CAFÉ AMERICANO
Estoy en un Café, algo temprano en la mañana a pesar de ser sábado, no muy bien peinado y todavía con los ojos sintiendo la necesidad de abrirse, o cerrarse, depende del cómo se mire y también por la claridad del día.
No soy el único que ocupa una mesa que la camarera se esmera en limpiar con mucho cuidado, mientras trato de terminar de ubicarme y dejar todo lo que llevo encima sobre una de las otras sillas de la pequeña mesa, la cual no es muy confortable, pero por lo menos no estoy muy expuesto al público; me gusta tener siempre mi pequeño espacio de privacidad.
El resto de gente ocupa tres mesas más y ya llevan muy avanzados sus desayunos.
El café con leche no falta en ninguna de ellas y es lo que más deseaba, pero bien cargado de café, espumoso, y en este mismo momento.
Se lo pido a la camarera cuando veo que ha terminado su hacendosa faena, la mesa había quedado resplandeciente y su respuesta fue una enorme sonrisa, mientras soltaba sus primeras palabras que merecieron la mía por respuesta, aunque nada que comparar la mía con la suya.
–Se lo pediré inmediatamente al señor mientras tanto se piensa con qué lo va querer acompañar.
Sin lugar a dudas no era de aquí y su acento me transportó, por unos instantes, a alguno de los países en los que había estado en el par de viajes que había hecho allén de los mares. Eso me terminó de despertar y tenía bien claro qué es lo que iba a pedir, cuando regresara con el café.
Mientras eso ocurría, recordé un pasaje de uno de esos viajes que no había vuelto a recordar desde hacía mucho tiempo, y que significó en ese momento el darme cuenta de algunas cosas a las que no les daba mucha importancia. Quizá el que hayan pasado ya casi cinco años de aquello, cómo pasa el tiempo, increíble, y que cuando regresé del último viaje mi vida cambió un poco, han hecho probablemente que en todo este tiempo transcurrido no lo haya vuelto a recordar, con la dimensión que en este momento se estaba produciendo.
No era en absoluto ningún niño cuando mis pies primero y mi cuerpo después se sumergieron en el Pacífico, ni mucho menos lo soy ahora, pero aquel superremojo de casi media hora o quizá con seguridad más, en el que las pequeñas olas jugaban conmigo y el sol trataba de penetrarme en la piel, que creía haber embadurnado lo suficiente de crema bloqueadora, marcó un pequeño después. Hombre doblemente blanco precavido vale más que hombre blanco entomatado y adolorido, fue la primera lección del primer viaje a esos lugares.
La camarera interrumpió el recuerdo, mientras alrededor el aroma del café iba inundando el aire.
–Aquí tenés el café, el mejor en mucho tiempo para usted. Si no sabe o no se ha decidido todavía con qué va a acompañar este saludable café, yo sabría, con su permiso por supuesto, decirle o aconsejarle. Tenemos seguro lo que usted desee, pero le aconsejo…
Y la interrumpí, antes de que dijera lo que quería y que sabía no iba seguro a tener:
–Arroz con frijoles, casado, rice and beans, moros y cristianos, gallo pinto.
En ese momento no me venían más nombres, pero ella me cortó a tiempo:
–No se preocupe señor, no tenemos en el menú lo que me pide, pero yo me voy a la cocina con su permiso y el de mi jefe y le preparo ahora mismo un arroz con habichuelas, como le dicen ustedes, aderezado un poquito con lo que pille de vegetales, y el señor se va a comer el mejor de la historia de esos platos que usted dice.
Acababa de destapar sin duda su procedencia y no me había dado tiempo a confirmarlo, pues se había ido literalmente corriendo detrás de la barra por una puerta a la que debiera de ser la cocina, y pensé que debía de tomarlo con calma pues iba a llevarse su tiempo el preparar el plato.
Qué falacia más grande había dicho, pues apenas no habían pasado ni cinco minutos cuando un par de humeantes platos de arroz y frijoles, con un buen par de lonchas de queso blanco adornándolos a un lado, inundaban la pequeña mesa.
–Con su permiso señor, ahora mismo nos vamos a zampar esta rica comida.
Había forzado la z, que me hizo reír y olvidar por completo la sorpresa que me estaba produciendo el ver como se sentaba a mi lado.
–No se preocupe, el jefe ya está enterado. Me ha dado diez minutos. Qué racanero que es, su compañía merece mucho más.
Tanta naturalidad y confianza no dejaba de dejarme un poco fuera de lugar, pero estaba encantado de encontrarme en una situación como esa, parecida como salida de uno de esos estúpidos programas que alguna vez me encontraba en la televisión, cuando jugaba con el mando a encontrar un programa que mereciera la pena de ver.
Debió leerme el pensamiento, pues me dijo:
–No, no se preocupe, no nos están grabando por la tele.
El olor que despedía la comida me hizo desistir el preguntarle si era adivina y transportarme del todo, a aquella costa en un chiringuito en la playa; sólo faltaba el olor de la brisa del mar y el sol adornado con su luminosidad todo, absolutamente todo.
