pero este se fue
corriendo hacia el patio.

 Empezó a
saltar una cuerda imaginaria, a girar ante un adversario que sentía todos los
días, que los había privado hasta de sus fondos de caja de ahorro, que seguía
insaciable en su larga cadena de atropellos contra los derechos humanos. Melvin
intentaba respirar lo más profundo que podía y empezaba a lanzar rectos de
izquierda, ganchos de derecha, esgrimas de cintura para esquivar los embates
del monstruo, así pasaba unos cinco o diez minutos intentando ganar tiempo ante
el desgaste emocional para recuperar algo de paciencia y tranquilidad, tan
necesarias y tan difíciles. Bajó las escaleras del patio y escuchó una especie
de lamento detrás de las matas de cambur, podía resistir una fractura de fémur,
las puñaladas del totalitarismo y hasta el corrientazo en el brazo izquierdo
indicando la inminencia de un infarto cardíaco; cuando percibía el llanto de
Miguelin se descomponía de tal manera que sentía una mano estrangulándole el
cuello y a duras penas podía arrancarla y volver a respirar. 




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