Una ninfa enamorada

Una ninfa enamorada

Resulta muy difícil para las ninfas esconderse de nosotros; hace muchos años, incapaces de contabilizar, había marineros despiadados recorriendo los mares y grandes océanos en busca de alguna de ellas. Si ellos las encontraban, no dudaban en capturarlas para no volver a soltarlas nunca más, llevándolas a destinos horrorosos y desdichados. Pero ahora, me temo, ya no hay los suficientes bosques y aguas adecuadas en las cuales las ninfas puedan vivir por mucho tiempo sin pasar desapercibidas.
Seguro hayas oído comentarios bien vistos sobre las ninfas. Y probablemente haya sido sobre su enorme belleza y su pequeño tamaño, o incluso hay algunos pocos humanos   las han tachado de malvadas sin conocerlas en realidad, pero claro que ninguno de ellos es cierto. Las ninfas tampoco viven en altos árboles de hermosos bosques o dentro de las rosas más bonitas, o tampoco todas ellas son mujeres. 
Pero sí, deberás saber que todas las hadas poseen rasgos exquisitos y ojos cautivadores, la gran parte de las ninfas son músicas o cantantes, pues, tienen el don de hacer que con un corto canto, removerán tu corazón con los sentimientos más profundos de tu ser. No todas las ninfas son buenas debido a que no todas poseen la pureza del sol, algunas de ellas se divertirían observando tu tristeza nacer cada vez que tus lágrimas salen de tus ojos, pues ellas ya no consienten ningún tipo de sentimiento. Pero, la historia que relataré no habla de esto, sino de la honestidad y también de una bonita jovencita que ayuda en la granja a su padre, se llama Zohelia, y cómo seguramente ya habrás adivinado, es una ninfa.
La madre de la muchacha se extravió misteriosamente cuando ella nació en los establos de la granja, ese día las flores brillaron con sus colores mientras el río más cercano reía con cada cascada, pero era imposible saber si era porque se trataba de un buen día o por los poderes de sus padres. Zohelia nunca supo de su madre, pero sea cual fuera la causa de su partida, no debió ser un misterio para su padre; nunca pareció preocuparse ni se ocupó alguna vez en buscarla, lo cuál no sería nada propio de un hombre sobrio y firme como lo es Antonio. 
Toda la vida que Zohelia llevó fue en el campo, que le ayudó de muchas maneras en conllevar sus dones; hizo crecer un romero de la semilla cuando tenía tres años, una mazorca envejecer cuando tenía seis y un cerdo bailar cuando tenía nueve. Le ayudaba a su padre a cultivar su campo, aunque Antonio ya tenía buena vista de excelente agricultor en su pueblo, ella le ayudaba, así en cada concurso de camotes en los festivales anuales, Antonio siempre ganaba. Eran los camotes más grandes y deliciosos de todo el pueblo, pareciesen que crecieron con ayuda de magia, y aunque así fue, sólo él y su hija conocían el secreto. Ambos se sonreían cada vez que lo coronaban ganador como sólo dos cómplices hacen.
Para este punto, deberán saber que la vida en el campo es muy tranquila, y en general, muy solitaria. Con suerte podrían pasar dos eventos por año que causaran el suficiente revuelo para ser el único tema del cuál hablar en un pueblo como en el que Zohelia y Antonio vivían. 
Pero este sólo es el principio de nuestra historia.
En un día con nubes grises y pequeñas ráfagas de viento, una de las vecinas llegó corriendo al huerto de Antonio. Apenas podía sostenerse con sus manos en el regazo con cada jadeo cuando dijo: 
—¡Ha llegado un joven extranjero! Es apuesto, usa un pulcro traje negro y un elegante maletín en la mano. Señorita Zohelia: ¡parece todo un hombre de negocios! Le he preguntado y me ha asegurado como todo un caballero que se hospeda en  casa de los Díaz, dará una fiesta por la noche. No saludar a un forastero ya saben el prejuicio que puede parecer. ¡Vayan! Señor Antonio, despéjese de tomates y patatas.
