La foto (Castrelo – Cambados – Año 2000)
Del mismo modo que en ciertas culturas indígenas latinoamericanas existía la creencia de que dejarse fotografiar les podía robar el alma y por eso lo evitaban con tanto ahínco, aquí, en Galicia, encontré algunas personas muy mayores que también mantenían dicha
creencia.
Cuando llegué a estas tierras en busca de una vida mejor, escapando de las políticas nefastas y de la violencia social de mi Argentina natal, empecé a trabajar como comercial en una empresa de materiales de construcción para ganarme el sustento diario.
Así comencé a descubrir las distintas aldeas gallegas en las que se hallaban muchas empresas y talleres y tomé contacto con la gente del campo, con sus historias y con una buena cantidad de personas y personajes.
Me llamó poderosamente la atención la numerosa cantidad de mujeres que mantenían un estricto luto desde el fallecimiento de sus esposos.
Estos hombres habían desaparecido hacía ya treinta o cuarenta años y ellas aún conservaban ese luto que consistía en usar zapatos, medias, faldas, camisas, jerseys y pañuelos en la cabeza, todo de color negro.
Entonces las bauticé alegremente como cuervos.
Cierto día, que visitaba un taller metalúrgico en la zona de Castrelo, en Cambados, descubrí a una mujer de estricto negro, sentada en una silla junto a la puerta de su casa.
Como estas cosas me llamaban la atención y siempre fui un aficionado a documentarme, entré en conversación con ella. Bueno, decir que entré en conversación es sólo una forma de expresarme, porque a decir verdad, su trato hacia mí fue bastante distante en un comienzo. Y para ser sincero, posteriormente también.
Siempre que visitaba aquel taller y a cualquier hora del día, ella estaba sola y con un gesto adusto sentada en la puerta de su casa.
Una vez le pregunté si me dejaba fotografiarla y por supuesto, se negó.
En otra ocasión y mientras conversaba con el dueño del taller en la puerta del mismo, intenté fotografiarla con el teléfono móvil pero la mujer empezó a chillar de tal modo que me avergoncé, busqué una excusa y le pedí mil disculpas por importunarla.
Mi cliente me observó con extrañeza.
Todas estas cosas no hicieron más que aumentar mis ganas desmedidas por querer fotografiarla. Ahora ya se trataba de un desafío personal.
Por aquellos días, ya contaba con algunas amistades. Entre ellas, la de un fotógrafo profesional que se ofreció a facilitarme una cámara digital de alta gama, con la cual podría hacer unas cuantas fotos a una distancia considerable sin correr el riesgo de ser descubierto.
Así que me dispuse a buscar un par de sitios en los que ocultarme a buen resguardo de la visión de la señora.
Un sábado por la tarde hallé el lugar ideal y me acomodé para dispararle certeras fotografías para mi colección.
Estuve un buen rato haciendo mi trabajo, hasta que decidí que contaba con el material suficiente.
Corroboré que las imágenes estuviesen correctamente alojadas en la tarjeta y ya satisfecho, puedo decir que me di orgullosamente a la fuga.
Llegué a mi casa y al tratar de volcar las fotos en el ordenador, grande fue mi sorpresa al comprobar que no había ni una sola.
―¡No puede ser! ―pensé―. ¡Si he comprobado que estuvieran todas!
Revisé otras carpetas de la cámara pero estaban vacías.
Mi amigo me había entregado una tarjeta limpia para que dispusiese de todo el espacio que me hiciera falta.
Llamé al profesional y después de seguir sus consejos, volví a comprobar con estupor que no poseía ni una sola imagen.
―No te preocupes ―me respondió cuando volví a llamarlo―. Puedes quedarte con la máquina unos días más, yo tengo otra y ésa, no la utilizo.
Durante los cuatro días siguientes, llovió de forma torrencial, como es habitual en esta tierra, pero al quinto…, ¡volvió a salir el sol!
Modifiqué mi ruta de visitas comerciales para poder acercarme a la zona de Castrelo, pero dio la casualidad que la señora no se hallaba en el lugar de siempre.
Aproveché para ver algunos clientes y al mediodía fui hasta un pintoresco restaurante cercano a las depuradoras de mariscos que se caracterizaba por preparar un exquisito pulpo a feira y un mejor vino casero.
Cuando lo consideré oportuno volví a buscar a la señora, pero ésta, nuevamente no se encontraba sentada junto a la puerta.
Aparqué el coche a una distancia prudencial de la casa y esperé.
Pasaron dos horas pero nada. Finalmente me acerqué a la casa y llamé a la puerta con la intención de fingir estar perdido y que ella me explicara cómo podía hallar un sitio que ya conocía a la perfección.
Golpeé y esperé. Nada. Volví a insistir y tampoco hubo respuesta, de modo que me marché con la firme intención de volver al día siguiente.
Regresé durante tres días consecutivos y a todas las horas imaginables.
Nunca más volví a encontrarla.
Ya cansado de esperar decidí hablar con algunos vecinos, diciendo que me habían comentado que la señora hacía un rico vino casero y que deseaba comprarle varias botellas.
En todos los casos obtuve la misma respuesta:
―Imposible, la señora Dolores falleció hace veinte años.