–¿No lo va a comer?, ¿a qué espera?, frío no está tan rico, –me dijo al tiempo que se echaba a la boca la primera cucharada de su plato.
Empezamos a hablar de comida, de la que echaba de menos de su país, aunque se reía cuando decía los nombres de los platos que también le gustaban de acá, como ella decía, y a los que se había acostumbrado y alternaba con sus arroces, yuca, plátanos, tortillas de maíz…, y un sinfín de alimentos que experimenté cuando estuve en el suyo, y de los que ahora disfrutaba de algunos con su compañía.
El tiempo pasaba rápido y no nos habíamos dado cuenta de que eran más, muchos más minutos de los que su jefe le había permitido. Iba a recodárselo cuando me dijo que iba a traer un postre que ella había traído junto con el arroz y los frijoles, para acompañarlo con un café americano, que era como había que tomarlo y no ese café tan fuerte que tomaban los de acá. Como su jefe vio que ya se había levantado no le dijo nada y yo lo miré con cara de yo no fui, pero su gesto agradecido me bastó para concluir que no tendríamos problemas para comer el suculento postre, que iba a aterrizar en unos pocos minutos más tarde. Él mismo ya había empezado a atender a un par de mesas más con los clientes que iban llegando.
–Por cierto, me llamo Yamileth y tú seguro te tienes que llamar Juan, Paco o Pepe, –me decía mientras se acercaba con una bandeja de la que sobresalían dos tazas altas de café espumante y un plato con algo que semejaba plátanos en almíbar con pastel seco.
Era igual lo que fuese, debía de estar bien sabroso y con el café americano mucho más, aunque siempre prefería y sigo prefiriendo un buen café negro, expreso, espumoso, cortado con un poquito de leche fría.
–No, no me diga cómo se llama, te llamas quiero decir, seguro que no eres ni Ronald, ni Frank, ni seguro ninguno de esos nombres que allá hemos copiado de los gringos.
Le dije que el postre estaba delicioso y el café también.
–No, no me mienta, por la cara que pone cuando lo toma sé que es más de los de un café solo, como ustedes lo llaman acá, de esos que parecen una bomba de lo fuerte que lo toman.
Acabamos el postre, el café, acabamos todo y yo no quería salir de allá, pero me tenía que marchar al trabajo donde mi jefe ya me aguardaba por más de medía hora aunque fuese sábado; debíamos terminar un informe que él tenía que presentar el lunes a los socios de la empresa.
–¿Me dices cuánto te debo?, me tengo que marchar ya, la verdad que hace rato, ya sé dónde tengo que venir después de esto.
–Señor, por favor, por esta vez no me debe, no me debes nada, y no insistas, paga la casa, quiero decir una servidora.
Ante semejante medio regañina no me podía defender y le agradecí enormemente el buen rato que había pasado, que me había hecho regresar en parte y recordar momentos inolvidables de mis viajes cruzando el charco. Me había encantado muchísimo su país, al cual yo la había hecho transportar también, pues había disfrutado con mis historias del viaje.
Recogí mis bártulos mientras ella hacía lo propio con los de la mesa, y esperé a que los recogiera y llevara a la cocina para poder despedirme más tranquilamente. Que mi jefe esperara unos minutos más no me importaba, para poder despedirme de aquella buena mujer que regresaba de la cocina con una chavalita de quizá no más de diez años, preciosa, con el mismo color y forma de ojos de su madre.
–Aquí nos tenéis para cuando usted quiera comerse un rico gallo pinto y un café, bueno se lo prepararé al menos más fuerte y tipo expreso con un chorrito de leche fría, acompañado de un tamal seco, nada de croissant o esas cosas raras.
No me podía despedir sin darle un par de besos a cada una, de lo cual se rieron mucho más que yo.
–No se preocupe Antonio, ya nos hemos acostumbrado hace rato a lo de los dos besos. Por cierto, veo que quedó perfectamente del golpe de sol en la playa, ¿verdad hija?. El sol de allá no es como el de acá.
Ya se habían metido de nuevo en la cocina y no me habían dado tiempo a reaccionar, mientras intentaba casar lo de la playa.
Mientras salía del Café, todo me vino de golpe también, pero yo no había llegado a contarle nada de lo que me había pasado cuando disfrutaba echado sobre la arena de la playa, después del largo baño en el mar. Había caído casi desmayado y los del chiringuito tuvieron que auxiliarme. Recuerdo como una niña me pasaba paños bien fríos por la cabeza y en el pecho, también por la espalda, donde me había achicharrado,… no podía ser que esa niña fuera….
Con la incertidumbre del caso caminaba hacía la oficina, no dejándome de sorprender lo del mundo y un pañuelo.
Quedé atrapado desde un principio, a causa de tu maestría.
Muy buen relato.
Shalom amigazo
Gracias Beto, me alegra que te haya gustado mi relato. Saludos muy cordiales. Antonio