Los Innombrados

Los Innombrados

          Lo conocí aquella misma noche, aunque hubiera jurado conocerlo de toda la vida. Su bigote insignificante pero a la vez insultante, sus largas y elegantes ojeras, su mirada penetrante y acusadora. No sabía muy bien cómo diablos había acabado sentado con él en aquella mesa, en aquel bar que era una copia de un bar cualquiera, en aquella noche serena y terriblemente aburrida. En resumidas cuentas, una de mis tantas noches perdidas. El caso es que estábamos tomando una copa y teniendo una charla trivial cualquiera, cuando de repente me lanzó una afirmación  rotunda:
  –  Morirás sin ser nadie, al igual que todo el mundo. Pues yo, aun sin ser alguien, hace mucho tiempo ya que he muerto.
          Al decir esto rió largamente, se enchaquetó  y se fue, como si no hubiéramos hablado nunca. A decir verdad, aunque en un principio me sorprendió, no puede decirse que pensara en él demasiado, al fin y al cabo no era el primer borracho loco que conocía. Así que apuré mi cerveza y me largué a mi casa, deseoso de desplomarme en la cama.
          Pero a la mañana siguiente comencé a sentir los primeros efectos de sus palabras. Fue al ir a recoger un ingreso al banco, para lo cual, evidentemente me preguntaron mi nombre. Mi nombre, algo tan repetido a lo largo de mi vida, tan carente de sentido. ¿Quién era yo, al fin y al cabo? ¿Podía un nombre resumir mis desvelos, mis agonías y mis victorias? Mi nombre era algo carente de sentido, tan carente de sentido que me dio por olvidarlo.  Desde entonces viví sin nombre alguno, y sin nombre para muchos no se es nadie (aunque un nombre y nadie sea lo mismo), con lo cual empezó a ser como si yo no existiera.

         En primer lugar, como no les constaba mi nombre, yo no estaba realmente en mi trabajo. Es más, jamás estuve allí puesto que una firma es el perfecto complemento al nombre, y sin nombre no tenía tampoco firma. Sin firma, ¿de qué valía mi contrato? En resumidas cuentas no tenía ni trabajo, ni casa, ni ninguna de estas cosas para las que se empeñan en pedirle a uno una identidad de la que ni uno mismo está seguro.
                          
        Entonces descubrí que, sin ser nadie, no puedo estar vivo. Y comprendí a aquel personaje que, pese a parecer a ojos de cualquiera como fuera yo en aquella noche, tan convencido de su constancia por la estupidez de poseer un nombre, se creía vivo. En realidad no estaba vivo, solo estaba allí, y lo mismo daba ser un vivo que un muerto. Así que decidí enseñarle al mundo mi descubrimiento, y me senté en la barra de un bar cualquiera con un desgraciado cualquiera, a repetirle la fórmula que aquel día utilizó aquel viejo ojeroso para hacerme despertar. Algún día, pienso yo, el mundo entero despertará y descubrirá que nadie tiene nombre, que nadie está vivo siquiera, y que nunca nada en la  historia tuvo realmente sentido.



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