Y aunque para el senil hombre le era difícil olvidarse de su cultivo, de la única forma que le era difícil a una ninfa, ambos aceptaron. Zohelia más feliz que su padre; no había muchos festines por el pueblo.
Cuando cayó la noche, Zohelia usó el vestido más bonito de su armario, era amarillo y corto. Trenzó su cabello y tras ir por su padre, se dirigieron a la hacienda en coche, ambos temiendo que los rayos no cayeran groseramente en él. Desde muy lejos era evidente que sucedía algo; había mucha gente y música escandalosa en las bocinas de la hacienda de los Díaz. Lo primero que admiró Zohelia al bajar del auto, apresurada por la lluvia, fue un guapo muchacho, alto y delgado, saludando a las personas en el margen de la puerta. Sus miradas se encontraron al instante, analizándose el uno al otro, con el corazón latiéndoles apresuradamente.
Ese día ambos chicos protagonizaron cada baile de la noche, se movían con frenesí entre los invitados y lo hacían con tanta exactitud con cada ritmo, que parecía que se conocieran desde siempre. Siempre suele ser así. El apuesto chico se llamaba Sebastián y, tras las largas pláticas que tuvieron ambos jóvenes aquella noche, él no sólo era médico, sino que iba a quedase un par de meses en aquel pueblo tan tranquilo y solitario. 
Así fue como el sentimiento entre ambos chicos comenzó a florecer. Pues aunque aún no lo supieran en aquel momento, estaban tan enamorados como sólo puede pasar una vez en toda una vida. Pasaron los días y se convirtieron en meses en los que Zohelia y Sebastián causaban revuelo dondequiera que aparecieran juntos; aquél día en el supermercado en dónde amablemente Sebastián, con las mejillas sonrojadas, se apuntó a llevarla a su casa con las bolsas; aquella vez en la florería que el muchacho al ver a Zohelia le regaló el ramo más espléndido del lugar, que Zohelia, con las mejillas carmesí, tomó encantada; en aquel baile, dos meses tras la llegada del médico, en el que Sebastián no pudo apartar los ojos de ella y cada uno de los acompañantes de la chica y que, por supuesto, fue el tema favorito de las viejitas del pueblo mientras tejían por las tardes—¡Oh, pero qué Zohelia tan desconsiderada! Pobre doctor—y refunfuñaban; o el día en que los pescaron charlando alegremente, días después, por la gran plaza del pueblo.
Cada baile que había, Zohelia y Sebastián aparecían. Cada festival que surgía, Zohelia y Sebastián aparecían. Y cada vez que la luna salía entre las colinas del este y las estrellas comenzaban a relucir, Zohelia y Sebastián se sentaban sobre el florecido huerto a charlar, y cada noche con más cumplidos que la anterior. La alegría de Zohelia se reflejaba en cada flor y fruto que cultivaban en la granja, pues salían con más color y fuerza que nunca.
Hubo un día en particular, era bochornoso como suelen ser en verano, nadie esperó que la lluvia cayera con tanta fuerza y mucho menos Zohelia imaginó que en un instante como ese Sebastián llegara corriendo bajo el agua. Zohelia lo vió antes de que llegara, desde la ventana de adentro. Salió a buscarlo, sin tropezar milagrosamente con el barro del suelo o alguna manzana podrida por el césped, y en lugar de un caluroso saludo como lo eran siempre, Sebastián la besó. La besó bajo la helada lluvia, la abrazó entre sus cálidos brazos y le acarició el cabello con dulzura. Las hojas verdes de los árboles lucieron más claras en ese momento, pero Sebastián estaba bastante ocupado para notarlo. 
Un día su padre le regañó severamente: 
—Si piensas quedarte con aquel muchacho, Zohelia, deberás decirle la verdad. Tú ya sabes mucho de él, él debe saber también de ti. Porque sino lo haces, hija, vivirás en una mentira, fingiendo ser quién tú no eres.
