La noche sin sueños
Los davishes del
Demavend cuentan la historia del Rey Blanco Dabhar señor de los cuatro reinos
del centro en Adhyvadya, un territorio meridional de la península que hoy los
hombres llaman India. La narración es impartida como una moraleja para los
soñadores e iniciados de los ritos del loto, antes de emprender uno de sus
temerarios sueños colectivos.
Los esquivos
monjes, que han escavado una metrópolis en la falda de la montaña, cuentan que
durante la campaña de la unificación de los reinos, Dabhar aguardaba impaciente
el final del invierno y de los deshielos para poder cruzar el caudaloso Sin y
continuar con su campaña anexionista. Su ejército había empezado a sufrir el
hambre y diversos rumores se elevaban hasta los estandartes a media asta del
mandatario. Las tropas no aguantarían mucho más en ese pantano literal y
figurado.
Urgido por una
pronta resolución el rey hostigaba a su séquito de intérpretes, adivinos y
hechiceros. Las enormes carpas apestaban a incienso y a la humareda de los
quemadores, donde ardían permanentemente una docena de los más diversos
hechizos. Los generales, reunidos de urgencia, aconsejaban retirarse a la
capital, aprovisionarse, y regresar la siguiente primavera. Dabhar buscaba una
solución que le permitiera avanzar en ese momento y no dentro de medio año.
Desde las dos semanas que llevaban en esa lengua de tierra entre el gran río y
dos de sus afluentes, donde los mosquitos y las pestes atacaban como la más
despiadada de las caballerías, había tenido el mismo sueño cada noche. En el
mismo, avanza triunfante sobre un corcel tan rojo que parece hecho de fuego.
Atraviesa las praderas y las colinas a un ritmo vertiginoso, con la fortuna de
que por donde cabalga los estandartes de las ciudades cambian al que lleva sus
colores y su nombre. Luego se zambulle en una batalla de la que emerge victorioso
en su corcel del fuego. Sus enemigos huyen a campo traviesa. Los persigue
embravecido y de la nada surge un muro de agua que le impide el paso. Se
introduce en el torrente pero su caballo ya no es de fuego. Es de sangre y se
desangra, como si se destiñera en las aguas de la muralla y el cauce del río se
lo llevara. Al final, envuelto en el principio de un llanto, se despertaba de
un salto.
Los augures no
dudaron mucho en coincidir en las interpretaciones. Ha traído su reino hasta
los límites de la tierra y en el camino ha construido un gran imperio. Pero ha
llegado hasta aquí, donde un río detiene su paso. Si intenta cruzarlo, su ejército
se desangrará en sus aguas y él lo perderá todo.
El rey se
debatió contrariado. Cómo puede ser que un hombre que ha doblegado cien
ciudades, no pueda superar un río. El último de los intérpretes le revela el
último de los oprobios: nunca podrá cruzarlo estando despierto, si no lo hace
antes dormido.
Entonces Dabhar
tuvo una idea. Conocía los textos sagrados de los ritos del loto, sabía de las
ceremonias de los iniciados, que dirigen sus propios sueños alcanzando
atribuciones del alma antes impensadas y hasta otros mundos. Ha escuchado que uno
de estos ritos, el primero de todos,
tiene el efecto de eliminar todos los sueños. Ante esto, interpretó lo
siguiente: si lograra dejar de soñar con el muro de agua, o si soñara que lo
atravesaba, su ejército podría cruzarlo también pero cuando estuviera
despierto. Así, propició el rito en su campamento. Los augures le advirtieron:
El rito número uno de los iniciados en el sueño del loto era usado sólo en
parte, ya que el completo era muy peligroso. Tenía su origen mítico en la
civilización de los hombres serpiente que habían vivido antes de los hielos, en
una época tan lejana que el Adhyvadya era una lejana isla y la cima del mundo una
planicie yerma a nivel del mar. En ese entonces no se trataba de un rito pues
los hombres serpientes no soñaban, cumplían todos sus sueños estando despiertos.
Hacía siglos que no se utilizaba completo, sólo el principio era adaptable a la
vida del hombre y su utilización únicamente podría traer desgracias.
Dabhar no escuchó
consejos. El grupo de los creyentes, junto a algunos generales cercanos y el
propio mandatario con su séquito de adivinos, compartieron la enorme tienda
central en un lecho de sedas y almohadones procurando el sueño colectivo.
La noche cayó y
Dabhar seguía despierto. Atribuyó el insomnio a la excitación de la ajetreada
jornada y comenzó a recorrer los caminos entre la multitud silenciosa. Comprobó
que la mayoría como él esperaban aún despiertos; muy pocos dormían en
posiciones extrañas, como si se hubieran desmayado o como si estuvieran
muertos. Los adivinos le comprobaron que dormían, pero que la actitud pétrea se
debía a que efectivamente no estaban soñando. El rey se sintió entusiasmado y
retornó a su lecho.
Acostado,
repasaba una y otra vez las escenas de su futura victoria y del regreso a la
capital ondeando los nuevos estandartes conquistados. Se imaginó la gloria
venidera que acompañaría su nombre. Pero en esto, fueron pasando las horas, la
noche amenazó seguir de largo, y en lo más frío de la madrugada, señal del
incipiente amanecer, un rumor se levantó entre las multitudes insomnes. Uno de
los generales acudió al mandatario con las noticias. En la capital, así como en
varias ciudades del imperio, había acontecido la más impensada de las noches.
Al parecer, en todo el reino había ocurrido lo mismo que en el campamento: sólo
una pequeña minoría había logrado dormir. Pero esto no era todo. El caos había
ganado la madrugada en la ciudad ante la ausencia de las autoridades. Los
hermanos atacaban a sus cuñadas, las mujeres recorrían las calles golpeando las
puertas de sus amantes, las esposas envenenaban o ahorcaban a sus maridos,
hordas de niños asaltaban las dulcerías, los hombres ahorcaban a sus hijos
bastardos, y una asombrosa variedad de atrocidades.
El rey creyó
comprender lo que ocurría. Debería realizar su sueño para poder dormirse.
Desesperado tomó la mejor de sus cabalgaduras, un corcel rojo que había sido
traído desde los reinos negros más allá de las arenas del desierto. Luego se dirigió
hacia el río y comenzó a cruzarlo junto a un grupo de sus más cercanos, sobre
todo aquellos que por ley vivirían los mismos días que el rey. Uno a uno la
corriente fue arrastrando a los jinetes, que se hundieron por el peso de sus armaduras.
Hasta que el río arrastró a Dabhar y a su sueño de grandes conquistas.
La multitud
observó silenciosa este desenlace. Muchos de ellos cayeron dormidos en ese
momento junto al río. La mayoría sabía que el efecto del rito se desvanecería
con la muerte del que lo había propiciado y que esa noche, bajo las cúpulas
ocres de Adhyvadya, todos soñarían tranquilos.