Zohelia no lo hizo. Ni ese día ni el siguiente. Ni siquiera cuando hubo conocido a los padres de Sebastián acompañados de una cena vegana y vino, o días después que el joven médico desapareció por tres largos días y regresó con una costosa sortija y una propuesta de matrimonio para la ninfa. Ella sintió tanta dicha que no permitió sentir la desdicha de su secreto recaer sobre ella. Pues, en ese momento, fue la única vez que en un pueblito como aquel, Zohelia no sintió la habitual tranquilidad y soledad que lo caracterizaba. O tal vez, que ella pensó que lo caracterizaba 
Una ninfa enamorada hace crecer florecer rosas y laureles, naranjas madurar y semillas de papaya crecer velozmente. Pero pronto llegó el momento de la verdad una tarde, cuando la misma vecina de aquella vez llegó a su granja con noticias de que su amado había enfermado al intentar curar un paciente. No era muy grave, estaría bien dentro de poco; los medicamentos hoy en día son milagrosos. Pero Zohelia se angustió, tal vez la desdicha le pinchaba el corazón como una daga o tal vez sólo es la preocupación que alguien carga por una persona que ama. Cuál fuera la respuesta, inmediatamente, Zohelia partió en el auto con su padre, esa tarde hacía buen clima pero Sebastián yacía en la cama. Una ninfa podía ser milagrosa, pero no podía curar a un humano.
Era un muy mal momento, Zohelia lo sabía, y aunque consentía que era imposible que el muchacho falleciera y nunca supiera la verdad, temía por ello. En un gesto impulsivo, cuando no había nadie más que ellos en la habitación y la melodía de la noche colándose por la ventana, ella finalmente le dijo. Por un momento Sebastián pareció divertido, aún con lo enfermo y débil que estaba. Zohelia se puso de pie de inmediato, observando algo en la habitación que le pudiera servir para confirmar su verdad, hasta ver un jarrón. Lo puso frente al chico y aquella rosa marchita en su interior, poco a poco, volvió a la vida.
Sebastián no se espantó, pero no tuvo nada qué agregar por la sorpresa y la joven ninfa lo comprendió. Hizo la cosa que cualquier persona puede hacer por otro cuando se siente muy cansado o sorprendido para respirar: darle espacio a Sebastián.
—Vaya, supongo que es un gran gesto y que… No les has dicho a muchos aquí, sino seguro sabría que tú y tu padre…
—No—se apresuró a decirle Zohelia. Para ese momento, las lágrimas habían comenzado a descender sobre sus coloradas mejillas, una imagen que ocasionó un violento vuelco en el corazón del muchacho—. Sólo tú. Sólo tú lo sabes.
 Fue una sencilla despedida, la verdad es que Sebastian estaba tan pálido y débil para hacer algo más, pero cuando Zohelia salió del cuarto, soltó un largo suspiro. 
La joven ninfa volvió al día siguiente, con un canasto con duraznos a manera de disculpa, susurrando una y otra vez las palabras adecuadas para pronunciar, pero para su sorpresa Sebastián ya no estaba. Sus maletas se fueron con él, había huido a su ciudad a altas horas de la noche, y aunque nadie sabía por qué, Antonio y Zohelia compartieron una mirada como aquellas veces con sus camotes en los concursos, sólo ambos se entendían. Zohelia con dificultad lo entendió.
Debo decir que las cosechas no serán tan coloridas en la granja este año, y las tardes no serán iguales para la ninfa sentada sola en su huerto, en la espera de un joven apuesto cada vez que la luna aparece. Pero, aún si él no vuelve, habrá más jóvenes apuestos con los cuáles remendar el error de decir un secreto demasiado tarde. Y, estoy segura, los tallos volverán a florecer con tanta belleza como lo hicieron una vez en la granja. 
Y sé con certeza que en alguna parte del mundo, hay un chico llamado Sebastian y una ninfa llamada Zohelia, que a pesar de todo, aún se aman profundamente como alguien ama a su primer amor.



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